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a proliferación y
difusión de noticias falsas, más conocidas como fake news, constituye uno de los grandes problemas a los que han de
enfrentarse las democracias contemporáneas, pues la información que llega a los
ciudadanos, verdadera o no, es la generadora de eso que ha dado en llamarse la
opinión pública y que, a la postre, es determinante para el devenir de la
sociedad. Aunque el fenómeno no es nuevo y va ligado al desarrollo de los
medios de comunicación social en el siglo XX (baste recordar la celebérrima sentencia
de Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Tercer Reich, según la cual “una
mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”), lo cierto es que en el
siglo XXI ha alcanzado unos niveles inimaginables hace unos años gracias al
desarrollo de las TIC y a la expansión de las redes sociales.
El problema es de tal calado que
tiene soliviantada a la clase política europea, pero también a los
propietarios, responsables y profesionales de los medios de comunicación que,
todos a una, exclaman que hay que poner coto a la difusión de noticias falsas,
tal como quedó reflejado en el manifiesto publicado por la Asociación de Medios
de Información con motivo del Día Internacional de la Libertad de Prensa o, más
recientemente, en el foro Fake News: cómo combatir las noticias falsas,
organizado por el diario El País y el
Parlamento Europeo. De este foro, en el que participaron representantes
políticos y de algunas de las más importantes cabeceras de Europa que se
agrupan en la alianza LENA, salieron básicamente dos propuestas en las que
coinciden políticos y editores: legislar a escala europea para hacer frente a
las fake news y fomentar el
pensamiento crítico en los ciudadanos para que éstos puedan distinguir las
noticias falsas de las verdaderas.
En lo que se refiere a la primera
propuesta, ya la Comisión Europea mostró su rechazo, si bien es cierto que algunos
grupos del Parlamento Europeo siguen trabajando en esa línea. A mi modo de ver,
se trata de una propuesta que, sin ser descartable, hay que tomarla con mucha
cautela, pues puede caer fácilmente en la censura. Por lo demás, llama la
atención que los grandes medios de comunicación estén ahora a favor de este
tipo de iniciativas cuando tradicionalmente se han opuesto a leyes que limiten
la libertad de expresión y han apostado por los códigos deontológicos y la
autorregulación: ¿se trata solo de defender la verdad o también de mantener su
negocio a salvo de intrusos? Más interesante resulta entonces la segunda
propuesta, la relativa a fomentar el pensamiento crítico. Una propuesta a la
que la filosofía tiene mucho que aportar pues, no en vano, constituye su razón
de ser. Es por ello que harían bien los gobiernos europeos, empezando por el de
España, en potenciar la filosofía en lugar de denostarla, si de verdad se pretende contribuir a formar
una ciudadanía crítica frente a las noticias falsas, por supuesto, pero también
frente a las medias verdades y las manipulaciones que emanan de las distintas
esferas del poder político, económico o mediático.
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