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a sentencia del
juicio contra los miembros de La Manada ha conseguido indignar nuevamente a la
ciudadanía que una vez más ha salido a la calle a protestar, esta vez contra la
Administración de Justicia. Las manifestaciones multitudinarias se suceden por
diversos lugares de España para clamar contra lo que se considera una sentencia
incomprensible además de injusta. Y es que resulta harto complicado entender
cómo es posible que el tribunal, amén del voto particular del tercer juez en
discordia, estime como hechos probados las barbaridades que relata en la
sentencia, que no es necesario repetir, y que al mismo tiempo no considere que
tales hechos sean constitutivos de violencia o intimidación, que es lo que explica
que los denunciados hayan sido finalmente condenados por abuso sexual pero no
por agresión sexual.
Ante una sentencia tan
contradictoria como ésta, hace bien la ciudadanía en mostrar su disconformidad,
pues una cosa es que en el tan cacareado Estado de derecho se deban acatar las
sentencias judiciales y otra bien distinta que no se puedan criticar: la
ciudadanía puede y debe mostrar su desacuerdo ante cualquier injusticia,
provenga ésta de donde provenga, pero sobre todo si proviene de uno de los
poderes públicos, como es el caso. Ahora bien, que uno estime razonable la
protesta contra la sentencia de marras no significa que esté de acuerdo con
todos los que protestan, pues la indignación puede llevar a cometer excesos
argumentativos, como creo que ha ocurrido en algunos casos. Consignas como la
de “Yo sí te creo” no tienen sentido, toda vez que la sentencia no desmiente el
relato de la víctima sino que, antes al contrario, lo considera probado.
Asimismo, tampoco es del todo cierto que se traslade a las mujeres el mensaje
de que están desamparadas, pues a los denunciados los han condenado a 9 años de
prisión: el error radica en no haber considerado violencia ni intimidación lo
que a los ojos de multitud de personas sí lo es.
Estos excesos argumentativos creo
que perjudican más de lo que ayudan a la causa de la protesta, aunque quizás no
sean demasiado importantes. En cambio, las declaraciones del ministro de
Justicia, Rafael Catalá, resultan altamente peligrosas para la democracia. Pues
por mucho que pueda resultar indignante el voto particular del tercer juez en
discordia que pide la absolución de los acusados, es inadmisible que un miembro
del Gobierno trate de interferir en el poder judicial. Lo que los miembros de
La Manada hicieron a esa chica, lo cual ha quedado probado según la sentencia,
es algo execrable y a mi juicio, sin ser jurista, solo pudieron hacerlo
intimidándola y violentándola, por lo que debieron ser condenados por agresión
sexual y no solo por abusos. Pero ello no justifica en ningún caso la
intromisión del Gobierno ni de ningún ministro, menos aún si se trata del de
Justicia, en los asuntos que competen al poder judicial. Es por ello que no
podemos sino aplaudir que las asociaciones de jueces y fiscales hayan exigido
unánimemente la dimisión del ministro Catalá. Y haría bien la ciudadanía en
secundar esta exigencia, porque lo que está en juego es la separación de
poderes; lo que está en juego es la democracia.
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