miércoles, 2 de mayo de 2018

La democracia en juego


L
a sentencia del juicio contra los miembros de La Manada ha conseguido indignar nuevamente a la ciudadanía que una vez más ha salido a la calle a protestar, esta vez contra la Administración de Justicia. Las manifestaciones multitudinarias se suceden por diversos lugares de España para clamar contra lo que se considera una sentencia incomprensible además de injusta. Y es que resulta harto complicado entender cómo es posible que el tribunal, amén del voto particular del tercer juez en discordia, estime como hechos probados las barbaridades que relata en la sentencia, que no es necesario repetir, y que al mismo tiempo no considere que tales hechos sean constitutivos de violencia o intimidación, que es lo que explica que los denunciados hayan sido finalmente condenados por abuso sexual pero no por agresión sexual.
            Ante una sentencia tan contradictoria como ésta, hace bien la ciudadanía en mostrar su disconformidad, pues una cosa es que en el tan cacareado Estado de derecho se deban acatar las sentencias judiciales y otra bien distinta que no se puedan criticar: la ciudadanía puede y debe mostrar su desacuerdo ante cualquier injusticia, provenga ésta de donde provenga, pero sobre todo si proviene de uno de los poderes públicos, como es el caso. Ahora bien, que uno estime razonable la protesta contra la sentencia de marras no significa que esté de acuerdo con todos los que protestan, pues la indignación puede llevar a cometer excesos argumentativos, como creo que ha ocurrido en algunos casos. Consignas como la de “Yo sí te creo” no tienen sentido, toda vez que la sentencia no desmiente el relato de la víctima sino que, antes al contrario, lo considera probado. Asimismo, tampoco es del todo cierto que se traslade a las mujeres el mensaje de que están desamparadas, pues a los denunciados los han condenado a 9 años de prisión: el error radica en no haber considerado violencia ni intimidación lo que a los ojos de multitud de personas sí lo es.
            Estos excesos argumentativos creo que perjudican más de lo que ayudan a la causa de la protesta, aunque quizás no sean demasiado importantes. En cambio, las declaraciones del ministro de Justicia, Rafael Catalá, resultan altamente peligrosas para la democracia. Pues por mucho que pueda resultar indignante el voto particular del tercer juez en discordia que pide la absolución de los acusados, es inadmisible que un miembro del Gobierno trate de interferir en el poder judicial. Lo que los miembros de La Manada hicieron a esa chica, lo cual ha quedado probado según la sentencia, es algo execrable y a mi juicio, sin ser jurista, solo pudieron hacerlo intimidándola y violentándola, por lo que debieron ser condenados por agresión sexual y no solo por abusos. Pero ello no justifica en ningún caso la intromisión del Gobierno ni de ningún ministro, menos aún si se trata del de Justicia, en los asuntos que competen al poder judicial. Es por ello que no podemos sino aplaudir que las asociaciones de jueces y fiscales hayan exigido unánimemente la dimisión del ministro Catalá. Y haría bien la ciudadanía en secundar esta exigencia, porque lo que está en juego es la separación de poderes; lo que está en juego es la democracia.

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