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i la democracia
española y por ende las instituciones sobre las que se sustenta ya venían
arrastrando un deterioro importante, agravado aún más por la crisis que no
termina de superarse, los últimos escándalos políticos y judiciales no han
hecho sino contribuir a su desprestigio. Los casos de corrupción, como los
vinculados al tres por ciento de Cataluña, la trama Gürtel o los ERE de
Andalucía, por citar sólo algunos de los más sonados, han venido a incidir en
el descrédito no tanto de la política como de la clase política, la cual ya
venía siendo cuestionada por su incapacidad para resolver los graves problemas
a los que buena parte de la población ha tenido que hacer frente en su día a
día en estos años de dura crisis. Mas aunque no debemos confundir el descrédito
de la clase política con el descrédito de la política, lo cierto es que cuando
aquélla no está bien valorada su desprestigio arrastra también a las instituciones
que ocupa y a los poderes del Estado que sobre ella recaen, como ha ocurrido
con el legislativo y el ejecutivo y las cámaras en las que residen.
El
poder judicial es el único de los tres poderes del Estado que, hasta hace poco,
había mantenido su prestigio a pesar de la crisis o, al menos, el único cuya
imagen no había sufrido una degradación tan grande. Sin embargo, los últimos
escándalos judiciales, sobre todo los referidos a la sentencia de las
hipotecas, que proyectan la imagen de un poder judicial sometido al poder
económico, en este caso la banca, así como el anunciado pacto entre el PSOE y
el PP para que el juez Marchena ocupara la presidencia del Tribunal Supremo y
del Consejo General del Poder Judicial, explicitando que en España la separación
de poderes es una quimera, han hecho mella también en la opinión que la
ciudadanía tiene del tercer poder del Estado. Y para rematar el asunto, llega
el portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, y se lanza a presumir,
WhatsApp mediante, de tener controlada, por detrás, la Sala Segunda del
Supremo, precisamente la encargada de juzgar los casos de políticos aforados.
Para ser una de las de mayor calidad
del mundo, The Economist dixit, se nos antoja bastante deteriorada
esta democracia nuestra. El descrédito de las instituciones resulta ciertamente
preocupante, pues si la ciudadanía desconfía de ellas, la democracia corre
peligro al decir de algunos analistas. Mas tengo para mí que lo verdaderamente
preocupante sería que tras los escándalos que afectan a la columna vertebral
del Estado la buena imagen de la democracia española se mantuviera intacta ante
los ojos de la ciudadanía. No es el desprestigio de las instituciones la causa
de los males que afectan a la democracia, sino más bien la consecuencia de los
mismos y la condición de posibilidad de su superación. Y es que sólo si
reconocemos que nuestra democracia no funciona correctamente podremos combatir
la degradación de la misma. El desprestigio de las instituciones conlleva el
riesgo de servir de estímulo para el fomento de ideas antidemocráticas, pero es
asimismo necesario para que los problemas de legitimidad de la democracia se
resuelvan profundizando en la propia democracia, buscando nuevas formas de organización
más genuinamente democráticas.
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