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ivimos un tiempo
en el que el acceso a la información, paradójicamente, puede resultar
perjudicial para la siempre loable búsqueda de la verdad. En efecto, la
saturación de información, sin necesidad de que la misma sea falsa, impide o
dificulta al individuo estar bien informado, no digamos ya bien formado, por contradictorio
que ello pueda parecer. De ahí que el salto de la sociedad de la información a
la sociedad del conocimiento no termine de fraguar en este incierto siglo XXI
en el que nos ha tocado vivir. Mas si la sobreinformación resulta dañina, pues
deja al individuo en la incertidumbre, incapaz de distinguir lo verdadero de lo
falso ante la imposibilidad de analizar las ingentes cantidades de datos, aún
más perniciosos son los bulos, fake news,
noticias falsas, postverdades o como cada uno prefiera llamarlos, toda vez que
su emisión y difusión responden al interés de manipular a la opinión pública en
beneficio propio.
La
era de las nuevas tecnologías genera las condiciones propicias para la
proliferación de las noticias falsas. Sin embargo, hay que reconocer que, en
última instancia, no son las TIC las responsables de este fenómeno. Ni siquiera
constituyen la condición de posibilidad del mismo, pues la manipulación de la
opinión pública se diría que es tan vieja como la humanidad. Y es que el
monopolio de la verdad, o de lo que se considere verdadero, ha constituido
siempre una fuente de poder: desde los brujos, hechiceros y sacerdotes de
distinto pelaje hasta los científicos actuales, la prerrogativa de establecer
qué es verdad y qué no otorga al que la tiene el poder para decidir cómo se
debe actuar, del mismo modo que la razón teórica, la que indaga acerca de la
verdad, determina a esa clase de razón práctica que es la razón instrumental,
la que señala qué medios se deben poner en práctica para alcanzar determinados
fines.
Cómo
saber cuáles hayan de ser esos fines, nuestros fines últimos, fines en sí mismos,
que en definitiva es en lo que consisten nuestros valores, y si hay alguna
suerte de razón práctica capaz de establecerlos, es otra cuestión. Pero si
convenimos que la dignidad del ser humano es uno de esos fines y que esta se
sustenta en la libertad y la igualdad, tal como, de hecho, se proclama en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, entonces todo ataque a la
libertad de expresión nos debe parecer reprobable. Es por ello que el intento
del Gobierno de la mano del CIS de Tezanos de legitimar la censura resulta
inaceptable, pues bajo el pretexto de la lucha contra los bulos y las fake news no se puede cercenar el
derecho de cada individuo a expresar libremente sus ideas sobre el tema que
quiera, sea un experto o no. Y es que entre la falsedad, la calumnia o la
injuria y la verdad fidedigna hay muchos grados. Por lo demás, el dogma es tan
enemigo de la verdad como la mentira. Y los enemigos de la verdad lo son
también de la libertad.
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