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ecía Aristóteles
que el hombre tiene por naturaleza afán de saber. En efecto, el ser humano ha
sentido desde siempre la necesidad de explicar el mundo que le rodea y de
explicarse a sí mismo. De ahí que en todas las culturas los hombres hayan
construido mitos con los que explicar la realidad: el origen del mundo, los
fenómenos de la naturaleza, el propio ser humano, la existencia del bien y del
mal, la vida, la muerte… Mitos con los que, en definitiva, los seres humanos hemos
tratado de dar respuesta a las grandes preguntas que desde siempre nos han
preocupado y, todavía hoy, nos siguen inquietando. En Occidente, ese afán por
buscar la verdad dio lugar al nacimiento de la filosofía y de la ciencia en lo
que se ha dado en llamar el paso del mito al logos, es decir, con el intento de responder racionalmente a esas
grandes cuestiones.
Con el tiempo, la ciencia se
separaría de la filosofía y se convertiría en la forma más avanzada de
conocimiento de la que disponemos, pero habría de pagar un alto precio por
ello: renunciar a preguntarse por las causas últimas del ser, cuestión de índole metafísica, y reconocer que nada tiene que
decir sobre el deber ser. Lo que
viene a significar que la ciencia se erige como máxima autoridad para explicar
los hechos, la realidad empírica, pero no puede pronunciarse sobre los valores,
sobre el bien y la justicia, en una palabra, sobre la moral, asunto este que aún
hoy sigue siendo un campo de investigación irreductiblemente filosófico y que
constituye el objeto de estudio de la ética o filosofía moral. Todo lo cual no
significa que la ciencia no tenga nada que ver con la acción pues, obviamente,
presenta una clara dimensión pragmática. Simplemente ocurre que la ciencia
puede señalar cuáles son los medios más adecuados para la consecución de un
fin, pero nada tiene que decir sobre los fines mismos.
Resulta claro entonces que la ciencia tiene límites.
Incluso en su incesante búsqueda de la verdad, pues no puede hallar la verdad
absoluta. Tampoco lo pretende, ya que semejante propósito sería más propio del
dogmatismo de las religiones que del criticismo científico. La ciencia ha de
conformarse con una verdad mucho más humilde, que aspira a ser objetiva pero
que habrá de ser siempre revisable, como revisables han de ser los métodos
empleados y los criterios de verdad asumidos. La propia historia de la ciencia
muestra que la verdad no es definitiva y lo que ayer la ciencia daba por verdadero
hoy puede no serlo. Sin embargo, ante la amenaza del coronavirus, le pedimos a
la ciencia lo que no puede darnos, le pedimos certezas en tiempos de
incertidumbre. Y exigimos a nuestros representantes que tomen decisiones
amparados en la ciencia, cuando ni siquiera en la comunidad científica hay un
consenso sobre cómo combatir al virus. Y
olvidamos, ¡ay!, que lo que hacen nuestros gobernantes es política en vez de
ciencia.
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