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relativamente antiguo manual de Ética de cuarto de ESO, una asignatura hoy
tristemente desaparecida de nuestro sistema educativo, coordinado por la
filósofa Adela Cortina, se afirma que los derechos humanos tienen cinco
características fundamentales: son universales, inalienables, prioritarios,
imprescriptibles e indivisibles. De esas cinco características quisiera ahora
detenerme en la última pues, siguiendo a Cortina, durante años he venido
insistiendo en la indivisibilidad como uno de los rasgos definitorios de los
derechos humanos. Quiere ello decir que los 30 artículos que conforman la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, así como el Preámbulo,
constituyen un bloque y que, por lo tanto, han de ser respetados todos a la
vez. Es por ello que el Estado, que una vez redefinido como Estado de derecho
tiene como función principal garantizar el respeto a los derechos humanos
individuales, no puede aducir como pretexto para conculcar alguno de esos
derechos fundamentales la protección de otros.
Sin
embargo, a la luz que arroja la gestión de la pandemia, acaso convendría
revisar este planteamiento, pues, en efecto, algunos de los derechos
fundamentales como el derecho de reunión, manifestación o, sencillamente, el
derecho a la libre movilidad, han quedado en suspenso durante varias semanas en
virtud del decreto de estado de alarma. Y la razón aducida para tal suspensión,
que algunos juristas consideran simple restricción pero que de facto al menos
va bastante más lejos, ha sido la protección de la salud y, en última
instancia, la vida de los ciudadanos. Es un hecho pues que no a todos los
derechos recogidos en la Declaración Universal se les ha reconocido la misma
validez, que es lo que se pretende cuando se afirma que son indivisibles, pues
algunos de esos derechos, los que han quedado en suspenso, han sido supeditados
a otros, cuya importancia ha sido considerada mayor por el Gobierno.
A
pesar de lo expuesto, tengo para mí que el principio de indivisibilidad
mantiene su validez intacta, pues lo más que cabría argüir es que los derechos
humanos no son indivisibles de hecho, pero deberían serlo, pues nos va la
dignidad en ello. Y es que el establecimiento de una jerarquía de los derechos
humanos no solo atenta contra el principio de interdependencia e
indivisibilidad de los derechos de marras sino que resulta peligroso para la
dignidad del ser humano, pues la dignidad sufre siempre que se conculca uno de
esos derechos fundamentales y, una vez abierta la veda, nada hay que impida que
en otro momento se suspendan determinados derechos bajo el pretexto de proteger
otros: hoy se supedita la libertad a la salud y la vida, quién sabe qué derecho
y bajo qué pretexto podrá ser suspendido mañana. Sócrates dejó dicho, a través
de la pluma de Platón, que una vida sin ser pensada no vale la pena ser vivida.
Hoy, parafraseando al de Atenas, podemos decir nosotros que una vida sin
libertad es una vida sin dignidad que no merece vivirse. Aunque, claro está, no
todos estemos dispuestos, como hizo Sócrates, a perder la vida para
salvaguardar la dignidad.
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