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a doble moral es
esa repugnante propensión a considerar inmorales determinadas acciones cuando
es otra persona la que las lleva a cabo, pero pensar que son correctas desde un
punto de vista moral si el que las realiza es uno mismo. Como se ve, la doble moral
es una inmoralidad en sí misma, al menos si asumimos, con Kant, que las normas
morales, para ser verdaderamente morales, han de ser de validez universal, tal
como el filósofo de Königsberg señalara en la primera formulación del
imperativo categórico, ese principio formal que no da normas con contenido sino
que establece las condiciones formales que debe cumplir una norma para ser ley
moral, huyendo así de la moralina a la que los practicantes de la doble moral
son tan aficionados y sentando las bases de la ética moderna.
Esta doble moral es práctica
habitual entre los españoles tanto si miramos a la izquierda como si miramos a
la derecha. La derecha nacional, por ejemplo, no ha dejado de insistir en que
se debieron prohibir las manifestaciones del 8-M, pues, a su juicio,
constituyeron un importante foco de contagio del dichoso Covid-19 que
contribuyó a la expansión del virus y, en última instancia, al incremento de
las víctimas mortales. Sin embargo, esa misma derecha, tan indignada, convocó
mítines en esos días y no critica con la misma vehemencia los multitudinarios
eventos deportivos y de otra índole que tuvieron lugar ese mismo fin de semana
por toda la geografía nacional. Es más, ahora sale a la calle exigiendo
libertad y la dimisión del Gobierno y comete el mismo atentado contra la salud
pública que, en su opinión, cometieron las feministas. Todo lo cual deja ver a
las claras que lo que critica la derecha no es que las manifestaciones
feministas fueran un foco de infección: se critica la movilización del 8-M por
lo que representa, por las ideas de las manifestantes, es decir, se critica el
feminismo y la idea de que hombres y mujeres han de ser reconocidos iguales en
dignidad y derechos.
Pero no crean que la doble moral es
patrimonio exclusivo de la derecha, qué va. Ya digo que es práctica habitual
tanto en la derecha como en la izquierda. La prueba la tenemos, otra vez, a
propósito de las manifestaciones contra el Gobierno que desde el barrio de
Salamanca de Madrid se han ido extendiendo a otros barrios y ciudades del país,
también de Canarias. Y es que anda la izquierda rasgándose las vestiduras por
estas protestas que, de nuevo, constituyen un peligro para la salud, dicen los
alarmados izquierdistas, y amenazan con echar por tierra lo que con tanto
sacrificio han conseguido los españoles. Pero no veo la misma indignación ante
la multitud congregada para despedir a Julio Anguita o ante las manifestaciones
que han aparecido en Vallecas. Una vez más, se comprueba que lo que preocupa no
es tanto la salud sino las ideas de quienes, según los más afines al Gobierno,
la ponen en peligro. Y es así como, olvidando las lecciones de Kant, la esfera
pública se parece cada vez más a la barra de uno de esos bares en los que los
futboleros criticamos las patadas de los defensas del otro equipo mientras
aplaudimos las de los nuestros.
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