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uando se
constituyó el Gobierno de progreso por aquel lejano enero de este mismo año, ya
advertía yo que no esperaba mucho de él, básicamente porque no espero nunca
demasiado de ningún gobierno. Entonces, claro, no podíamos saber, al menos no
lo sabíamos la inmensa mayoría de nosotros, la que se nos venía encima. Y eso
que el coronavirus ya estaba causando estragos en China, pero la cosa no iba
con nosotros, o eso, cándidos que somos, creímos, acaso porque era lo que
queríamos creer. Así que mi falta de confianza en que el Gobierno nos diera
demasiadas alegrías no tenía nada que ver, no podía tenerlo, con la gestión de
la pandemia, sino más bien con mi desconfianza hacia cualquier gobierno, hacia
el Estado como la institución de opresión que es, “con el que”, en palabras de
Javier Muguerza, “sólo nos es dado relacionarnos como el siervo con el señor”; con
el convencimiento de que, tal como señalara Henry David Thoreau, “el mejor
gobierno es el que gobierna menos”, y mejor aún “el que no gobierna en absoluto”.
Mas a pesar de la desconfianza que,
ya digo, genera en mí cualquier gobierno, no escondí entonces que el pacto de
progreso había logrado infundirme ciertas dosis de ilusión, siquiera fuera por
librarnos del marianismo, pero sobre todo porque podía traer avances reales
hacia una mayor igualdad entre los ciudadanos, hacia un verdadero progreso en
la libertad. En lo que a la igualdad se refiere, creo que es de justicia
reconocer los esfuerzos del Gobierno, incluso ante la grave crisis económica y
social que las medidas contra el coronavirus han generado. La subida del
salario mínimo interprofesional, el ingreso mínimo vital, así como la prometida
derogación de la reforma laboral del PP son, sin duda, medidas imprescindibles
para construir una sociedad más justa, a pesar del rechazo que han causado
entre los apocalípticos de la derecha y parte de la izquierda. Y la derogación de la ley Wert, que todavía
hoy sufrimos, si finalmente se produce, será también una buena noticia.
Sin embargo, en lo que a la libertad
se refiere, el Gobierno nos ha venido defraudando cada día un poco más. La
suspensión, de facto al menos, de los derechos fundamentales durante el estado
de alarma, el uso implacable de la “ley mordaza” que se había prometido derogar
por autoritaria, las ruedas de prensa controladas por el ‘censor’ al inicio del
confinamiento, la pretensión de que la información oficial fuera la única
publicable, el “lapsus”, Marlaska dixit,
del jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, el general José Manuel Santiago,
que ante los medios de comunicación afirmó que se trabajaba para “minimizar ese
clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno”, constituyen
severos ataques a la libertad que, a mi juicio, resultan del todo inadmisibles
en una democracia. Todo ello, sumado al último escándalo protagonizado por el
ministro del Interior, una injerencia en el poder judicial en toda regla, hace
que resulte imposible mantener la escasa ilusión que el nuevo Gobierno había
generado, porque en algunos aspectos, los referidos a la libertad, más que de
progreso parece un Gobierno de regreso.
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