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no de los
efectos de la pandemia ha sido la relativa paz social que durante estos meses
se ha vivido en el mundo. Antes de la irrupción del coronavirus en nuestras
vidas, el planeta no era ese idílico remanso de paz que ahora fabulamos
recordar, sino que era más bien un escenario en el que la conflictividad social
iba en aumento. De Chile a Hong Kong, pasando por los chalecos amarillos de
Francia o el movimiento independentista en Cataluña, la contestación social era
una realidad en expansión que solo el miedo al contagio o a las sanciones
derivadas de la suspensión de derechos logró apaciguar. Ahora, la muerte de
George Floyd a manos de la policía ha desatado una ola de protestas en Estados
Unidos que se ha extendido globalmente, lo cual supone la demostración de que
el sentimiento de indignación ante la injusticia es en estos momentos mayor que
el sentimiento de miedo al contagio de ese virus que aún anda por ahí.
No
hace falta ser un experto sociólogo para darse cuenta de que la muerte de
George Floyd es solo el detonante de las protestas, la chispa que ha conseguido
prender la gasolina latente de años y siglos de racismo y discriminación en la
primera democracia moderna del mundo. Y es que quienes hincan su rodilla en el
suelo no solo reclaman justicia ante lo que consideran un crimen racista, sino
que claman contra la discriminación racial que lleva a los negros, los latinos
y en general a las poblaciones de las minorías étnicas a vivir en peores
condiciones, a sufrir las mayores tasas de pobreza del país. Algo que ya era
conocido, pero que la pandemia ha puesto de relieve toda vez que se ha cebado
en estas minorías, ya que, al ser las más pobres, han sufrido también con mayor
virulencia los efectos del coronavirus, han sido las comunidades que han padecido
las mayores tasas de mortalidad.
Las
manifestaciones contra el racismo han llegado también a España, donde los
manifestantes no solo se muestran indignados por la muerte de Floyd, sino que
denuncian que en España el racismo también existe. Se trata de una de las
grandes lacras sociales aún pendientes de erradicar que se entremezcla con la
que aún hoy constituye la mayor contradicción que existe en nuestras
sociedades, la que se da entre ricos y pobres. Pero las protestas en España comenzaron
antes: en pleno estado de alarma, se iniciaron con las caceroladas del barrio
de Salamanca en Madrid, una excentricidad hispánica que viene a corroborar que Spain todavía is different, y han
continuado con las movilizaciones de los trabajadores de Nissan en Cataluña y
de Alcoa en Galicia. No serán las últimas porque se nos viene encima una crisis
peor que la de 2008. Entonces surgió el 15-M y el movimiento de los indignados;
no sabemos qué nos deparará el futuro pero sin duda la pospandemia será dura y
si no se distribuyen los costes, si la factura la vuelven a pagar los mismos de
siempre, lo que está asegurado es el retorno de la indignación.
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