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a crisis
sanitaria ocasionada por el coronavirus ha supuesto, siquiera sea de facto, la
suspensión de unos cuantos derechos humanos de esos que la Constitución
considera fundamentales. Derechos civiles tan básicos como el derecho a
circular libremente o el derecho de reunión están suspendidos desde que el
Gobierno decretara el estado de alarma. Incluso los derechos políticos han
quedado en suspenso, entre paréntesis, toda vez que se han tenido que posponer
elecciones y que ni el Congreso ni el Senado, ni ninguno de los parlamentos
autonómicos, mantienen la actividad plena. Todavía nos queda, no obstante, el
derecho a la libertad de expresión y el derecho a la libertad de conciencia. Y
es que no hay virus ni Estado que pueda impedir al individuo pensar lo que
quiera, por más que los regímenes autoritarios que en la historia ha habido,
religiosos o laicos, a izquierda y derecha, se hayan empeñado en controlar el
pensamiento.
La historia de la disidencia, de
Sócrates a Luther King, vendría a corroborar la incapacidad del Estado, en
tanto que institución en la que se sustancia el poder político, pero también de
cualesquiera poderes económicos, religiosos o de otra índole, con frecuencia
vinculados al Estado, si es que no inseparables de él, para obligar al
individuo a aceptar la validez de determinados principios o rechazar otros. Algunos
de estos disidentes, como los mencionados, pagaron con la vida su disenso;
otros se vieron obligados a abjurar públicamente de sus creencias, como hubo de
hacerlo Galileo Galilei, quien, de rodillas ante la Inquisición, se retractó de
sus ideas copernicanas para evitar arder en la hoguera. Una retractación que no
implica, en ningún caso, que Galileo hubiera rechazado en el interior de su
conciencia el heliocentrismo para abrazar el geocentrismo impuesto por la
Iglesia. Y es que la tortura puede ser muy eficaz para obligar a alguien a
afirmar o negar lo que se quiera, pero no para convencerlo de su verdad o
justeza.
De cara al control social, la coacción
puede ser muy efectiva, pero nunca lo será tanto como la persuasión, pues qué
duda cabe que si uno está convencido de la idoneidad de una norma la
probabilidad de su cumplimiento se incrementa notablemente. De ahí que en los sistemas
autoritarios modernos la propaganda juegue, junto a la coacción, un papel
esencial. La célebre agitprop de los
regímenes comunistas sería un buen ejemplo. Pero la propaganda también es un
instrumento eficaz en los sistemas democráticos, como ha quedado patente a raíz
de la pandemia que estamos padeciendo: ¿cómo entender si no el continuo
“quédate en casa” al que nos están sometiendo? Y es que llama la atención la
facilidad con la que la ciudadanía ha aceptado la suspensión de derechos
fundamentales, la facilidad con la que hemos renunciado a la libertad en aras
de la seguridad frente al Covid-19. La pandemia pasará y entonces veremos cómo y
en qué medida recuperamos nuestros derechos. De momento, ¡ay!, parece ir
calando el mensaje de que los regímenes autoritarios son más eficaces que la
democracia en la lucha contra el virus.
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