miércoles, 15 de abril de 2020

Renunciar a la libertad


L
a crisis sanitaria ocasionada por el coronavirus ha supuesto, siquiera sea de facto, la suspensión de unos cuantos derechos humanos de esos que la Constitución considera fundamentales. Derechos civiles tan básicos como el derecho a circular libremente o el derecho de reunión están suspendidos desde que el Gobierno decretara el estado de alarma. Incluso los derechos políticos han quedado en suspenso, entre paréntesis, toda vez que se han tenido que posponer elecciones y que ni el Congreso ni el Senado, ni ninguno de los parlamentos autonómicos, mantienen la actividad plena. Todavía nos queda, no obstante, el derecho a la libertad de expresión y el derecho a la libertad de conciencia. Y es que no hay virus ni Estado que pueda impedir al individuo pensar lo que quiera, por más que los regímenes autoritarios que en la historia ha habido, religiosos o laicos, a izquierda y derecha, se hayan empeñado en controlar el pensamiento.
            La historia de la disidencia, de Sócrates a Luther King, vendría a corroborar la incapacidad del Estado, en tanto que institución en la que se sustancia el poder político, pero también de cualesquiera poderes económicos, religiosos o de otra índole, con frecuencia vinculados al Estado, si es que no inseparables de él, para obligar al individuo a aceptar la validez de determinados principios o rechazar otros. Algunos de estos disidentes, como los mencionados, pagaron con la vida su disenso; otros se vieron obligados a abjurar públicamente de sus creencias, como hubo de hacerlo Galileo Galilei, quien, de rodillas ante la Inquisición, se retractó de sus ideas copernicanas para evitar arder en la hoguera. Una retractación que no implica, en ningún caso, que Galileo hubiera rechazado en el interior de su conciencia el heliocentrismo para abrazar el geocentrismo impuesto por la Iglesia. Y es que la tortura puede ser muy eficaz para obligar a alguien a afirmar o negar lo que se quiera, pero no para convencerlo de su verdad o justeza.
            De cara al control social, la coacción puede ser muy efectiva, pero nunca lo será tanto como la persuasión, pues qué duda cabe que si uno está convencido de la idoneidad de una norma la probabilidad de su cumplimiento se incrementa notablemente. De ahí que en los sistemas autoritarios modernos la propaganda juegue, junto a la coacción, un papel esencial. La célebre agitprop de los regímenes comunistas sería un buen ejemplo. Pero la propaganda también es un instrumento eficaz en los sistemas democráticos, como ha quedado patente a raíz de la pandemia que estamos padeciendo: ¿cómo entender si no el continuo “quédate en casa” al que nos están sometiendo? Y es que llama la atención la facilidad con la que la ciudadanía ha aceptado la suspensión de derechos fundamentales, la facilidad con la que hemos renunciado a la libertad en aras de la seguridad frente al Covid-19. La pandemia pasará y entonces veremos cómo y en qué medida recuperamos nuestros derechos. De momento, ¡ay!, parece ir calando el mensaje de que los regímenes autoritarios son más eficaces que la democracia en la lucha contra el virus.

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