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ace ahora casi
un año que el movimiento Black Lives Matter resurgió con fuerza en Estados
Unidos a raíz del asesinato de George Floyd a manos de la policía. El crimen de
marras desencadenó una ola de protestas no solo para denunciar la mencionada
actuación policial sino para rechazar el racismo que, todavía hoy, trufa la
sociedad estadounidense. El asesinato de Floyd no fue sino el detonante del
estallido social contra la discriminación secular de los negros en Estados
Unidos. Discriminación que también sufren, en mayor o menor medida, otras
minorías étnicas. Las protestas, se recordará, no fueron pacíficas: hubo
disturbios y violencia en las calles, pero, así y todo, fueron aplaudidas por
las sociedades de los países democráticos. Tan solo Donald Trump, todavía
presidente, y sus afines criticaron los disturbios callejeros y fueron vilipendiados
por ello, pues ante la violencia descomunal que supone el racismo en general y
el asesinato de Floyd en particular, la violencia callejera era, a todas luces,
una cuestión menor.
En el otoño de 2018 emergió en
Francia el célebre movimiento de los chalecos amarillos. El detonante del
conflicto, entonces, fue la subida del precio del combustible, pero la realidad
es que los chalecos amarillos protestaban por las políticas implementadas por Emmanuel
Macron que, a su juicio, habían causado la progresiva pérdida de poder
adquisitivo de las clases medias y bajas francesas. La violencia captó la
atención de los medios de comunicación y de la opinión pública francesa e
internacional, pero no solo la practicada por los chalecos amarillos, sino
también la ejercida por la policía para reprimir la protesta. En la primavera
de 2019, tras el resurgir del movimiento, se abrió un debate en torno a los
métodos policiales. Incluso la comisionada de la ONU para los derechos humanos,
Michelle Bachelet, instó en una declaración pública a que se investigara el uso
excesivo de la fuerza por parte de la policía. Un año después del inicio de las
protestas, Macron declaraba que los chalecos amarillos le habían enseñado a
escuchar a los ciudadanos.
En el otoño de 2019 la violencia se
adueñó de las calles de Chile. El detonante del estallido social, esta vez, fue
la subida del precio del billete de metro. Un año más tarde Chile tenía una
nueva Constitución. En estos días, el estallido social ha tenido lugar en
España. El encarcelamiento de Pablo Hasél a cuenta de unas canciones ha sido la
chispa que ha encendido las llamas de la revuelta. Se protesta en defensa de la
libertad de expresión, un derecho fundamental, y la violencia ha vuelto a
centrar la atención. A diferencia de lo que ha ocurrido en otros lugares,
afortunadamente, aquí no ha habido muertos: el mayor daño personal se lo ha
llevado una de las manifestantes, que ha perdido la visión de un ojo. Pero
parece haber mayor interés en los contenedores quemados y en los escaparates
rotos que en el trasfondo de la protesta. No estaría de más que recordáramos
que los jóvenes de hace 10 años, los del 15-M, son la primera generación en la
historia de España que vive peor que sus padres y que a los jóvenes actuales se
les está robando el futuro. Y así es muy difícil, además de profundamente
injusto, mantener la paz social.
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