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n el célebre ensayo titulado ¿Qué es
la Ilustración?, el aún más célebre filósofo Inmanuel Kant da un tirón de
orejas a sus coetáneos por no tener el coraje de atreverse a pensar por sí
mismos. La Ilustración, nos dice el de Königsberg, consiste precisamente en
eso, en valerse de la propia razón para tomar las propias decisiones, para
desenvolverse uno en la vida sin la necesidad de estar bajo la tutela de un
tercero. Sin embargo, según denuncia Kant, la mayoría prefiere no tener que
pensar, no tener que decidir, pues le resulta más fácil que sea otro el que
tome las decisiones, que sea otro el que piense: “Es tan cómodo ser menor de
edad. Basta con tener un libro que supla mi entendimiento, alguien que vele por
mi alma y haga las veces de mi conciencia moral, a un médico que me prescriba
la dieta, etc., para que yo no tenga que tomarme tales molestias”.
Casi dos siglos y
medio después, parece que no hemos progresado demasiado en este aspecto, lo
que, entre otras cosas, viene a dejar a las claras que el progreso científico
no implica necesariamente el progreso moral. En rigor, ello había sido constatado
tras la experiencia del siglo XX, pues la barbarie de los fascismos, de los
campos de exterminio, del Gulag o de las dos guerras mundiales nunca hubieran
sido posibles sin el avance de la ciencia y de la técnica. Y es que la ciencia,
como toda construcción humana, no es independiente del contexto social en el
que se desarrolla. De ahí que en la actualidad, en el marco de un capitalismo
globalizado, la investigación aplicada haya ido cobrando cada vez más
protagonismo en detrimento de la investigación básica. Y si alguna vez la
ciencia tuvo su razón de ser en la búsqueda de la verdad por el valor mismo del
conocimiento, hoy en día no es que la ciencia haya renunciado a la verdad, pero
esta ya no parece tener un valor en sí misma sino en tanto que medio para
satisfacer las necesidades humanas y, en última instancia, para generar
beneficios económicos.
La ciencia es la
responsable de buena parte de los problemas que asuelan a la humanidad y al
medio ambiente en general, pues sin el concurso de la ciencia los problemas
ecológicos derivados de la acción humana nunca habrían tenido lugar, ni el
hombre habría alcanzado jamás tal capacidad para generar dolor, sufrimiento y
muerte como la que tiene hoy. Empero, la misma ciencia que genera todos estos
problemas es la única que puede ayudarnos a solventarlos. Y es que la ciencia,
qué duda cabe, no es solo una industria al servicio de la muerte, está también,
por supuesto, al servicio de la vida. De hecho, es gracias a la ciencia que los
seres humanos cada vez vivimos más tiempo, con una mayor calidad de vida y con
unas comodidades que, sin la ciencia moderna, no podríamos disfrutar. Mas todo
ello no debe hacernos olvidar la exigencia de Kant, su exhortación a que el
individuo se atreva a pensar por sí mismo, a emanciparse de cualquier suerte de
tutela, civil, religiosa, política o científica. Todo lo cual me viene a la
mente en estos días en los que la campaña de vacunación con AstraZeneca vuelve
a estar en marcha.
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