sábado, 6 de marzo de 2021

Yo soy Pablo Hasél

 

E

s evidente que en España tenemos un problema con los derechos humanos y, según creo, para darse cuenta de ello, “no se requiere ninguna capacidad de aguda distinción ni cabeza de metafísico”, que diría David Hume. Basta con ver las cifras de pobreza, en la que ya se encuentra casi el 29 por ciento de la población, más del 30 por ciento en el caso de Canarias, para comprobar que nuestra democracia, tan plena, tiene un déficit importante en lo que se refiere al respeto efectivo de los derechos humanos de la segunda generación, los económicos, sociales y culturales, los denominados derechos positivos, que también figuran, con el mismo rango de importancia, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Unos derechos que, siendo derechos humanos, están presentes en la Constitución, pero ni tan siquiera forman parte del capítulo dedicado a los derechos fundamentales, tal es la importancia que nuestro régimen jurídico les otorga.

            El problema de España con los derechos humanos no se agota en la falta de respeto a los derechos positivos, pues también en el ámbito de los derechos civiles y políticos España tiene problemas que resolver, como nos recuerda el Tribunal Europeo de Derechos Humanos con más frecuencia de la que cabría esperar en una democracia que pretende ser de las más avanzadas del mundo. Y es que dejando a un lado la escasa capacidad de autogobierno real de los ciudadanos, esencia de la democracia y problema común a todos los regímenes democráticos realmente existentes, resulta evidente que en España tenemos un problema con la libertad de expresión. No se trata de que este derecho fundamental no esté reconocido, ni mucho menos que se persiga sistemáticamente, como prueba la pluralidad de medios de comunicación y de opiniones diferentes publicadas a diario. Pero desde luego no está suficientemente bien protegido, como también nos recuerdan los casos de los tuiteros, raperos y titiriteros que han visto cercenado su inalienable derecho a la libertad de expresión, condenados en un Estado que se define como social y democrático de derecho y cuya función principal habría de ser, por ello mismo, garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos.

            Mas ocurre que el Estado, por muy social y democrático de derecho que se defina, es siempre, antes que nada, Estado, una institución violenta por definición, ya lo decía Max Weber, que en el mejor de los casos ejerce el poder a través del derecho, un sistema normativo que es siempre coactivo y heterónomo, y con el que, para expresarlo en palabras de Javier Muguerza, “solo nos es dado relacionarnos como el siervo con el señor”. Sin embargo, es obvio que no todas las formas de Estado son iguales, y que mientras más democrático sea un Estado, más respetuoso será con los derechos humanos. De ahí que, pese a todo, merezca la pena seguir luchando por democratizar más el Estado, seguir aspirando a formas cada vez más genuinas de democracia. Y ello pasa por exigir el más profundo respeto a la libertad de expresión de todos: de aquellos que piensan como nosotros, pero, sobre todo, de quienes piensan de un modo distinto, incluso de quienes defienden opiniones que nos puedan parecer repugnantes moral, estética o políticamente. Y es desde esta convicción que hoy afirmo y creo que todos deberíamos afirmar: Yo soy Pablo Hasél.

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