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s evidente que
en España tenemos un problema con los derechos humanos y, según creo, para
darse cuenta de ello, “no se requiere ninguna capacidad de aguda distinción ni
cabeza de metafísico”, que diría David Hume. Basta con ver las cifras de
pobreza, en la que ya se encuentra casi el 29 por ciento de la población, más
del 30 por ciento en el caso de Canarias, para comprobar que nuestra
democracia, tan plena, tiene un déficit importante en lo que se refiere al
respeto efectivo de los derechos humanos de la segunda generación, los
económicos, sociales y culturales, los denominados derechos positivos, que
también figuran, con el mismo rango de importancia, en la Declaración Universal
de los Derechos Humanos de 1948. Unos derechos que, siendo derechos humanos, están
presentes en la Constitución, pero ni tan siquiera forman parte del capítulo
dedicado a los derechos fundamentales, tal es la importancia que nuestro
régimen jurídico les otorga.
El problema de España con los
derechos humanos no se agota en la falta de respeto a los derechos positivos,
pues también en el ámbito de los derechos civiles y políticos España tiene
problemas que resolver, como nos recuerda el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos con más frecuencia de la que cabría esperar en una democracia que
pretende ser de las más avanzadas del mundo. Y es que dejando a un lado la
escasa capacidad de autogobierno real de los ciudadanos, esencia de la
democracia y problema común a todos los regímenes democráticos realmente
existentes, resulta evidente que en España tenemos un problema con la libertad
de expresión. No se trata de que este derecho fundamental no esté reconocido,
ni mucho menos que se persiga sistemáticamente, como prueba la pluralidad de
medios de comunicación y de opiniones diferentes publicadas a diario. Pero
desde luego no está suficientemente bien protegido, como también nos recuerdan
los casos de los tuiteros, raperos y titiriteros que han visto cercenado su
inalienable derecho a la libertad de expresión, condenados en un Estado que se
define como social y democrático de derecho y cuya función principal habría de
ser, por ello mismo, garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Mas ocurre que el Estado, por muy
social y democrático de derecho que se defina, es siempre, antes que nada,
Estado, una institución violenta por definición, ya lo decía Max Weber, que en
el mejor de los casos ejerce el poder a través del derecho, un sistema normativo
que es siempre coactivo y heterónomo, y con el que, para expresarlo en palabras
de Javier Muguerza, “solo nos es dado relacionarnos como el siervo con el
señor”. Sin embargo, es obvio que no todas las formas de Estado son iguales, y
que mientras más democrático sea un Estado, más respetuoso será con los
derechos humanos. De ahí que, pese a todo, merezca la pena seguir luchando por
democratizar más el Estado, seguir aspirando a formas cada vez más genuinas de
democracia. Y ello pasa por exigir el más profundo respeto a la libertad de
expresión de todos: de aquellos que piensan como nosotros, pero, sobre todo, de
quienes piensan de un modo distinto, incluso de quienes defienden opiniones que
nos puedan parecer repugnantes moral, estética o políticamente. Y es desde esta
convicción que hoy afirmo y creo que todos deberíamos afirmar: Yo soy Pablo
Hasél.
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