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l pasado 24 de
febrero empezó el último episodio de la historia de la barbarie en Europa. Ese
día, por decisión de su presidente, el inefable Vladímir Putin, Rusia comenzó
la invasión de Ucrania. Después de varias semanas de movimientos de tropas en
la frontera y tras haber negado en repetidas ocasiones que tuviera la intención
de atacar, el 24 de febrero Putin la emprendió a bombazos contra ese pueblo al
que califica de hermano. Estados Unidos había advertido en varias ocasiones de
que la invasión era inminente, pero no quisimos creer que el otrora gendarme
mundial, el que tantas veces nos había engañado para justificar sus propias
cuitas bélicas, siquiera fuera por esta vez, la fuerza y la violencia de los
hechos lo demuestran, decía la verdad. Y entonces todas nuestras convicciones,
la apelación a la racionalidad, la confianza en el diálogo, la fe en el derecho
internacional, el pacifismo… se vinieron abajo.
De repente, quién lo iba a decir a estas alturas, todos quedamos imbuidos de la épica, del discurso belicista más ramplón, conmovidos por las imágenes de las mujeres ucranianas que huyen con sus hijos y sus mayores y de los hombres que se quedan, imposible saber si por voluntad propia u obligados por la ley marcial impuesta por el Gobierno de Zelenski, a defender a la patria del invasor extranjero, a luchar por la independencia y la libertad, porque el pueblo ucraniano es distinto del ruso y porque Ucrania es una nación y tiene derecho a ser un Estado independiente y de hecho lo es desde 1991. Y, desde luego, no seré yo quien se muestre en contra del derecho de autodeterminación de los pueblos (siempre que este se entienda como el derecho a la autodeterminación de los individuos que conforman dichos pueblos, claro está), ni del derecho a la legítima defensa, pero tengo para mí que en apenas unas semanas, llevados por la justa indignación ante lo que está ocurriendo en Ucrania, hemos renunciado a nuestros valores más elevados para caer de nuevo en las redes de las diatribas más rancias y recalcitrantes.
Mahatma Gandhi, uno de los grandes referentes del pacifismo y la desobediencia civil, promovió la resistencia pacífica y la no violencia como únicas vías legítimas para alcanzar la independencia de la India, lo que es una realidad desde 1947. Por defender estas ideas fue asesinado el 30 de enero de 1948 y es por ello que Unicef (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia) ha elegido esta fecha para celebrar en los centros escolares el Día de la Paz y la No Violencia. “No hay camino para la paz: la paz es el camino” es una de las citas de Gandhi más conocidas y cada año, al llegar el 30 de enero, se repite por doquier en colegios e institutos junto a las palomas blancas, las pancartas, las canciones y otras frases célebres. Pero todo ello quedó en papel mojado el día en que Rusia invadió Ucrania. Yo no soy un pacifista a ultranza y en alguna otra ocasión me he referido a los límites de la no violencia, al derecho de los individuos y los pueblos a defenderse cuando son agredidos, pero diría que hoy, más que nunca, debiéramos hacer un esfuerzo para no arrumbar completamente el legado de Gandhi.
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