sábado, 14 de febrero de 2015

La nueva política

D
icen los de Podemos que ellos no son de derechas ni de izquierdas porque los polos en el debate político han cambiado. Ahora la contienda se da, Podemos dixit, entre los de arriba y los de abajo, o entre los partidarios de la vieja política y los que apuestan por la nueva política. Más allá de si este nuevo dualismo resulta excesivamente simple, tampoco es que la dicotomía tradicional fuese muy sofisticada, lo cierto es que los postulados de esta nueva formación política la sitúan claramente en el lado izquierdo del universo ideológico. Incluso si nos atenemos a su terminología, parece bastante claro que la izquierda ha pretendido siempre representar los intereses de los de abajo, frente a la derecha que defiende los privilegios de los de arriba, para lo cual ha reivindicado nuevas formas de hacer política, más progresistas, frente a las viejas políticas conservadoras propias de la derecha.
            El no querer identificarse ni con la derecha ni con la izquierda responde, según creo, a la pretensión de Podemos no tanto de situarse más allá de las ideologías, sino más bien de desligarse de los partidos políticos tradicionales, pues todos ellos forman parte de lo que Podemos denomina la casta, una suerte de estamento superior constituido por la alianza entre las élites económicas y políticas. Incluso es una forma de mostrar su disconformidad con la manera en que se ha venido entendiendo la democracia y de mostrar su, en principio, clara apuesta por una democracia más participativa y directa, por una verdadera democracia, tal como reclamaban los indignados del 15-M y la plataforma que dio lugar a dicho movimiento, Democracia Real Ya. Y es que Podemos es en buena medida heredero del 15-M, un movimiento que también decía no ser ni de derechas ni de izquierdas, pero cuyas proclamas lo situaban igualmente en el lado siniestro de la política. ¿Acaso la derecha ha reivindicado alguna vez como suya la apuesta por la democracia radical?
           Es por su por su decidida voluntad de arremeter contra las élites económicas y gubernamentales para avanzar hacia una mayor igualdad social, por su clara apuesta por la horizontalidad en las formas de hacer política, por lo que Podemos contó desde que se presentó a las elecciones al Parlamento Europeo con mis simpatías. Mas es también por lo mismo por lo que me resultó más atractiva la candidatura de Pablo Echenique que la de Pablo Iglesias, por lo que lamento que en elecciones a los consejos ciudadanos como las de Barcelona, a pesar de que el resultado fue muy igualado, la candidatura vencedora no integrara en el consejo a nadie de la lista alternativa. Ahora se acaban de celebrar elecciones a los consejos ciudadanos de Canarias y aunque he apoyado la candidatura de Contigo Podemos en la Comunidad Autónoma y en Gran Canaria, espero que, gane quien gane, en el consejo resultante estén representados todos. Lo contrario sería una extraña manera de empezar a hacer nueva política en Canarias.

domingo, 1 de febrero de 2015

La conquista de la democracia

C
uando se inició la crisis que todavía hoy estamos padeciendo, allá por el año 2007 o 2008, no fueron pocos los que se apresuraron a tratar de encontrar el lado positivo de la misma. Es cierto que la crisis  tiene multitud de efectos negativos, pero también podemos verla como una gran oportunidad, venían a decirnos en un intento de persuadirnos de que gracias a la crisis nuestro abotargado ingenio iba a tener que ponerse en marcha. En el fondo era otra manera de decir que la sociedad en su conjunto era responsable de la situación y que si bien había sido el hecho de mantener una actitud acomodada lo que nos había llevado a perseverar en hacer las cosas mal y lo que, finalmente, había desembocado en la mayor crisis después de la del 29 a este lado del mundo, en lugar de sumirnos en la desesperación debíamos estar contentos con el desmoronamiento al que estábamos asistiendo porque tal catástrofe constituía algo así como la condición de posibilidad de que los ciudadanos empezáramos a hacer las cosas bien.
            Han pasado ya 7 u 8 años, según la fecha que fijemos de inicio, y aquella crisis sigue causando estragos, por más que Rajoy y compañía se empeñen en decirnos lo contrario. Así que si alguien creyó alguna vez que la crisis abría un tiempo de nuevas oportunidades supongo que a estas alturas ya habrá dejado de creerlo, como tampoco quedarán muchos que piensen que la debacle económica y social que hemos venido sufriendo durante todo este tiempo se debe a que durante los años anteriores a la eclosión de la crisis vivimos por encima de nuestras posibilidades. La crisis se ha revelado como la gran estafa que es, como atestiguan el incremento de los índices de desigualdad y el progresivo, más bien debiéramos decir regresivo, deterioro de las condiciones de vida de la mayoría: la pérdida de derechos laborales, la disminución de los ingresos, las cada vez mayores tasas de paro, el incremento de la pobreza, la precariedad laboral, los desahucios, el empeoramiento de las condiciones en la asistencia sanitaria, la maltrecha situación de la educación son buenas muestras de lo que digo. Y todo ello mientras los más favorecidos de la sociedad no han hecho sino aumentar su riqueza.
           Hoy es difícil mirar al futuro con optimismo y aunque resultara cierto el pronóstico de los más optimistas, por lo demás harto improbable, de que saldremos de esta crisis más reforzados, lo cierto es que la gran cantidad de víctimas que ya se han quedado por el camino nos impedirían recordar estos años como un simple tiempo de tránsito. Y, sin embargo, si algo bueno han traído tantas desgracias es la progresiva toma de conciencia de que es necesario un cambio: no un cambio que incremente nuestra competitividad, eleve nuestra productividad, mejore la calidad, haga subir la rentabilidad y, en fin, consiga que crezcan los índices de todos esos términos que gustan tanto a los adalides del pensamiento único, sino un cambio genuino que conlleve una transformación profunda en la manera de organizar la sociedad, la polis, en la forma de hacer política: un cambio hacia la conquista de la democracia. Y acaso ese cambio se haya iniciado ya. 

lunes, 26 de enero de 2015

Contra la 'mamanza'

P
ertenezco a una generación en la que, mal que bien, todos hemos jugado al fútbol alguna vez, al menos los hombres. En efecto, los que nacimos en los 60, pasábamos buena parte de nuestro tiempo libre jugando a la pelota, una práctica que, sin saberlo, nos fue adiestrando en el ejercicio de la democracia, pues en ella las decisiones públicas, las que afectan a todos, deben ser tomadas entre todos, algo que sin mayores elaboraciones teóricas hacíamos cada vez que jugábamos un rato. Por supuesto no hablo ahora de quienes jugaban en un equipo federado ni nada por el estilo, que ya sabemos todos que se organizan de un modo más bien poco democrático, sino que me estoy refiriendo a cómo los chiquillos de entonces nos organizábamos para llevar a cabo una acción colectiva, jugar un partido de fútbol, que requería someterse a unas reglas sin que hubiese ningún tipo de autoridad que las impusiese, ya que lo de los árbitros quedaba, y queda, para otras esferas de la práctica futbolera.
            En efecto, cuando echábamos aquellos memorables partidos, sólo era necesario que alguno de los jugadores gritara “¡falta ahí!” para que se detuviera el juego y se atendiera la solicitud del jugador de marras. Ciertamente un sistema tal daba pie a discusiones pero, en general, funcionaba bastante bien. Entre las excepciones más sonadas al buen funcionamiento de este sistema se encontraba la tan conocida como denostada por todos, o casi todos, consistente en las pretensiones del dueño del balón de ser el juez supremo en todo lo referente al partido. ¿Quién no concedió nunca un penalti para que el susodicho no cumpliera con su amenaza de llevarse la pelota? Claro que las concesiones tienen un límite. Y aunque en ocasiones estuviéramos dispuestos a dejar que el propietario de la pelota hiciera los equipos, éstos debían guardar un cierto equilibrio, porque si el dueño del balón o algunos otros listillos pretendían que en un equipo jugaran sólo los buenos y en el otro los peores, éstos rápidamente protestaban al grito de “¡ustedes lo que quieren es la mamanza!” y se negaban a jugar. Y tal es y era el poder de la negación, del disenso frente a consensos injustos, que normalmente se conseguía que los equipos estuvieran compensados recurriendo al célebre método del capitán de uno y capitán de dos: los capitanes iban eligiendo a los jugadores alternativamente y aunque el capitán de uno, que bien podía ser el dueño del balón, tenía cierta ventaja porque elegía primero, los equipos resultantes eran ciertamente equilibrados.
           Hoy en día la mamanza en Europa la tiene la alianza entre las élites políticas y económicas y para ponerle freno a dicha mamanza sólo cabe, como cuando éramos niños, el disenso. Esto es lo que ha entendido la ciudadanía griega dándole un voto de confianza a Syriza que se ha revelado como la gran esperanza no sólo de los griegos sino de buena parte de la Europa empobrecida que se reparte por toda la Unión Europea pero, ciertamente, abunda más en los países del sur, no digamos en regiones ultraperiféricas como Canarias. Y para decir No con más fuerza a las políticas de austeridad que sólo han traído más deuda y más pobreza a los ciudadanos será necesario que la fórmula del disenso frente a la mamanza se extienda y que las izquierdas de Europa accedan a las instituciones. Porque aunque quienes quieren seguir teniendo la mamanza frente al resto amenacen con llevarse el balón, ha llegado el momento en el que los ciudadanos les digamos tan pacífica como firmemente que sin nosotros no se puede jugar el partido europeo. 

sábado, 17 de enero de 2015

¿Qué va a quedar de la democracia?

A
ntes de que los islamistas llevaran a cabo el atentado terrorista contra la libertad de expresión en París, Europa ya había dado muestras de una incipiente y a la vez preocupante islamofobia. Prueba de ello son las manifestaciones que con anterioridad a los asesinatos de los humoristas gráficos de la revista satírica Charlie Hebdo tuvieron lugar en Berlín y otras ciudades alemanas bajo el no menos satírico lema: “Contra la islamización de Occidente”. En realidad, el lema de marras no era nada satírico porque iba completamente en serio, si no, a lo mejor habría tenido hasta gracia. Pero la imagen de multitud de personas clamando por la esencia de Occidente, algunas de ellas portando cruces de fuego, lejos de causar risa lo que genera es preocupación, y hasta miedo, máxime tratándose de un lugar como Alemania con un pasado no tan remoto impregnado por la barbarie.
            Por fortuna, son muchos los que toman conciencia de que los islamistas que amenazan a la libertad, siendo como son ciertamente peligrosos, no pueden ser representativos de los 1500 millones de musulmanes que hay en el mundo. Son los mismos que saben que tan sagrado es el derecho a la libertad de expresión como el derecho a la libertad de culto, pues ambos son derechos fundamentales de las personas y como tales se hallan recogidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Y es que todos los derechos humanos tienen el mismo valor y no se puede conculcar unos con el pretexto de salvaguardar otros. Son en ese sentido inseparables e interdependientes, como, por cierto, saben bien nuestros alumnos de secundaria gracias, entre otras, a la asignatura de Educación para la Ciudadanía y Derechos Humanos que el ministro Wert, sus compañeros del PP y el fundamentalismo católico español, que haberlo haylo, encuentran tan peligrosa. Quienes no estamos dispuestos a ceder un ápice a la islamofobia sabemos también que ésta no consiste, ni mucho menos, en la crítica, ni siquiera en la mofa de las creencias religiosas de los musulmanes, pues una cosa es que todos tengamos derecho a la libertad de culto y otra bien distinta que las distintas creencias e increencias no puedan ser sometidas al juicio crítico y, por qué no, convertirse en objeto de la sátira.
            Con todo, y aunque los brotes islamófobos me parezcan ciertamente preocupantes, más alarmante me resulta la respuesta de los líderes europeos a la amenaza islamista. Y es que el atentado contra Charlie Hebdo ha servido de pretexto para volver a sacar a la palestra, como ya ocurriera tras el 11-S o el 11-M, el debate entre seguridad y libertad. Se trata, como ya afirmara entonces, de un falso dilema, porque en realidad, las sociedades más seguras del mundo son aquellas en las que los ciudadanos son más libres. Y es que en el siglo XXI la seguridad no puede consistir en otra cosa que en la mayor garantía posible de que no se violan los derechos fundamentales de los individuos. Por ello defender la seguridad a costa de la libertad es un sinsentido. Un sinsentido que, no obstante, los gobernantes europeos parecen haber asumido en lo que constituye un nuevo ataque contra la dignidad de la ciudadanía: la crisis les sirvió de pretexto para deteriorar los derechos económicos, sociales y culturales, y ahora la amenaza terrorista les sirve para arremeter contra los derechos civiles y políticos. ¿Qué va a quedar de la democracia?      

martes, 13 de enero de 2015

¿Todos somos 'Charlie Hebdo'?

E
l atroz atentado perpetrado la semana pasada contra los periodistas de la revista satírica francesa Charlie Hebdo ha hecho correr ríos de tinta. La mayor parte de los comentaristas asimila la matanza a los atentados del 11-S en Nueva York, del 11-M en Madrid o del 7-J en Londres, mas tengo para mí que por mucho que el integrismo islámico esté detrás de los atentados terroristas y del asesinato de los periodistas, se trata de cuestiones diferentes. Y es que la barbarie cometida por los islamistas en las Torres Gemelas, los trenes de Atocha o el metro londinense constituye un ataque del islamismo a Occidente, sin matices, similar por cierto a los ataques con drones realizados por Estados Unidos contra civiles en diversos lugares del mundo o a los bombardeos contra la población civil de Gaza a los que Israel nos tiene acostumbrados. Pero el atentado terrorista contra los humoristas de Charlie Hebdo no tiene un objetivo indiscriminado, sino que constituye un atentado contra la libertad de expresión, lo que lo hace aún más grave.
            Atentar contra la libertad de expresión reviste de mayor gravedad a los asesinatos porque, de repente, nos podemos sentir amenazados. No es que los otros atentados terroristas no nos hayan atemorizado, pero no tienen capacidad por sí mismos para hacer cambiar la conducta de las personas: la gente, con miedo o sin él, no deja de acudir a su puesto de trabajo, de viajar en tren o de coger el metro por temor a un atentado. Pero si matan a humoristas gráficos por mofarse de Mahoma cabe la posibilidad de que los columnistas, tertulianos y las personas en general se lo piensen dos veces antes de expresar sus opiniones con libertad y eso es, a mi modo de ver, muchísimo más peligroso. Porque el derecho a la libertad de expresión es uno de los derechos humanos fundamentales y, por ende, es uno de los pilares básicos de la democracia. Sin libertad de expresión no hay dignidad posible.
            Es por ello que uno no puede sino alegrarse de la contumaz respuesta de los principales medios de comunicación a la barbarie islamista: “Todos somos Charlie Hebdo”, a la que, espontáneamente, se han sumado multitud de personas.  Sin embargo, no deja de ser sorprendente que los progresistas más cortos de miras se hayan rasgado las vestiduras porque algunos medios conservadores que en ocasiones han publicado editoriales críticos con revistas satíricas como El Jueves o Mongolia, cuyas portadas han encontrado ofensivas o desmesuradas, se hayan sumado a la campaña de solidaridad con la revista francesa. Es la misma confusión de quienes se han apresurado a escribir “Yo no soy Charlie Hebdo”, para dejar claro que en absoluto comparten el sentido del humor de la revista de marras.
          Ni unos ni otros parecen entender que ser hoy Charlie Hebdo no significa necesariamente identificarse con su línea editorial, sino sólo solidarizarse con su derecho a tenerla y que defender el derecho a la libertad de expresión implica, también, defender el derecho de los medios conservadores a criticar las portadas de las revistas satíricas que quieran, así como el derecho de las revistas satíricas a mofarse de quien deseen. Cuestión distinta es la inadmisible hipocresía de algunos líderes políticos como Mariano Rajoy, que después de aprobar la Ley Mordaza en España acude a la manifestación de París contra el terrorismo y en defensa de la libertad de expresión, o el secretario general de PSOE, Pedro Sánchez, que ya no recuerda que en 2007, cuando aún gobernaba el ZuperPresidente, la Audiencia ordenó el secuestro de una edición de la revista El Jueves a instancias de la Fiscalía General del Estado.