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ilosofía y
democracia están íntimamente vinculadas, aunque no siempre los filósofos han
sido demócratas convencidos. No lo era Platón, quien, como se sabe, a pesar de
Wert, consideraba que la polis ideal
debía ser la república gobernada por los filósofos, es decir, los sabios. Y ya
en la modernidad, acaso Hobbes constituya el caso más paradigmático de filósofo
antidemocrático, con su defensa del Leviatán
y de la necesidad de que los ciudadanos renuncien completamente a su libertad a
cambio de que el soberano les garantice la seguridad. Ni tan siquiera el siglo XX,
que no en vano ha sido calificado como el siglo de la barbarie, se libra de
haber engendrado monstruos cuya obra es de una grandeza difícilmente
cuestionable. Ahí está el caso del que muchos, a derecha e izquierda,
consideran el más importante filósofo del siglo XX. Me refiero a Martin
Heidegger, quien concebía al hombre como Dasein
y sostenía que el modo de ser de este es la existencia, es decir, que el hombre
es posibilidad, poder ser, en suma, libertad, y, sin embargo, llegó a militar
en el partido nazi.
Mas a pesar de que no siempre los
filósofos han hecho gala del talante democrático que nos hubiera gustado, lo
cierto es que filosofía y democracia guardan una estrecha relación. Ello es así
no porque también haya habido, por su puesto, una multitud de filósofos
comprometidos con la democracia, de Sócrates a Kant, de Rousseau a Habermas,
sino porque ambas tienen una característica común que las une: si en filosofía
no se acepta nada como verdadero (en la esfera teórica) ni como correcto (en la
esfera práctica) sin haberlo sometido antes al juicio crítico y al análisis
racional, en democracia, por consistir esta en el autogobierno de los
ciudadanos, la validez de las normas y de las decisiones públicas solo puede
descansar en su libre aceptación por parte de la ciudadanía, por lo que toda
norma o decisión colectiva habrá de ser susceptible de ser sometida a la
deliberación pública, al diálogo entre los ciudadanos.
Negarse pues al diálogo racional
sobre asuntos públicos no es propio de demócratas ni de personas
filosóficamente educadas. Y es que en una genuina democracia, como venimos
señalando, todo se puede discutir. Acaso debieran quedar fuera del debate las
cuestiones que afecten a la dignidad humana, a los derechos fundamentales, mas
incluso en estos casos habríamos de preguntarnos quién decide qué asuntos
pueden debatirse y cuáles no. Es por ello que la negativa de Pedro Sánchez, el
resistente, a dialogar con los independentistas catalanes sobre el derecho de
autodeterminación nos revela la falta de solidez de las convicciones
democráticas del presidente, así como su mala educación filosófica. Pues no se
puede resolver democráticamente el mayor problema político que afecta a España
sin tan siquiera sentarse a hablar del núcleo del conflicto. Más filosofía y
más democracia es lo que necesitamos. Decía Wittgenstein en su célebre séptima
tesis con la que cierra el Tractatus
logico-philosophicus: “De lo que no se puede hablar, hay que callar la
boca”. Hoy creo que, con permiso del filósofo, haríamos bien en decir: de lo
que hay que hablar, no se puede callar más.