sábado, 2 de marzo de 2019

De lo que hay que hablar


F
ilosofía y democracia están íntimamente vinculadas, aunque no siempre los filósofos han sido demócratas convencidos. No lo era Platón, quien, como se sabe, a pesar de Wert, consideraba que la polis ideal debía ser la república gobernada por los filósofos, es decir, los sabios. Y ya en la modernidad, acaso Hobbes constituya el caso más paradigmático de filósofo antidemocrático, con su defensa del Leviatán y de la necesidad de que los ciudadanos renuncien completamente a su libertad a cambio de que el soberano les garantice la seguridad. Ni tan siquiera el siglo XX, que no en vano ha sido calificado como el siglo de la barbarie, se libra de haber engendrado monstruos cuya obra es de una grandeza difícilmente cuestionable. Ahí está el caso del que muchos, a derecha e izquierda, consideran el más importante filósofo del siglo XX. Me refiero a Martin Heidegger, quien concebía al hombre como Dasein y sostenía que el modo de ser de este es la existencia, es decir, que el hombre es posibilidad, poder ser, en suma, libertad, y, sin embargo, llegó a militar en el partido nazi.
            Mas a pesar de que no siempre los filósofos han hecho gala del talante democrático que nos hubiera gustado, lo cierto es que filosofía y democracia guardan una estrecha relación. Ello es así no porque también haya habido, por su puesto, una multitud de filósofos comprometidos con la democracia, de Sócrates a Kant, de Rousseau a Habermas, sino porque ambas tienen una característica común que las une: si en filosofía no se acepta nada como verdadero (en la esfera teórica) ni como correcto (en la esfera práctica) sin haberlo sometido antes al juicio crítico y al análisis racional, en democracia, por consistir esta en el autogobierno de los ciudadanos, la validez de las normas y de las decisiones públicas solo puede descansar en su libre aceptación por parte de la ciudadanía, por lo que toda norma o decisión colectiva habrá de ser susceptible de ser sometida a la deliberación pública, al diálogo entre los ciudadanos.
            Negarse pues al diálogo racional sobre asuntos públicos no es propio de demócratas ni de personas filosóficamente educadas. Y es que en una genuina democracia, como venimos señalando, todo se puede discutir. Acaso debieran quedar fuera del debate las cuestiones que afecten a la dignidad humana, a los derechos fundamentales, mas incluso en estos casos habríamos de preguntarnos quién decide qué asuntos pueden debatirse y cuáles no. Es por ello que la negativa de Pedro Sánchez, el resistente, a dialogar con los independentistas catalanes sobre el derecho de autodeterminación nos revela la falta de solidez de las convicciones democráticas del presidente, así como su mala educación filosófica. Pues no se puede resolver democráticamente el mayor problema político que afecta a España sin tan siquiera sentarse a hablar del núcleo del conflicto. Más filosofía y más democracia es lo que necesitamos. Decía Wittgenstein en su célebre séptima tesis con la que cierra el Tractatus logico-philosophicus: “De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca”. Hoy creo que, con permiso del filósofo, haríamos bien en decir: de lo que hay que hablar, no se puede callar más.

viernes, 7 de diciembre de 2018

La Constitución y los derechos humanos


E
n estos días de efemérides en los que con tanta pompa se celebran los 40 años de la Constitución española, conviene recordar otro aniversario, tanto o más importante, pues el próximo 10 de diciembre se cumplen los 70 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Se trata, sin lugar a dudas, del mayor invento de la humanidad, pues reconocer que todas las personas, sin distinción de ningún tipo, son seres dotados de dignidad y que por ello han de tener reconocidos una serie de derechos, por el mero hecho de ser seres humanos, cuyo respeto es necesario para llevar a cabo una vida digna constituye un logro sin parangón en la historia de la humanidad. Y ello a pesar de las críticas a las que han sido sometidos los derechos humanos, algunas de las cuales resultan más plausibles que otras, como he tratado de hacer ver en mi libro, disculpen la inmodestia, Democracia, justicia y derechos humanos. Ensayos de filosofía libertaria.
            La mayor de las críticas que, según creo, cabe hacerle a los derechos humanos tiene que ver con su insuficiencia, en el caso de que efectivamente se aplicaran universalmente, para garantizar que todos los individuos puedan desarrollar una vida igualmente digna, pues la dignidad sufre tanto con la desigualdad como con la falta de libertad, de ahí que la vida digna exija la distribución igualitaria de la riqueza y el poder, que es en lo que, en suma, consistiría una propuesta libertaria a un tiempo crítica y vindicativa de los derechos humanos. Mas, dejando a un lado esta crítica, lo cierto es que los derechos humanos no se respetan en todo el mundo y aunque ello no reste un ápice a su validez universal, constituye un grave problema que se debe superar para que los derechos humanos, con sus insuficiencias, puedan cumplir con su finalidad que no es otra que la de proteger la dignidad de las personas.
            En efecto, los derechos humanos se violan continuamente en numerosas partes del mundo, sobre todo allí donde se carece de democracias plenamente consolidadas. Pero también en las democracias avanzadas se violan los derechos humanos y España no es una excepción. En estos días en los que celebramos los 40 años de la Constitución y, por ende, de la democracia, debemos ser intransigentes con los ataques a los derechos humanos, vengan de donde vengan, pero más aún si provienen del propio Estado que ha de ser su garante. Ésta es la lección que debemos aprender de las condenas a España por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Mas el mayor atentado contra los derechos humanos que se está perpetrando en España en la actualidad lo constituye la pobreza que impide a millones de personas vivir con dignidad. La erradicación de la pobreza ha de ser la prioridad de cualquier gobierno respetuoso con los derechos humanos, pues los derechos económicos, sociales y culturales también forman parte de esa Declaración Universal de Derechos Humanos cuyo 70 aniversario conmemoramos en estos días. Por ello, 40 años después de su nacimiento, ya es hora de que la Constitución reconozca estos derechos humanos de la segunda generación como derechos fundamentales.

domingo, 25 de noviembre de 2018

El desprestigio de las instituciones

S
i la democracia española y por ende las instituciones sobre las que se sustenta ya venían arrastrando un deterioro importante, agravado aún más por la crisis que no termina de superarse, los últimos escándalos políticos y judiciales no han hecho sino contribuir a su desprestigio. Los casos de corrupción, como los vinculados al tres por ciento de Cataluña, la trama Gürtel o los ERE de Andalucía, por citar sólo algunos de los más sonados, han venido a incidir en el descrédito no tanto de la política como de la clase política, la cual ya venía siendo cuestionada por su incapacidad para resolver los graves problemas a los que buena parte de la población ha tenido que hacer frente en su día a día en estos años de dura crisis. Mas aunque no debemos confundir el descrédito de la clase política con el descrédito de la política, lo cierto es que cuando aquélla no está bien valorada su desprestigio arrastra también a las instituciones que ocupa y a los poderes del Estado que sobre ella recaen, como ha ocurrido con el legislativo y el ejecutivo y las cámaras en las que residen.
El poder judicial es el único de los tres poderes del Estado que, hasta hace poco, había mantenido su prestigio a pesar de la crisis o, al menos, el único cuya imagen no había sufrido una degradación tan grande. Sin embargo, los últimos escándalos judiciales, sobre todo los referidos a la sentencia de las hipotecas, que proyectan la imagen de un poder judicial sometido al poder económico, en este caso la banca, así como el anunciado pacto entre el PSOE y el PP para que el juez Marchena ocupara la presidencia del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, explicitando que en España la separación de poderes es una quimera, han hecho mella también en la opinión que la ciudadanía tiene del tercer poder del Estado. Y para rematar el asunto, llega el portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, y se lanza a presumir, WhatsApp mediante, de tener controlada, por detrás, la Sala Segunda del Supremo, precisamente la encargada de juzgar los casos de políticos aforados.
            Para ser una de las de mayor calidad del mundo, The Economist dixit, se nos antoja bastante deteriorada esta democracia nuestra. El descrédito de las instituciones resulta ciertamente preocupante, pues si la ciudadanía desconfía de ellas, la democracia corre peligro al decir de algunos analistas. Mas tengo para mí que lo verdaderamente preocupante sería que tras los escándalos que afectan a la columna vertebral del Estado la buena imagen de la democracia española se mantuviera intacta ante los ojos de la ciudadanía. No es el desprestigio de las instituciones la causa de los males que afectan a la democracia, sino más bien la consecuencia de los mismos y la condición de posibilidad de su superación. Y es que sólo si reconocemos que nuestra democracia no funciona correctamente podremos combatir la degradación de la misma. El desprestigio de las instituciones conlleva el riesgo de servir de estímulo para el fomento de ideas antidemocráticas, pero es asimismo necesario para que los problemas de legitimidad de la democracia se resuelvan profundizando en la propia democracia, buscando nuevas formas de organización más genuinamente democráticas.

lunes, 29 de octubre de 2018

El moralista político


E
n su célebre ensayo Hacia la paz perpetua, Kant distingue entre el político moral y el moralista político. El primero hace suyos los principios de la moral y procura que sus decisiones políticas no entren en conflicto con tales principios, mientras que el segundo, el moralista político, carece de tales principios, pero procura aparentar que sus decisiones políticas, que en realidad sólo responden a sus propios intereses o, en el mejor de los casos, a los intereses del Estado, van en consonancia con unos sólidos principios morales para que, de ese modo, tales acciones gubernamentales aparezcan ante la opinión pública con un halo de legitimidad del que en el fondo carecen. El político moral, en suma, entiende que la política ha de estar moralmente fundamentada, mientras que al moralista político solo le interesa aparentar, de ahí que se forje una moral acorde con sus intereses y esté dispuesto a cambiarla cuando sea necesario para sus propósitos de hombre de Estado.
Pedro Sánchez se presentó ante la ciudadanía más como un político moral que como un moralista político. Lo hizo cuando llamó indecente a Mariano Rajoy, a la sazón presidente del Gobierno, en aquel debate televisivo en plena campaña electoral; lo hizo también cuando se enfrentó al aparato del PSOE al oponerse a la abstención que habría de permitir la investidura de Rajoy, lo que le costó el puesto al frente de los socialistas y su acta de diputado en el Congreso; lo hizo de nuevo cuando tras haberse visto traicionado por los suyos luchó para hacerse otra vez con las riendas del partido, lo que, contra todo pronóstico, consiguió; y lo volvió a hacer cuando desbancó a Mariano Rajoy de la presidencia del Gobierno mediante una moción de censura que apelaba nuevamente a la decencia, es decir, a la ética, o, en términos negativos, a la indecencia o inmoralidad que habría supuesto que siguiera gobernando el Partido Popular tras haber sido condenado por corrupción por los tribunales.
Ocurre que no es lo mismo ser un político moral en la oposición que en el Gobierno. El intento de revertir las políticas sociales por parte de Pedro Sánchez, más allá de la que se ha dado en llamar política gestual, es algo digno de reconocimiento que casa bien con esa imagen de político moral que lo llevó a ocupar La Moncloa; sin embargo, determinadas acciones de su gobierno lo han ido alejando de esa condición: la moralina con la que se ha abordado el tema de la prostitución o las decisiones en materia de inmigración, con unas vallas de la infamia que no desmerecen al tan denostado muro de Trump, ilustran bien lo que decimos. Mas acaso el ejemplo más sangrante de lo que estamos denunciando lo constituya la defensa que en estos días ha hecho el presidente de la venta de bombas a Arabia Saudí, apelando a la razón de Estado y a los principios del realismo político, a los intereses económicos y a los 6000 puestos de trabajo que, para el presidente Sánchez, están por encima de los derechos humanos, lo que sin duda lo aleja del político moral que pretendía ser y lo instala, acaso definitivamente, en el moralista político que ahora es.

domingo, 30 de septiembre de 2018

Vindicación de la libertad de expresión


L
a libertad de expresión vuelve a estar en la picota en España. La Asociación de Abogados Cristianos ha vuelto a la carga en su cruzada contra todo aquel que ose ofenderlos, ya sea la drag Sethlas en carnavales, ya sea Willy Toledo, quien por afirmar en Facebook que se caga en Dios y le sobra mierda para cagarse en la virginidad de la Virgen María, ha sido procesado por un juzgado de Madrid por un delito de ofensa a los sentimientos religiosos, algo que, incomprensiblemente, sigue formando parte del código penal, en pleno siglo XXI, de un país que presume de democrático. Personalmente, no es que me agraden los mensajes escatológicos del polémico actor, pero, desde luego, sí considero que tiene todo el derecho a publicarlos. Y es que, como tan acertadamente dijera George Orwell y en alguna otra ocasión hemos recordado, “la libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.
Como no teníamos bastante con el fanatismo de la Asociación de Abogados Cristianos, ahora llega el Gobierno con que es necesario regular la libertad de expresión en el marco de la Unión Europea. Así lo señaló hace unos días la vicepresidenta del Ejecutivo, Carmen Calvo, cuando inauguraba la XVI Jornada de Periodismo de la Asociación de Periodistas Europeos. La ministra no ha podido ser más inoportuna, justo ahora que el fanatismo religioso se siente arropado por los tribunales, pero, sobre todo, justo ahora que asistimos al goteo de noticias que ponen en entredicho la integridad de algunos miembros del Gobierno, léase las referidas a las animadas conversaciones de la ministra de Justicia, Dolores Delgado, con el comisario Villarejo, léase las informaciones sobre las cuentas y sociedades patrimoniales de nuestro estratosférico ministro de Ciencia, Innovación y Universidades.
Dice Carmen Calvo que el objetivo de regular la libertad de expresión no es otro que proteger a la ciudadanía de las fake news; sin embargo, cuesta creer que en el fondo no se trata de un burdo intento de censurar las noticias que comprometan a los miembros del Gobierno: no en vano, la labor de los medios de comunicación ya les ha costado el puesto a dos ministros, Maxim Huerta y Carmen Montón, y no sabemos cuántos más habrán de caer. Por lo demás, la ley ya nos protege contra las noticias falsas, como muestra la jurisprudencia, pues son conocidas las sentencias judiciales contra medios de comunicación por manipular información, como el célebre caso de TVE en los funestos años en los que Alfredo Urdaci dirigía los informativos de la cadena pública. La libertad de expresión es uno de los pilares de la democracia, sin ella, sencillamente no hay libertad, y aunque como dice la vicepresidenta, “no lo resiste todo”, aguanta bastante bien sin ser regulada, pues, como ha señalado el presidente de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España, Nemesio Rodríguez, “cada vez que los gobiernos tratan de regular la libertad de expresión es para limitarla”, para poner límites, añadiría yo, a ese contrapoder que es el periodismo libre, tan necesario para defender la democracia de los excesos de los gobiernos y de los fanatismos de cualquier signo.