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a democracia es un lugar de encuentro entre la ética
y la política, pues se trata de una forma de organización política que pretende
estar moralmente justificada. Ello es así porque cuando se reivindica la
democracia como la mejor forma de organizar políticamente la sociedad no se
apela a su eficacia, ni siquiera a que las decisiones colectivas que se tomen
democráticamente sean necesariamente las más acertadas, sino a que la
democracia es el sistema que protege mejor que ningún otro esos dos grandes
valores morales que hemos heredado de la Ilustración, la libertad y la igualdad.
El reconocimiento efectivo de estos dos grandes valores implica que la ley ha
de ser la misma para todos y ha de obligar a todos por igual, pero también que,
para decirlo kantianamente, ningún individuo está obligado a cumplir ninguna
ley a la que previamente no le haya dado su consentimiento. De ahí que, en la
modernidad, en democracia, la legitimidad de las leyes solo pueda descansar en
la libre aceptación de las mismas por parte de la ciudadanía.
De lo señalado hasta ahora
se desprende que la democracia es un espacio de conflicto de valores, pues no
resulta sencillo conciliar la libertad y la igualdad así entendidas: ¿cómo
sería posible garantizar que todos cumplan las mismas leyes y que, al mismo
tiempo, cada uno solo obedezca aquellas leyes que se da a sí mismo? Tan solo
cuando las leyes fueran el resultado de un consenso entre los ciudadanos
podrían quedar perfectamente conciliados estos dos grandes valores, pues el individuo,
al cumplir la ley, en rigor, solo se estaría obedeciendo a sí mismo. Mas ocurre
que en las sociedades reales habitadas por individuos reales estos consensos
rara vez son posibles, por lo que hemos de conformarnos con el recurso a la
regla de la mayoría, lo cual, en principio, serviría para observar el principio
de igualdad, la ley sería la misma para todos y obligaría a todos por igual,
pero no el de libertad, pues los individuos en desacuerdo, las minorías, se
verían obligados a acatar leyes a las que no habrían dado su consentimiento.
El problema de legitimidad
de la regla de la mayoría y del conflicto entre libertad e igualdad se podría
paliar, que no resolver definitivamente, si todos los ciudadanos estuviéramos
de acuerdo en dos normas básicas: primera, las leyes para tener validez han de
contar con el consentimiento unánime de los ciudadanos; segunda, en caso de
desacuerdo se habrá de recurrir a la regla de la mayoría. De este modo, las
leyes aprobadas con el respaldo de la mayoría contarían con la aceptación, en
virtud de la segunda norma, incluso de las minorías en desacuerdo. Mas para que
ello no supusiera un problema de falta de legitimidad, sería necesario que
todos los ciudadanos, además, estuvieran de acuerdo en una tercera norma: las leyes
aprobadas por mayoría no podrán atentar contra la dignidad de las personas,
pues, obviamente, hay asuntos que no pueden ser, legítimamente, sometidos a
votación: la dignidad es el límite. Y si una ley traspasa ese límite, asunto
que solo puede decidir cada uno en el fuero interno de su conciencia, entonces
el individuo se hallará moralmente autorizado para desobedecerla. Esto es lo
que ha hecho Ángel Hernández al ayudar a su mujer a poner fin a tanto
sufrimiento: desobedecer la ley por motivos de conciencia. ¿Puede una
democracia madura sancionar a un hombre por haber actuado con la dignidad
contra la que una ley injusta atenta?