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ara qué sirve la filosofía? Seguramente todos los que nos dedicamos a esta milenaria
disciplina, alguna vez, o muchas, nos hemos tenido que enfrentar a esta
pregunta. Una pregunta que no siempre se formula con el debido respeto ni a la
filosofía ni a los filósofos, pues aunque en ocasiones quien interroga es
alguien deseoso de saber si la filosofía sirve de verdad para algo (actitud
esta, la curiosidad ante lo desconocido o el deseo de saber, que constituye,
por cierto, la más genuina actitud filosófica), muchas otras veces quien
pregunta lo hace desde el sarcasmo o, lo que es peor aún, tan despectiva como
retóricamente, dando por supuesto que la filosofía no sirve para nada y que,
por ende, carece de valor.
A pesar de los sarcasmos,
las ironías y los aires de suficiencia basados en los prejuicios, lo cierto es
que la pregunta de marras, pese a su aparente sencillez, no es baladí, y que
quienes, ya sea desde el respeto, ya sea desde el desprecio, han preguntado
alguna vez para qué sirve la filosofía merecen alguna respuesta, siquiera sea
una respuesta filosófica. Y es que el problema de si la filosofía sirve o no
para algo encierra en sí mismo cierta enjundia filosófica y sólo se puede
intentar resolver desde la propia filosofía, lo cual exige un ejercicio de
metafilosofía o, si se prefiere, una suerte de filosofía de la filosofía.
Una primera respuesta bien
podría centrarse en las pequeñas, o grandes, según se mire, utilidades de
dedicarse al ejercicio filosófico. La filosofía sirve para aprender a pensar,
hemos oído alguna vez proclamar a quienes emplean esta afirmación para
reivindicar la permanencia de nuestra disciplina en los planes de estudio de la
enseñanza secundaria. Y no les falta razón pues, en efecto, el estudio de la
filosofía contribuye al desarrollo del pensamiento crítico, de la comprensión
lectora, la expresión oral y escrita, la capacidad de argumentación y la
adquisición de toda una serie de competencias, como gusta decir a los
pedagogos, importantes para desenvolverse en la vida. Sin embargo, aun siendo
esto así, justo es reconocer que la filosofía no es la única disciplina que
sirve para aprender a pensar, pues el resto de las materias que forman parte
del amplio campo del saber, desde las matemáticas hasta la literatura,
contribuyen también al desarrollo del pensamiento. Y lo que es más importante
para el tema que nos ocupa, no parece que esta respuesta resulte satisfactoria
para nuestros interpelantes, quienes bien podrían objetar que se trata de una
manera de responder que consiste básicamente en eludir la pregunta, la cual apuntaría,
más bien, al para qué de la filosofía en un sentido más nuclear y no tan
tangencial. En efecto, quien pregunta para qué sirve la filosofía no interpela
acerca de cuánto contribuye a la adquisición y desarrollo de determinadas
competencias, por importantes que éstas se puedan considerar, sino si la
filosofía como tal sirve realmente para algo, es decir, si genera algún tipo de
conocimiento propio o si es capaz de contribuir al desarrollo de la humanidad
de alguna forma específica, al modo en que lo hacen las distintas ciencias.
A este respecto conviene
recordar que la ciencia y la filosofía son dos formas de conocimiento distintas
pero estrechamente vinculadas. Se trata, en efecto, de dos formas de saber que
en nuestro tiempo consideramos como plenamente diferenciadas: mientras la ciencia
es una forma de conocimiento que trata de formular leyes que expliquen los
fenómenos, se expresa en un lenguaje metódico y sistemático, se apoya en un
sólido aparato lógico y matemático y exige que las leyes formuladas se puedan
comprobar empíricamente, lo que le permite además realizar predicciones, la
filosofía, en cambio, es una disciplina racional pero especulativa, que
pretende reflexionar argumentativamente sobre la totalidad de lo real y lo real
como totalidad (metafísica, ontología o estudio del ser), el ser humano
(antropología filosófica), las posibilidades de que éste alcance el
conocimiento y la verdad (epistemología), los aspectos formales del pensamiento
(lógica), la acción individual desde la perspectiva del bien (ética), la praxis
en el ámbito de la esfera pública (filosofía política) y la belleza (estética).
Sin embargo, lo cierto es que, aunque en la actualidad concibamos la ciencia y
la filosofía como modos de conocimiento distintos, es evidente que ambas están
íntimamente relacionadas. De hecho, los términos ciencia y filosofía tienen
etimológicamente un significado muy similar, pues el vocablo ciencia procede
del sustantivo latino scientia, el
cual a su vez proviene del verbo scire,
que significa saber, de manera que scientia,
y por lo tanto también ciencia, vendría a significar el saber, mientras que la
palabra filosofía es un término compuesto que resulta de la unión de los
vocablos griegos philo y sophía, es decir, amor por la sabiduría.
Y es que la ciencia y la filosofía tienen un origen común pues ambas nacen como
un modo de conocimiento unitario en la Grecia del siglo VI antes de Cristo.
Mas a pesar de que en la
Antigüedad la filosofía y la ciencia conformaban un solo modo de conocimiento,
lo cierto es que, tal como venimos recalcando, en la actualidad, y desde hace
varios siglos, constituyen formas de saber diferenciadas, lo que nos lleva a
preguntarnos si la ciencia, o mejor dicho, si las ciencias, a medida que se han
ido emancipando del tronco común del saber, de la filosofía, han ido dejando a
la filosofía sin un campo de estudio propio. Y la respuesta a esta pregunta
sólo puede ser negativa a la luz de la tradicional distinción filosófica entre
el ser y el deber ser, pues parece claro que en la medida en que la ciencia
trata de alcanzar un conocimiento del ser, es decir, del mundo tal como es, el
mundo objetivo, el mundo de los hechos y de las cosas, se ve imposibilitada
para abordar el ámbito del deber ser, es decir, el mundo no ya tal como es sino
como creemos que debiera ser, el cual constituye un campo irreductiblemente filosófico.
Y es que, en efecto, cuando nos referimos al ser, empleamos un lenguaje
descriptivo, compuesto por juicios de hecho, es decir, por enunciados que son
verificables, susceptibles de ser calificados como verdaderos o falsos, que es
lo propio del lenguaje científico, mientras que cuando nos referimos al ámbito
del deber ser, ya no podemos emplear un lenguaje descriptivo sino que tenemos
que hacer uso de un lenguaje valorativo, compuesto por juicios de valor cuya
característica más prominente es que no son verificables, pues no hay
posibilidad de establecer la verdad o falsedad de los mismos, y por lo tanto no
pueden formar parte de la ciencia. Y si esto es así, entonces parece claro que
aquellas disciplinas que ya Aristóteles denominara ciencias prácticas, a saber,
la ética y la política, desde la perspectiva de lo que consideramos hoy que
haya de ser la ciencia y la filosofía y toda vez que se trata de disciplinas
que no se orientan hacia el ser sino hacia el deber ser, constituyen en nuestro
tiempo disciplinas irreductiblemente filosóficas. La filosofía, por lo tanto,
sigue manteniendo un campo de estudio propio y exclusivo en el ámbito práctico,
es decir, en el ámbito del deber ser. Pero incluso si atendemos al ámbito
teórico, la filosofía sigue teniendo mucho que decir, como prueba el gran
desarrollo que en el pasado siglo experimentaron disciplinas genuinamente
filosóficas como la filosofía de la ciencia o la epistemología. Resulta
evidente que, sin salirnos de la esfera teórica, existen problemas de gran
importancia que siguen siendo irreductiblemente filosóficos, como es el caso de
las cuestiones epistemológicas o metodológicas que afectan a todas las
disciplinas científicas y, sin embargo, mantienen un claro cariz filosófico.
Otra manera, acaso la más
acertada, de abordar la cuestión planteada, la de para qué sirve la filosofía,
es centrándonos en el sentido mismo de la pregunta y en lo que éste implica. Y
es que, tal como anunciábamos al comienzo de este artículo, la pregunta por la
utilidad de la filosofía parte de la premisa implícita de que lo inútil, lo que
no sirve para nada, no vale nada. Y es aquí donde acaso la filosofía nos pueda
ayudar a desvelar el primer gran error, pues, como en seguida habremos de ver,
una cosa es la utilidad de algo y otra bien distinta su valor, por más que una
y otro estén relacionados. Para dilucidar la distinción entre utilidad y valor debemos
previamente aclarar la diferencia que se da entre los medios y los fines.
Llamamos fines a los objetivos, a las metas que perseguimos, que pretendemos
alcanzar, mientras que denominamos medios a los recursos que ponemos en
práctica para alcanzar dichos fines. Sin embargo, sucede que la mayor parte de
nuestros fines no los perseguimos por sí mismos sino que, antes bien, los
perseguimos porque consideramos que constituyen buenos medios para alcanzar
otros fines que consideramos superiores, los cuales, a su vez, tampoco se
persiguen por sí mismos sino porque nos sirven para alcanzar otros más
importantes, y así sucesivamente hasta alcanzar aquello que Aristóteles llamara
el fin último, es decir, el que ya no constituye ningún medio para alcanzar
otro fin, sino que, al contrario, todos los demás fines conducen a él, pues se
trata del fin que perseguimos porque tiene un valor en sí mismo.
Si atendemos a la
distinción entre medios, fines y fin último, o fines últimos, pues no hay por
qué reducirlos a uno solo, nos daremos cuenta de que el valor, aun estando
relacionado con la utilidad, no puede identificarse con ella. En efecto, el
valor de los medios, o de los fines que a su vez son medios para alcanzar otros
fines, viene dado por su utilidad, es decir, por la eficacia de dichos medios
para conseguir los fines a que han de conducir y depende, en última instancia,
del valor que para nosotros tenga el objetivo que se pretende alcanzar. Se
trata pues de un valor relativo: relativo a la eficacia del propio medio y
relativo al valor del fin perseguido. En cambio, el valor de los fines últimos,
de aquellos que no son medios para alcanzar ningún otro fin sino que
constituyen fines en sí y, por lo tanto, no sirven para nada (más bien todos
los demás fines-medios si sirven para algo es porque sirven para alcanzar estos
fines últimos) no es ya un valor relativo sino que es un valor absoluto. Los
fines últimos son los que más valor tienen porque siendo como son fines en sí
se persiguen por sí mismos, porque tienen un valor por sí mismos y ese valor
es, por lo tanto, absoluto. De lo que se desprende que aquello que no sirve
para nada no necesariamente carece de valor, pues bien pudiera suceder que
fuese lo más valioso precisamente por ser un fin en sí. ¿Será éste el caso de
la filosofía? El viejo Aristóteles ya señaló en su imponente Metafísica la primacía de la filosofía
entre todos los campos del saber precisamente porque no tiene a la utilidad por
fin. Y sin necesidad de llegar tan lejos, diríamos nosotros ahora que, puesto
que la filosofía es una disciplina, incluso una actitud, radical y crítica no
sólo ante la realidad y el conocimiento que de ella podamos tener, sino también
ante la acción humana, que no acepta ningún juicio ni de hecho ni de valor sin
someterlo previamente al examen racional, bien pudiéramos considerarla como un
fin en sí, aunque no sirva para nada, o acaso precisamente por ello.