miércoles, 13 de junio de 2012

España, menuda potencia


E
spaña ha comenzado la Eurocopa con un empate frente a Italia, pero, francamente, creo que no es algo que deba preocuparnos. Y no porque, al fin y al cabo, Italia haya sido cuatro veces campeona del mundo, ni tampoco porque en el Mundial de Sudáfrica la selección española comenzara perdiendo contra Suiza y terminara proclamándose campeona, sino porque ahora ya sabemos que España es una potencia europea en los asuntos relevantes, nada de deportes ni de cultura, sino en lo que verdaderamente importa: la economía. Y así las cosas, qué más dará el fútbol, que siempre ha sido el consuelo de los pobres. ¡Que tiemblen los europeos porque los tenemos cogidos por donde más les duele! ¿Cómo si no se iba a entender que Europa estuviera dispuesta a prestarnos nada menos que 100.000 millones de euros?     
            Mariano Rajoy, que aunque no lo parezca es el presidente del Gobierno, fue muy claro el pasado domingo cuando señaló que gracias a su presión los europeos han tenido que concedernos esa línea de crédito, que no rescate. Dice el presidente, tan gallardo él que parece haber salido de una de las novelas protagonizadas por el capitán Alatriste, que el dinero prestado a los bancos españoles tendrán que devolverlo los propios bancos, con lo que los ciudadanos de a pie podemos estar tranquilos, ya que la operación de saneamiento de la banca española no nos va a costar ni un euro. Claro que, en realidad, es el Estado el que responde ante Europa, así que, de momento, somos ustedes y yo los que hemos adquirido la deuda de 100.000 millones, por más que las entidades financieras estén, en principio, obligadas a devolver ese dinero al Estado. ¿Podrá el Gobierno obligar a los banqueros a que reingresen a las arcas públicas el dinero prestado?
            Si Mariano Rajoy, al grito de “Aguanta. Somos la cuarta potencia europea. España no es Uganda”, que viene a ser algo así como la versión contemporánea del castizo ¡Santiago y cierra España!, ha sido capaz de doblegar a los malditos herejes, que diría Íñigo Balboa, incluyendo a los reticentes holandeses, que no perdonan a los españoles que les vencieran en la final de hace dos años, no hay razón alguna para pensar que no podrá hacer lo propio con los banqueros patrios, salvo por el hecho de que éstos también nacieron al sur de los Pirineos y, puestos a hacer presión, presionan como el que más: de momento han conseguido que se les conceda un crédito en unas condiciones muy ventajosas, según el presidente, del que, en principio, responde el Estado y no ellos, que no es poco. Así las cosas, y ante la muy razonable pregunta que algún mordaz periodista realizó y que aún sigue sin respuesta, a saber, por qué si esta operación es tan beneficiosa se ha tardado tanto en solicitarla, acaso sería conveniente recordar cómo terminó lo de Flandes y esperar que a España le vaya mejor en los partidos que restan para acabar la Eurocopa.  

lunes, 4 de junio de 2012

Kubanda


El 15 de abril se conmemora el día de la independencia de Kubanda. Yo nací ese mismo día en el año en que se cumplió el décimo aniversario de la constitución de mi país como Estado soberano, de ahí que mi madre decidiera llamarme igual que a la patria, algo de lo que cuando era niña me sentía orgullosa porque mi padre había sido uno de los hombres que hicieron posible la liberación de mi pueblo, o al menos eso es lo que yo siempre creí. Ella a menudo decía que quien me había engendrado formaba parte de ese grupo de grandes hombres a quienes les debíamos la libertad de nuestra gente, y yo me acostaba todas las noches pensando en las grandes cosas que mi padre había realizado antes de que sacrificara su vida por liberar a la patria del yugo de los europeos. Fueron años bonitos los de mi niñez, años de ilusiones y esperanzas, aunque también de disciplina y rigor, porque yo, Kubanda, llevaba el mismo nombre de mi país, por el que tanta gente había inmolado su vida, y si deshonraba a mi persona deshonraba a la patria, y eso era el peor crimen que alguien podía cometer, aunque se tratara de una niña.
Hoy, desde la relativa objetividad que proporciona la distancia, creo que mi padre no fue lo que mi madre siempre me contó, o al menos estoy segura de que no era ninguno de los grandes héroes de la patria, porque de ser así, mi madre no habría ejercido toda la vida de sirvienta en una de las mansiones coloniales que una vez finalizada la guerra de la independencia correspondieron a los auténticos próceres nacionales. Probablemente haya algo de cierto en lo que mi madre me contaba, mi padre seguramente participó en la sublevación, quizás fuera un pobre soldado anónimo o tal vez incluso llegara a ostentar algún rango militar... Esto último seguramente fue lo que ocurrió, y así es como mi madre debió de conseguir su empleo, porque no era fácil en aquellos años, recién instaurada la república, entrar a servir en la casa de uno de los héroes de la patria.
Lo cierto es que gracias al trabajo de mi madre yo pude viajar a Europa. Pero no me malinterpreten, no vine a París en plan turista, ni mucho menos, ni llegué para estudiar en La Sorbona, como hicieron a la sazón los libertadores de la patria y hoy hacen sus hijos; tampoco clandestinamente como sucede en la actualidad con muchos compatriotas y personas del África negra que se juegan la vida para llegar al paraíso en busca de una vida decente, huyendo del hambre y de la guerra. No, ése no es mi caso, aunque, según se mire, tampoco es menos dramático.
Cuando apenas tenía doce años, el embajador de Kubanda en París falleció a causa de un infarto, no se sabe si debido a los excesos o cuál fue la causa que desencadenó el trágico incidente, porque en realidad era un hombre bastante joven, pero ésa es otra historia, que ya les contaré en otro momento si es que llego a enterarme de qué fue lo que sucedió en realidad. Lo importante para el asunto que nos concierne ahora mismo es que, al morir el embajador, el Gobierno de Kubanda designó a uno de los líderes del movimiento independentista para ocupar su lugar: se trataba de un señor de edad bastante avanzada -yo diría que por aquel entonces sobrepasaba los sesenta- que, por lo que pude saber al cabo de algunos años, comenzaba a perturbar los intereses de la segunda generación de dirigentes del país, así que se decidió darle el carpetazo enviándolo de embajador a París. Hay que reconocer que se trataba de una solución inteligente, porque el viejo mantenía todavía buenas relaciones y seguía ejerciendo su influencia en sectores muy poderosos, amén de su gran carisma y del gran apoyo popular con que contaba. Es por ello que se consideró que para quitárselo de en medio lo mejor era darle una salida digna, y qué mejor que ofrecerle la plaza de embajador en la antigua metrópoli. El amo para el que trabajaba mi madre era amigo del viejo prócer y en agradecimiento por tantos años de servicio intervino para que éste me llevara consigo a París.
A mí no me hacía ninguna gracia separarme de mi madre para ir a vivir a ese país de blancos y, además, no podía comprender cómo después de tantos años de lucha por la liberación, Kubanda mantenía relaciones diplomáticas con los que se suponía habían sido los causantes de todo nuestro sufrimiento. Pero mi madre opinaba de una manera bien distinta y me animaba diciéndome que iba a conocer mundo, que París había sido durante siglos la capital cultural del planeta, que viviendo en Europa tendría la oportunidad de adquirir una buena educación, casi como la de los dirigentes nacionales, y que, en definitiva, para ejercer de sirvienta en Kubanda era mejor hacerlo en París, en donde la gente es mucho más civilizada y a los criados se les da un trato más humano y digno. A mis doce años no entendía por qué si los franceses eran tan humanitarios nos habíamos empeñado en echarlos de Kubanda y me confundía enormemente que mi madre pensara que en Francia podría adquirir una mejor educación que en mi propio país, cuando tantas veces la había oído disertar sobre el valor de nuestra cultura tradicional. Pensarán ustedes que esos planteamientos eran tal vez demasiado maduros para una niña de mi edad y que los razonamientos de mi madre eran más propios de una universitaria que de una sirvienta, pero en Kubanda las cosas no son como en Europa y en aquellos años de glorificación de la patria los argumentos de mi madre eran el credo nacional y mis elucubraciones eran las propias de una chiquilla que no entiende las cosas de los mayores, pero en aquel contexto de grandes euforias y contradicciones nacionales.
Lo primero que me llamó la atención al llegar a París fue el frío y el mal olor del ambiente. No entendía cómo aquellos franceses tan refinados podían respirar aquel aire tan fétido, y pensé de veras que quizás fuera ése el motivo de que pareciera que siempre estaban asqueados, con el rostro arrugado y la boca comprimida al hablar. Yo me imaginaba que la casa del embajador iba a ser distinta de aquella en la que me había criado en mi país natal, pero cual fue mi sorpresa al comprobar que el edificio que estaba a punto de convertirse en mi residencia en París era prácticamente una réplica del hogar de mi niñez, y, en general, de todas las mansiones de los próceres nacionales de mi país. Claro, yo, pobre ingenua, pensaba que aquellas construcciones eran algo de lo más auténtico de Kubanda, porque había asociado los palacetes coloniales con los discursos patrióticos de los libertadores: no se me podía ocurrir que en realidad aquellas impresionantes viviendas habían llegado a África junto con los bárbaros europeos y que eran las propias de las clases dirigentes de Francia.
Aquella impresionante mansión, ya les digo, contaba ya antes de mi llegada con una legión de sirvientes, por lo que consideré que en realidad el embajador había consentido que yo me uniera al servicio como un mero favor personal hacia el amo de mi madre, ya que, era evidente, a mí allí no me necesitaban para nada. Por ese motivo quedé encantada y me sentí profundamente agradecida por la oportunidad que se me estaba brindando, y desde el instante en que comprendí esto, empecé también a entender las palabras de mi madre. Poco podía sospechar entonces que mis servicios en aquella casa iban a ser considerados por el embajador de la máxima importancia.
Como todavía era una niña, y además era la única de la casa, el viejo prócer en el exilio, bueno, casi en el exilio, decidió que debía compartir mis tareas domésticas con los estudios. Por ello, y dado que no era políticamente correcto que asistiera a los colegios franceses, ni tampoco que acudiera a las escuelas donde iban los niños de origen kubandés, pues allí sólo iban los hijos de los grandes hombres de la patria, ni mucho menos que me integrara en uno de esos planes de inserción social diseñados por el gobierno francés no se sabe bien si para integrar a los inmigrantes o para terminar de segregarlos, se me asignó un profesor tutor que me daba clases por las tardes. El profesor en cuestión no era de Kubanda, ya que no había profesores de Kubanda en Francia, así que hubo que contratar a un profesor nativo de París, un hombre blanco de unos treinta años que debía de ser hijo de algún amigo del embajador o algo así, algún licenciado en una de esas carreras humanísticas que ya en aquellos incipientes años ochenta garantizaban a los que las cursaban un largo futuro en el paro, y que empezaba a revelarse como uno de los principales problemas de Francia y de otras potencias de Europa. Ojalá todos los problemas de Kubanda fueran como ése... Lo cierto es que aquello motivó ciertos recelos en el resto de los sirvientes, pues consideraban que era una privilegiada y la favorita del amo, y no les faltaba razón porque la verdad es que el embajador sentía debilidad por mí, algo de lo que yo, con la inocencia propia de mi edad, me aprovechaba, pues esto me daba la oportunidad de dejar un poco de lado mis obligaciones en la casa y, lo que era aún mejor, me permitía extorsionar a mis compañeros que no dudaban de mi capacidad para poner al amo en su contra e incluso para convencerle de que los retornara a Kubanda, lo que significaba el regreso a la miseria y al subdesarrollo, a la poca comida y la carencia de agua potable, al calor tropical continuo, ineludible, que parece recordar la inalterabilidad de la existencia en Kubanda.
La vida no me fue mal en París durante los primeros años de mi estancia en la casa del embajador, incluso tenía la suerte de poder hablar con mi madre de vez en cuando por teléfono, a quien llamaba una vez cada mes a la casa donde ella aún servía y yo había pasado mi primera infancia. Por lo demás, seguía prosperando académicamente con mi tutor personal hasta el punto de que una vez acabados los estudios primarios comencé a estudiar el bachillerato. Como mi tutor no podía impartir todas las asignaturas que se exigían en enseñanzas medias, el embajador contrató a nuevos profesores para que se hicieran cargo de mi educación en aquellas materias en las que Pierre, que así se llamaba mi querido tutor, no tenía los conocimientos necesarios: matemáticas, física, química... y, en definitiva, todas aquellas que tienen un carácter científico. El embajador parecía empeñado en que alcanzara el más alto grado de formación posible y yo comenzaba a entender la importancia que aquello podría tener para mí, y, aunque nunca dije nada, se lo agradecía profundamente todas las noches mentalmente al tiempo que me preguntaba por qué había tenido ese trato diferencial conmigo, por qué me había concedido el privilegio de estudiar.
El día en que cumplí quince años se hizo una gran fiesta en la casa del embajador, por su puesto no para celebrar mi cumpleaños sino para conmemorar el XXV aniversario de la independencia de Kubanda. A la celebración asistió la flor y nata de París: grandes empresarios, diplomáticos de todo el mundo, artistas, intelectuales, expertos africanistas... Bien entrada la noche, la fiesta fue decayendo y los criados nos pudimos retirar después de que los últimos invitados se marcharan, al fin, tambaleándose por el exceso de alcohol y todo tipo de drogas. Antes de acostarme me di una buena ducha y cuál fue mi sorpresa cuando, al salir del baño del que disponía en mi propia habitación, tal era el grado de privilegio del que gozaba, encontré al embajador sentado al borde de mi cama. “Ven, Kubanda, acércate, quiero contarte algo”, me ordenó amablemente. Yo sentía por el viejo mucho aprecio aunque también me infundía un gran respeto. Por eso me aproximé despacio, temerosa, desconfiada, ya que nunca antes el embajador había entrado en mi habitación, menos aún a esas horas de la noche.
Cuando me senté a su lado el albornoz que llevaba puesto se me abrió un poco, lo cual me produjo cierto pudor, pues aunque apenas se me podía entrever la parte baja de mis muslos, justo por encima de las rodillas, se intuían líneas sinuosas de carnes prietas y jóvenes que empezaban a sentir el fuego del deseo. Mi primera reacción fue tratar de volver a cerrar el albornoz, mas, sin embargo, no lo hice, en parte porque no quería que el embajador sospechara que yo pensaba mal de él, en parte porque algo dentro de mí disfrutaba con aquella situación, ya que desde hacía tiempo me había percatado de la admiración que mi cuerpo esbelto causaba en el viejo, y no perdía ocasión de lucirme delante de él porque ello me proporcionaba cierto placer morboso.
El embajador había bebido bastante pero tenía la suficiente lucidez como para hablarme sin que se le trabaran las palabras. “Ha sido una gran fiesta”, me dijo, “hoy celebramos el XXV aniversario de la independencia de Kubanda. Sí... Kubanda. Muchos hombres dieron su vida por liberar a Kubanda de los europeos y ahora, ya ves, aquí hemos estado todos bebiendo, europeos y africanos, para conmemorar la independencia de la patria. ¿No te parece gracioso? Con lo que nos costó echar a los franceses, el sacrificio de tanta gente, para que ahora llegue el Gobierno, la sangre nueva, y se la venda a los americanos; y a los que como yo fundamos el país nos mandan al exilio. Con todos los honores, eso sí, como si yo fuera estúpido. ¡Kubanda me pertenece!, ¡es mía!”. Y al decir esto se echó sobre mí y comenzó a besarme y a lamerme por todo el cuerpo y de vez en cuando susurraba: “Eres mía, Kubanda, mía”. Yo no podía sentir placer con aquel hombre de carnes fláccidas, pero tampoco me resistí, en parte porque me sentía acongojada pero también porque me sentía obligada a complacer a aquel viejo por el que en ese momento más que asco sentía una gran pena. Él continuó lamiéndome y apretándome; estaba como enajenado, fuera de sí; me colocó de espaldas, la cabeza contra la almohada y la grupa levantada, y me tomó por detrás como un poseso; parecía que al hacerme suya se adueñara a la vez de toda Kubanda, como si al poseerme a mí poseyera también al país; mientras recibía sus empellones él no dejaba de gritar: “¡Eres mía, Kubanda, mía!”. Al mismo tiempo, en la lejana Kubanda un grupo de militares al servicio del embajador y con el apoyo de los servicios secretos franceses se levantaron en armas y dieron un golpe de Estado; mientras el viejo embajador cabalgaba sobre mí las calles kubandesas eran tomadas por los insurrectos a golpes de fusil y de machete. Él continuaba con sus violentos empellones a la vez que en la distancia los militares disparaban y ejecutaban al compás de los movimientos impúdicos del viejo. Como si de un extraño ritual se tratara, la violencia se adueñó de las calles de Kubanda hasta que el nuevo tirano se derrumbó sobre mi espalda tras un estruendoso orgasmo con el que puso fin a la primera de las muchas noches en las que anduvo entre mis sábanas[1].


[1] Accésit en el II Certamen de Relatos Cortos de Mujer, Ayuntamiento de Telde, 2004. Mención de Honor en el IV Certamen de Relato Breve “Melpómene”, Ayuntamiento de Ingenio, 2004.

jueves, 24 de mayo de 2012

Si esto es una democracia


L
os derechos humanos son esas exigencias morales básicas que puede reivindicar cualquier individuo para que se le reconozca como persona, es decir, para que se le reconozca como un ser que -para decirlo con Kant-, dotado como está de razón, tiene autonomía y por ello mismo ha de ser tratado siempre como un fin en sí mismo y nunca sólo como un medio, lo que significa que tiene dignidad y no precio y que, por tanto, es merecedor del máximo respeto y consideración. El reconocimiento por parte del Estado de los derechos humanos dio lugar al Estado de derecho, que, como se sabe, es aquel Estado en el que rige lo que los filósofos del derecho han dado en llamar el imperio de la ley, es decir, en el que todos los individuos, grupos de individuos, entidades supraindividuales, incluso el propio Estado están sometidos, e igualmente sometidos, a la misma ley; y en el que, además, el Estado no sólo respeta los derechos individuales, sino que tiene como principal función garantizar dichos derechos.
            Puesto que los primeros derechos fundamentales reconocidos fueron los derechos civiles y políticos, los inspirados en el valor moral básico de la libertad, tal reconocimiento trajo consigo no sólo el Estado de derecho, sino también la democracia moderna, que es esa forma de organizar políticamente la sociedad en la que se reconoce el derecho de los individuos a participar en la toma de decisiones públicas que les afectan. Y como tras el reconocimiento de los derechos humanos de la primera generación llegó el reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales, inspirados en el valor moral básico de la igualdad, pues se entiende que sólo si todos los ciudadanos tienen garantizadas unas mínimas condiciones materiales de vida podrán todos disfrutar de los derechos humanos de la primera generación, entonces la concepción del Estado democrático de derecho debió ampliarse, y éste pasó de ser meramente liberal a ser también social.
            La democracia, pues, deriva del reconocimiento de los derechos fundamentales, cuyo sentido no es otro que proteger la dignidad de las personas, y, por ende, es antes una elección ética que propiamente política, toda vez que su validez no viene dada ni por su eficacia ni por su eficiencia, sino por ser el único sistema que se levanta sobre el principio moral de reconocer a todas las personas como sujetos de iguales derechos. De ahí que la democracia deba ser sustantiva además de procedimental, pues no puede limitarse a establecer los procedimientos adecuados para la toma de decisiones colectivas, ya que en una democracia han de estar garantizados los derechos fundamentales de los individuos. Y si esto es así, entonces se comprende con facilidad que la regla de la mayoría no puede servir para legitimar decisiones que atenten contra la dignidad de ningún ser humano, pues la validez de dicha regla descansa precisamente en que constituye el mejor modo de proteger la dignidad de los individuos. Todo lo cual debiera llevar a preguntarnos, ante los ataques a la dignidad a que están siendo sometidos los ciudadanos por parte de los gobiernos de turno, si esto es una democracia.

domingo, 6 de mayo de 2012

El machetazo semanal


L
a concepción que Marx tenía del trabajo, según la cual éste constituye el único modo que tenemos las personas de realizarnos, se proyecta sobre la exaltación del mismo que tradicionalmente han llevado a cabo los partidos de izquierdas y los sindicatos de clase, la cual ha venido expresándose en consignas del tipo “El trabajo dignifica” y otras por el estilo. Y aunque tal concepción del trabajo haya sido asumida por algunos sociólogos, filósofos y gentes de similar reputación, tengo para mí que es bien distinta de la que tienen la mayor parte de los trabajadores, para quienes la tradición judeocristiana, “¡te ganarás el pan con el sudor de tu frente!”, tiene mucho más peso que las ideas de Marx a este respecto.
            En efecto, el trabajo no goza de muy buena prensa entre los currantes, por más que éstos se puedan sentir orgullosos del modo en que se ganan la vida. Esta visión peyorativa del trabajo se refleja en la aspiración que tiene la mayor parte de la gente, declarada o no, a vivir bien sin pegar golpe, a dedicarse a la buena vida, que no es exactamente lo mismo que la vida buena de la que en su día hablara Aristóteles. Y es esta concepción negativa del trabajo la que explica que el viernes sea el día más celebrado de la semana entre los trabajadores, para quienes el trabajo no es precisamente un regalo del cielo, sino, antes al contrario, una suerte de maldición divina. Mas a pesar de que el viernes sea desde hace ya tiempo el día de los currantes por antonomasia, al menos entre los que libran los sábados y los domingos, pues no en vano constituye la antesala del fin de semana, el gobierno de Mariano Rajoy ha conseguido en tan sólo unos meses que no sólo los trabajadores sino los ciudadanos en general lleguen a los días de asueto con auténtico pavor.
            Y es que el viernes ya no es ese día en el que comienza el tiempo semanal de descanso, sino que se ha convertido en el día en que tras la reunión del sanedrín de los moderados, el Consejo de Ministros, se anuncien nuevos recortes sobre los recortes y recorto porque me toca. En efecto, semana tras semana, viernes tras viernes, el Gobierno anuncia nuevas medidas para, dice, combatir la crisis. Y si, tal como señala el propio Rajoy, las reformas emprendidas no son fruto de la improvisación sino que responden a una estrategia y se van a seguir anunciando cada  viernes hasta que llegue el verano, uno no puede sino preguntarse por qué razón no nos dicen de una vez cuáles son esas reformas que los moderados van a emprender para salvarnos a todos y nos libran así de esta tortura del machetazo semanal. ¿Será que no contentos con habernos chafado los viernes pretenden también que le tengamos pánico al período estival?

jueves, 3 de mayo de 2012

Añoranza


Llegó a Madrid una tarde de otoño, a finales de septiembre o principios de octubre. Traía consigo una mochila en la que había metido toda la ropa de abrigo que había podido conseguir en Las Palmas y algunos libros -novelas y poesía fundamentalmente- con los que junto a las dos o tres casetes de autores canarios pensaba que iba a poder combatir la añoranza. No sabía ella todavía que la añoranza de las islas no se puede combatir con nada, sino que simplemente se siente y se sufre y se llega a soportar aunque nunca se consiga superar del todo. Por otra parte, tampoco había decidido  irse a estudiar a Madrid pensando en que iba a echar mucho de menos su tierra, antes bien, todo lo contrario. Estaba harta de Las Palmas: a sus veinte años la isla se le hacía chica; el mar, sin dejar de ser estimulante, la estaba ahogando; la sangre le fluía por todo el cuerpo y le pedía salir de allí, buscar nuevas experiencias, nuevos horizontes y, sobre todo, nuevas gentes. Sentía simplemente, con la inocencia y la pasión propias de la juventud, ansias de libertad.
Así que cuando aquella tarde otoñal llegó a Madrid, lo hizo con el talante de quien cree estar en disposición de comerse el mundo. En cuanto se instaló en la residencia de estudiantes salió a la calle y estuvo horas y horas deambulando sin rumbo fijo, contemplando los escaparates, las librerías, los cafés, las tiendas de discos... todo era tan nuevo para ella. Incluso el triste color gris propio de la contaminación y de la época del año que rezumaba el ambiente le resultaba fantástico; los árboles lánguidos, sin hojas, que recordaban más a la muerte que a la vida, también se le antojaban maravillosos, tal era el estado de ánimo en que se encontraba.
         Supongo que fue esa jovialidad lo que me atrajo de ella. Cuando la miraba era como si me enfrentara a un espejo que reflejara mi pasado. Doce años atrás yo también había llegado a Madrid un día del color del plomo, el mismo que empiezan a tener mis cabellos, impaciente por conocerlo todo, por beberme la vida en un instante. Recuerdo que a mí también me agobiaba la isla y que tampoco podía imaginar entonces cuanto echaría de menos Canarias. Nunca renegué de mis orígenes isleños pero ansiaba hasta la exasperación llegar a espacios más abiertos. Con el tiempo, después de muchas tardes de frío y lluvia sobrellevadas a fuerza de beber café y lágrimas, sin más compañía que un gato y mis libros, comprendí que la tragedia del ser canario consiste en que mientras estamos en las islas nos vamos sintiendo paulatinamente atrapados y desesperamos por partir, pero al poco tiempo de vivir fuera somos víctimas de la añoranza de la tierra, del sol y del mar, y sobre todo, de la gente. 
         Aún recuerdo perfectamente el día que la conocí. Yo estaba pasando lista en clase, lo habitual en los primeros días del curso, cuando identifiqué su nombre como algo cercano. “Guacimara Robayna”, leí en voz alta y ella al responder me dirigió una mirada cómplice de canariedad compartida. Ahí estaba, sin haber perdido aún el moreno característico de su piel, desafiante, irradiando aquella falsa seguridad con la que trataba de disimular su natural timidez. 
          Supongo que ella también se sintió atraída por mí porque era la única persona que le resultaba familiar en aquella ciudad tan nueva y desconocida, y porque, al fin y al cabo, yo también representaba, en cierta medida, la imagen de lo que Guacimara creía en ese momento que quería llegar a ser: acababa de cumplir treinta años y además de dar clases de literatura contemporánea en la universidad tenía dos novelas publicadas, aunque sin demasiado éxito, una de las cuales fue editada cuando yo aún era estudiante. Ella, aspirante a escritora como tantas otras, me admiraba. Debo reconocer que aproveché esta situación, aunque no de una manera intencionada, ni siquiera del todo consciente, para seducirla. 
        Lo cierto es que desde los primeros días del curso se estableció entre ella y yo una relación de empatía, que con el tiempo se transformó en amistad, y posteriormente en auténtico amor, al menos por mi parte. No le reprocho nada porque tengo la certeza de que aunque en el fondo nunca me amó, se había convencido de que estaba locamente enamorada de mí, cuando lo que realmente le fascinaba era mi obra, incluso mi vida, pero no yo. Hoy, desde la objetividad que proporciona la distancia, reconozco que siempre lo sospeché pero nunca quise reconocerlo, porque a quién no le gusta que le admiren. Cuando en clase disertaba sobre alguno de los autores de los que luego, en la intimidad de mi casa, compartíamos apasionadas lecturas, notaba cómo se esforzaba en disimular la admiración que me profesaba.
           Recuerdo qué cortas se nos hacían las largas noches del invierno de Madrid. Yo le leía fragmentos de novelas, también de poemas de mis autores preferidos y ella no se cansaba de leerme páginas de mis propios libros. En alguna que otra ocasión nos sorprendimos evocando imágenes de nuestras islas, entonando canciones de autores canarios, incluso de temas folclóricos. Aquellas veladas literarias solíamos terminarlas haciendo el amor. Aún tengo impregnado el sabor de su boca, la frescura de sus besos, el olor de su cuerpo. Después de amarnos intensamente yacíamos durante varias horas en la cama y yo me dormía jugando a enredar los caprichosos rizos de su pubis entre mis dedos.
         Una de aquellas noches en las que habíamos quedado para compartir amor y literatura ella trajo consigo el manuscrito de la novela que había estado escribiendo desde antes de que nos conociéramos. Yo ya sabía algo de su proyecto literario porque me lo había comentado, mas hasta ese momento no había consentido en dejármelo leer. Decía que nadie lo leería hasta que no estuviera terminado, pero que en cuanto lo concluyera yo sería la primera persona en leerlo. Y así fue, aquella noche se presentó en mi casa tan excitada que apenas tuve tiempo de hablar con ella: me entregó el manuscrito y me pidió por favor que lo leyera despacio, con frialdad, y que cuando terminara emitiera un juicio objetivo, que no me dejara influir por mis sentimientos hacia ella. Después me besó, dio media vuelta y se marchó.  
         Invertí toda la noche en leer su novela y justo cuando empezaba a clarear acabé de leerla. Un bodrio. La historia que contaba no era del todo mala, aunque a mí, francamente, no me atraía en absoluto. Por lo demás estaba muy mal escrita, con un estilo pésimo y un lenguaje muy poco fluido. La verdad es que no entendía cómo una criatura tan apasionada, fresca y espontánea podía haber escrito algo así, de un aburrimiento tal que si no llego a saber quién era su autora jamás habría finalizado su lectura. Durante el resto de la semana no supe nada de ella, ni siquiera apareció por clase para darme tiempo a elaborar mi crítica. Yo era plenamente consciente de lo importante que era para Guacimara mi opinión, con lo que me encontraba ante un gran dilema moral. Finalmente se presentó en mi casa por sorpresa y yo me vi en la obligación de decirle lo que de verdad pensaba de su obra, aunque casi me doliera más a mí que a ella. Le dije que no tenía el talento necesario para ser escritora pero que eso no debía preocuparla demasiado, que había muchísimas maneras de disfrutar de la literatura, incluso de dedicarse a ella profesionalmente, sin escribir. No fui nada convincente, ella se fue deshecha y yo la perdí para siempre.
           Aunque a nivel personal considero que fue un acierto mostrarle mi sincera opinión, no cabe duda de que ése ha sido el mayor error de toda mi carrera. Ella es hoy Guacimara Robayna, la joven escritora que está de moda en los círculos literarios y editoriales gracias a su recién publicada novela Un paseo por Madrid, y yo sigo siendo una lúgubre profesora de literatura en la universidad, dedicada a la crítica literaria por no haber sabido conquistar al público con sus novelas y poemarios. Las noches han vuelto a ser extremadamente frías y largas y ya nadie me brinda su calor a cambio de mis lecturas. Tan sólo mi viejo gato se duerme sobre mis pies y es a él a quien, de vez en cuando, leo poemas que yo misma escribo, y siempre me responde con un cálido ronroneo que mitiga la ausencia de los otrora abundantes susurros de amor al oído[1].


[1] Publicado por primera vez en la revista Anarda, nº 40, Las Palmas de Gran Canaria, Canarias Siglo XXI, 2002.
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