domingo, 13 de julio de 2014

¿Para qué sirve la filosofía?

P
ara qué sirve la filosofía? Seguramente todos los que nos dedicamos a esta milenaria disciplina, alguna vez, o muchas, nos hemos tenido que enfrentar a esta pregunta. Una pregunta que no siempre se formula con el debido respeto ni a la filosofía ni a los filósofos, pues aunque en ocasiones quien interroga es alguien deseoso de saber si la filosofía sirve de verdad para algo (actitud esta, la curiosidad ante lo desconocido o el deseo de saber, que constituye, por cierto, la más genuina actitud filosófica), muchas otras veces quien pregunta lo hace desde el sarcasmo o, lo que es peor aún, tan despectiva como retóricamente, dando por supuesto que la filosofía no sirve para nada y que, por ende, carece de valor.
            A pesar de los sarcasmos, las ironías y los aires de suficiencia basados en los prejuicios, lo cierto es que la pregunta de marras, pese a su aparente sencillez, no es baladí, y que quienes, ya sea desde el respeto, ya sea desde el desprecio, han preguntado alguna vez para qué sirve la filosofía merecen alguna respuesta, siquiera sea una respuesta filosófica. Y es que el problema de si la filosofía sirve o no para algo encierra en sí mismo cierta enjundia filosófica y sólo se puede intentar resolver desde la propia filosofía, lo cual exige un ejercicio de metafilosofía o, si se prefiere, una suerte de filosofía de la filosofía.
            Una primera respuesta bien podría centrarse en las pequeñas, o grandes, según se mire, utilidades de dedicarse al ejercicio filosófico. La filosofía sirve para aprender a pensar, hemos oído alguna vez proclamar a quienes emplean esta afirmación para reivindicar la permanencia de nuestra disciplina en los planes de estudio de la enseñanza secundaria. Y no les falta razón pues, en efecto, el estudio de la filosofía contribuye al desarrollo del pensamiento crítico, de la comprensión lectora, la expresión oral y escrita, la capacidad de argumentación y la adquisición de toda una serie de competencias, como gusta decir a los pedagogos, importantes para desenvolverse en la vida. Sin embargo, aun siendo esto así, justo es reconocer que la filosofía no es la única disciplina que sirve para aprender a pensar, pues el resto de las materias que forman parte del amplio campo del saber, desde las matemáticas hasta la literatura, contribuyen también al desarrollo del pensamiento. Y lo que es más importante para el tema que nos ocupa, no parece que esta respuesta resulte satisfactoria para nuestros interpelantes, quienes bien podrían objetar que se trata de una manera de responder que consiste básicamente en eludir la pregunta, la cual apuntaría, más bien, al para qué de la filosofía en un sentido más nuclear y no tan tangencial. En efecto, quien pregunta para qué sirve la filosofía no interpela acerca de cuánto contribuye a la adquisición y desarrollo de determinadas competencias, por importantes que éstas se puedan considerar, sino si la filosofía como tal sirve realmente para algo, es decir, si genera algún tipo de conocimiento propio o si es capaz de contribuir al desarrollo de la humanidad de alguna forma específica, al modo en que lo hacen las distintas ciencias.
            A este respecto conviene recordar que la ciencia y la filosofía son dos formas de conocimiento distintas pero estrechamente vinculadas. Se trata, en efecto, de dos formas de saber que en nuestro tiempo consideramos como plenamente diferenciadas: mientras la ciencia es una forma de conocimiento que trata de formular leyes que expliquen los fenómenos, se expresa en un lenguaje metódico y sistemático, se apoya en un sólido aparato lógico y matemático y exige que las leyes formuladas se puedan comprobar empíricamente, lo que le permite además realizar predicciones, la filosofía, en cambio, es una disciplina racional pero especulativa, que pretende reflexionar argumentativamente sobre la totalidad de lo real y lo real como totalidad (metafísica, ontología o estudio del ser), el ser humano (antropología filosófica), las posibilidades de que éste alcance el conocimiento y la verdad (epistemología), los aspectos formales del pensamiento (lógica), la acción individual desde la perspectiva del bien (ética), la praxis en el ámbito de la esfera pública (filosofía política) y la belleza (estética). Sin embargo, lo cierto es que, aunque en la actualidad concibamos la ciencia y la filosofía como modos de conocimiento distintos, es evidente que ambas están íntimamente relacionadas. De hecho, los términos ciencia y filosofía tienen etimológicamente un significado muy similar, pues el vocablo ciencia procede del sustantivo latino scientia, el cual a su vez proviene del verbo scire, que significa saber, de manera que scientia, y por lo tanto también ciencia, vendría a significar el saber, mientras que la palabra filosofía es un término compuesto que resulta de la unión de los vocablos griegos philo y sophía, es decir, amor por la sabiduría. Y es que la ciencia y la filosofía tienen un origen común pues ambas nacen como un modo de conocimiento unitario en la Grecia del siglo VI antes de Cristo.
            Mas a pesar de que en la Antigüedad la filosofía y la ciencia conformaban un solo modo de conocimiento, lo cierto es que, tal como venimos recalcando, en la actualidad, y desde hace varios siglos, constituyen formas de saber diferenciadas, lo que nos lleva a preguntarnos si la ciencia, o mejor dicho, si las ciencias, a medida que se han ido emancipando del tronco común del saber, de la filosofía, han ido dejando a la filosofía sin un campo de estudio propio. Y la respuesta a esta pregunta sólo puede ser negativa a la luz de la tradicional distinción filosófica entre el ser y el deber ser, pues parece claro que en la medida en que la ciencia trata de alcanzar un conocimiento del ser, es decir, del mundo tal como es, el mundo objetivo, el mundo de los hechos y de las cosas, se ve imposibilitada para abordar el ámbito del deber ser, es decir, el mundo no ya tal como es sino como creemos que debiera ser, el cual constituye un campo irreductiblemente filosófico. Y es que, en efecto, cuando nos referimos al ser, empleamos un lenguaje descriptivo, compuesto por juicios de hecho, es decir, por enunciados que son verificables, susceptibles de ser calificados como verdaderos o falsos, que es lo propio del lenguaje científico, mientras que cuando nos referimos al ámbito del deber ser, ya no podemos emplear un lenguaje descriptivo sino que tenemos que hacer uso de un lenguaje valorativo, compuesto por juicios de valor cuya característica más prominente es que no son verificables, pues no hay posibilidad de establecer la verdad o falsedad de los mismos, y por lo tanto no pueden formar parte de la ciencia. Y si esto es así, entonces parece claro que aquellas disciplinas que ya Aristóteles denominara ciencias prácticas, a saber, la ética y la política, desde la perspectiva de lo que consideramos hoy que haya de ser la ciencia y la filosofía y toda vez que se trata de disciplinas que no se orientan hacia el ser sino hacia el deber ser, constituyen en nuestro tiempo disciplinas irreductiblemente filosóficas. La filosofía, por lo tanto, sigue manteniendo un campo de estudio propio y exclusivo en el ámbito práctico, es decir, en el ámbito del deber ser. Pero incluso si atendemos al ámbito teórico, la filosofía sigue teniendo mucho que decir, como prueba el gran desarrollo que en el pasado siglo experimentaron disciplinas genuinamente filosóficas como la filosofía de la ciencia o la epistemología. Resulta evidente que, sin salirnos de la esfera teórica, existen problemas de gran importancia que siguen siendo irreductiblemente filosóficos, como es el caso de las cuestiones epistemológicas o metodológicas que afectan a todas las disciplinas científicas y, sin embargo, mantienen un claro cariz filosófico.
            Otra manera, acaso la más acertada, de abordar la cuestión planteada, la de para qué sirve la filosofía, es centrándonos en el sentido mismo de la pregunta y en lo que éste implica. Y es que, tal como anunciábamos al comienzo de este artículo, la pregunta por la utilidad de la filosofía parte de la premisa implícita de que lo inútil, lo que no sirve para nada, no vale nada. Y es aquí donde acaso la filosofía nos pueda ayudar a desvelar el primer gran error, pues, como en seguida habremos de ver, una cosa es la utilidad de algo y otra bien distinta su valor, por más que una y otro estén relacionados. Para dilucidar la distinción entre utilidad y valor debemos previamente aclarar la diferencia que se da entre los medios y los fines. Llamamos fines a los objetivos, a las metas que perseguimos, que pretendemos alcanzar, mientras que denominamos medios a los recursos que ponemos en práctica para alcanzar dichos fines. Sin embargo, sucede que la mayor parte de nuestros fines no los perseguimos por sí mismos sino que, antes bien, los perseguimos porque consideramos que constituyen buenos medios para alcanzar otros fines que consideramos superiores, los cuales, a su vez, tampoco se persiguen por sí mismos sino porque nos sirven para alcanzar otros más importantes, y así sucesivamente hasta alcanzar aquello que Aristóteles llamara el fin último, es decir, el que ya no constituye ningún medio para alcanzar otro fin, sino que, al contrario, todos los demás fines conducen a él, pues se trata del fin que perseguimos porque tiene un valor en sí mismo.
           Si atendemos a la distinción entre medios, fines y fin último, o fines últimos, pues no hay por qué reducirlos a uno solo, nos daremos cuenta de que el valor, aun estando relacionado con la utilidad, no puede identificarse con ella. En efecto, el valor de los medios, o de los fines que a su vez son medios para alcanzar otros fines, viene dado por su utilidad, es decir, por la eficacia de dichos medios para conseguir los fines a que han de conducir y depende, en última instancia, del valor que para nosotros tenga el objetivo que se pretende alcanzar. Se trata pues de un valor relativo: relativo a la eficacia del propio medio y relativo al valor del fin perseguido. En cambio, el valor de los fines últimos, de aquellos que no son medios para alcanzar ningún otro fin sino que constituyen fines en sí y, por lo tanto, no sirven para nada (más bien todos los demás fines-medios si sirven para algo es porque sirven para alcanzar estos fines últimos) no es ya un valor relativo sino que es un valor absoluto. Los fines últimos son los que más valor tienen porque siendo como son fines en sí se persiguen por sí mismos, porque tienen un valor por sí mismos y ese valor es, por lo tanto, absoluto. De lo que se desprende que aquello que no sirve para nada no necesariamente carece de valor, pues bien pudiera suceder que fuese lo más valioso precisamente por ser un fin en sí. ¿Será éste el caso de la filosofía? El viejo Aristóteles ya señaló en su imponente Metafísica la primacía de la filosofía entre todos los campos del saber precisamente porque no tiene a la utilidad por fin. Y sin necesidad de llegar tan lejos, diríamos nosotros ahora que, puesto que la filosofía es una disciplina, incluso una actitud, radical y crítica no sólo ante la realidad y el conocimiento que de ella podamos tener, sino también ante la acción humana, que no acepta ningún juicio ni de hecho ni de valor sin someterlo previamente al examen racional, bien pudiéramos considerarla como un fin en sí, aunque no sirva para nada, o acaso precisamente por ello.

jueves, 26 de junio de 2014

La pobreza y el interés general

C
uando el pasado mes de marzo Cáritas alertaba, una vez más, del incremento de la pobreza y la desigualdad en España, el nunca bien ponderado ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, se apresuró a señalar que los informes que la organización de marras presenta periódica y sistemáticamente no se corresponden con la realidad. El documento presentado por Cáritas se centraba entonces en la pobreza en la infancia y en él se afirmaba que España tiene el infausto honor de ser el segundo país de la Unión Europea con una mayor tasa de pobreza infantil. Y hete aquí que, para la desgracia de Montoro, tras el informe de Cáritas han venido sucediéndose las publicaciones de otros similares que reflejan datos igualmente similares. Incluso desde el propio Instituto Nacional de Estadística (INE) se han empeñado en contradecir al ministro. 
            Entre las causas de la pobreza en España, obviamente, se halla el altísimo índice de desempleo, pues el trabajo es el único medio del que disponemos la inmensa mayoría de los seres humanos para obtener los recursos económicos necesarios para llevar a cabo una vida digna, amén de los sectores de la población que por razones morales no deben trabajar, como es el caso de los niños y nuestros mayores, trabajadores potenciales los primeros y extrabajadores los segundos, en cualquier caso. Sin embargo, la falta de empleo no es la única causa de la pobreza, pues en España, según los datos publicados por el INE hace unos días, el 12 por ciento de los trabajadores que disponen de empleo cobran un sueldo igual o inferior al salario mínimo interprofesional, lo que hablando en plata significa que el hecho de tener empleo no es garantía de dejar de ser pobre.
            La pobreza constituye en sí misma un atentado contra la dignidad humana y, por ende, es una de las más atroces formas de violencia que debiera combatir un país como España que se define a sí mismo como un “Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”, tal como reza el primer artículo de la Constitución, la misma que el Gobierno defiende con tanto ahínco en según qué casos. Y la lucha contra la pobreza, que no contra los pobres, habrá de comenzar por la erradicación de los salarios de miseria y la distribución, mucho más importante que la creación, del empleo, para que todos tengamos acceso al trabajo y que éste sea realmente un medio para vivir con dignidad. Salarios dignos y reducción de la jornada laboral resultan indispensables para combatir la pobreza y avanzar en la construcción de una sociedad más justa, así como poner límites a la riqueza, pues la riqueza de unos pocos es la pobreza de muchos y, no está demás que lo recordemos, también la sacrosanta Constitución, en el artículo 128.1, establece: “Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”. Y digo yo que la erradicación de la pobreza y el derecho a desarrollar una vida digna bien puede ser considerado un asunto de interés general.

sábado, 7 de junio de 2014

Más allá del republicanismo

E
l todavía rey Juan Carlos I ha abierto el debate sobre la legitimidad de la monarquía, suponemos que no de forma intencionada, al abdicar del trono. Quienes en España han venido defendiendo la monarquía constitucional como la mejor forma de gobierno, ya se trate de monárquicos de toda la vida, juancarlistas o felipistas de nuevo cuño, han encontrado en la Constitución el mejor argumento para justificar su posición toda vez que, según repiten una y otra vez, se trata de la ley fundamental que los españoles se dieron a sí mismos y en ella se señala, en el artículo 1.3, que “la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”. Olvidan los defensores de tan vetusta como rancia institución, que cuando los españoles aprobaron la Constitución no lo hicieron artículo por artículo, sino que la ley de marras fue aprobada en su conjunto, con lo que no sabemos si en realidad estaban a favor o no de la monarquía.
            Lo cierto es, en cualquier caso, que aun si concedemos que la aprobación de la Constitución mediante el referéndum otorga legitimidad a todos y cada uno de los artículos, incluido el 1.3, justo es reconocer que tal legitimidad no puede ser eviterna, pues ni quienes a la sazón pudieron votar han de ser prisioneros de su voto durante toda su vida, ni menos aún habremos de serlo quienes entonces no tuvimos la oportunidad de decidir, algunos por ser demasiado jóvenes, otros porque ni siquiera habían nacido. Y es que, como bien señalara Kant en su célebre opúsculo ¿Qué es la Ilustración?, una generación no puede llegar a un acuerdo tal que impida a las generaciones posteriores progresar, es decir, que les impida avanzar en su propia ilustración, la cual, en suma, consiste en la autodeterminación, es decir, en decidir por uno mismo sirviéndose de su razón sin entregarse a la tutela de otro. Y si esto es así, y porque la democracia consiste en el autogobierno de los ciudadanos, entonces la ciudadanía habrá de decidir, de nuevo y cuantas veces lo requiera, si opta por mantener la monarquía o se decanta por la república.
            Por mi parte, y aun a riesgo de ser reiterativo, considero que la monarquía es una institución antidemocrática porque, a pesar de que el rey no tenga funciones de gobierno, atenta contra los pilares de la democracia, toda vez que niega el principio de igualdad de los ciudadanos que es, junto al principio de libertad, el fundamento del sistema democrático. Mas, como adelantábamos en nuestro último artículo, la república no puede entenderse únicamente como la ausencia de rey, pues el republicanismo implica el compromiso con la cosa pública, con la res publica. En efecto, el republicanismo pretende ser una alternativa al liberalismo y quienes militan a favor de la causa republicana encuentran la democracia liberal representativa demasiado limitada para garantizar la libertad de todos los ciudadanos y, en general, abogan por la construcción de espacios públicos de participación ciudadana y por formas de democracia más participativas, deliberativas y directas.
            Sin embargo, acaso sea por la herencia rousseauniana, acaso por la influencia del marxismo o quizás por la nostalgia de la vieja Atenas, lo cierto es que el republicanismo, en su defensa de lo público y la búsqueda del bien común, tiende a confundir éste con lo estatal y a poner el énfasis en la comunidad en detrimento del individuo. Y es en este punto donde comienzan mis discrepancias, pues la búsqueda del bien común no puede consistir en otra cosa que en la búsqueda del bien de los individuos que conforman la comunidad. Pues cuando se antepone la comunidad a los individuos, tal comunidad deviene en el Estado y se corre el riesgo no sólo de que se sacrifiquen los intereses de los individuos para salvaguardar los de la comunidad, es decir los del Estado, sino que se sacrifique a los individuos mismos. Y para evitar esas derivas totalitarias y superar al tiempo las limitaciones de la democracia representativa, yo abogaría por una suerte de democracia libertaria, una democracia participativa, directa y deliberativa, donde tuviera lugar un reparto igualitario de la riqueza y del poder y donde, en definitiva, los individuos tuvieran la última palabra en lo que se refiere a los procesos de toma de decisiones públicas, todo lo cual nos situaría bastante más allá del republicanismo.

martes, 3 de junio de 2014

Monarquía o república

L
a abdicación del rey ha cogido a todo el mundo con el paso cambiado. Bueno, a todos no, porque ya sabemos que siempre están los que presumen de estar más informados que nadie y a posteriori, que no a priori, se apresuran a señalar que ellos ya sabían que esto iba a ocurrir: no lo dijeron ni comentaron antes por la discreción debida, se entiende. Desde luego no es mi caso y si alguien me hubiese preguntado hace unos días le habría contestado que el rey no tenía la más mínima intención de abdicar, por más que desde diversos sectores nada sospechosos de antimonárquicos se hubiese sugerido la conveniencia de que dejara el paso libre a su sucesor para contribuir a que la Corona recuperase el prestigio perdido como consecuencia del caso Nóos, las cacerías de elefantes en plena crisis y hasta el estado de salud del monarca.
            La decisión del rey ha dado pábulo a que cada cual opine no ya sobre el hecho en sí de la abdicación, que también, sino sobre la legitimidad misma de la monarquía y la compatibilidad de ésta con la democracia. Ante semejante cuestión los monárquicos se están pronunciando como cabía esperar, esgrimiendo la Constitución como argumento legal que legitima la institución de marras; los republicanos, como también es lógico, reivindican la abolición de la monarquía; pero quienes no dejarán de sorprenderme son los que aun sintiéndose republicanos siguen defendiendo la conveniencia de la institución monárquica por razones más o menos pragmáticas. Me refiero toda esa pléyade de políticos de diversos partidos -desde la izquierda biempensante del PSOE hasta los más liberales del PP, pasando por los nacionalistas de distinto signo como Coalición Canaria, Nueva Canarias, el PNV o CIU- que durante muchos años se definieron como juancarlistas y ahora les está faltando tiempo para declararse felipistas.
             Sea como fuere, felipistas, juancarlistas o monárquicos declarados debieran tener en cuenta que la monarquía, por muy parlamentaria que sea, es una institución esencialmente antidemocrática porque contradice uno de los principios fundamentales de la democracia, a saber, el de la igualdad jurídica, aquel que Kant gustaba de llamar el principio de la dependencia de todos de una única legislación común. Y ello es así aunque el monarca respete las reglas de la democracia representativa al menos en lo que se refiere a su no intromisión en los asuntos del Gobierno. Con todo, uno puede entender que haya monárquicos que se consideren demócratas y que aboguen por esta contradictoria, por extendida que esté, combinación de monarquía y democracia, pero lo que no alcanzo a comprender es que alguien que se considere demócrata se niegue a que la ciudadanía decida por la vía del referéndum, la más directa de las formas de participación política, sobre la permanencia de la monarquía. Por lo demás, no se me escapa que la república es mucho más que la ausencia de rey, pues implica la defensa de la cosa pública, la res publica, pero sobre ese asunto hablamos otro día. 

lunes, 26 de mayo de 2014

Reflexiones postelectorales

P
asaron las elecciones al Parlamento Europeo y la gran vencedora volvió a ser la abstención, lo que supone un gran fracaso para todas las fuerzas políticas que se presentaron, lo reconozcan o no. Y es que en el conjunto de la Unión Europea la participación electoral apenas alcanzó el 43,11 por ciento del electorado, en España el 45,86 por ciento y en Canarias el 37,74 por ciento. Con tan escasa participación de los ciudadanos parece claro que cualquiera que haya sido el resultado del proceso éste adolece de un fuerte déficit de legitimidad, cuestión ésta que debieran tener en cuenta los partidos políticos en liza si de verdad les interesa la democracia y no sólo alcanzar las máximas cuotas posibles en el reparto del poder.
            Lo que tan alto grado de abstención vuelve a poner de relieve es que la ciudadanía desconfía de sus posibilidades reales de influir en las políticas europeas, por más que éstas puedan afectarle directamente, mediante el ejercicio de su derecho al voto. Y puesto que la abstención ha venido siendo protagonista en los procesos electorales de los últimos años, si bien de manera menos destacada, todo indica que nos encontramos ante una fuerte crisis de la democracia representativa tal como ésta ha venido desarrollándose hasta hoy. Empero, ello no quiere decir que necesariamente quien se abstiene se desentienda de la política ni que no tenga interés en defender la democracia, pues bien pudiera ocurrir que parte de los que deciden no acudir a votar lo hagan por no tomarse la molestia de ejercer su derecho, pero también que muchos de ellos pretendan mostrar así su rechazo no ya a las fuerzas políticas existentes, que también, sino al propio sistema representativo, toda vez que éste les sustrae su legítimo derecho a participar directamente en los procesos de toma de decisiones públicas. Razones políticas pues, más que apolíticas, para no votar.
          Más allá de la abstención, destaca el auge de los partidos de extrema derecha, ultranacionalistas y xenófobos, como el Frente Nacional de Marine Lepen, primera fuerza política en Francia en estas elecciones y caso paradigmático del retorno de lo peor de Europa. Dicen algunos analistas que en realidad se trata de una nueva forma de entender la ultraderecha y que el éxito de Lepen se debe a su insistencia no sólo en las cuestiones identitarias y racistas, sino también a haber defendido planteamientos sociales propios de los partidos de izquierdas. Nada nuevo bajo el Sol, pues también los viejos fascismos emplearon esas tácticas y hasta el partido liderado por el mismísimo Hitler llevaba el apellido de socialista acompañando al nombre de nacional. Por lo demás, el panorama parlamentario no cambia demasiado, ya que el Partido Popular Europeo volvió a ganar y presumiblemente el candidato conservador y gurú de las políticas de la austeridad, Jean-Claude Juncker, será nombrado presidente de la Comisión Europea. Y en lo que se refiere a España, igual que en Canarias, lo mejor de todo fue la derrota del PPSOE y la aparición de nuevas fuerzas políticas con representación parlamentaria. Entre ellas Podemos, que con tan sólo cinco escaños ha logrado devolver la ilusión a buena parte de la izquierda desencantada que habrá de esperar a las generales para ver si se trata de una opción real o tan sólo de un espejismo pasajero. Mientras tanto, no queda otra que prepararse para resistir los embates austericidas de Juncker y los suyos.