miércoles, 17 de septiembre de 2014

No a la guerra, una vez más

C
uando a finales de 2010 y principios de 2011 estallaron las que se dio en llamar las primaveras árabes, muchos fuimos los que, desde este lado del mundo, pensamos que con estas revueltas ciudadanas, pacíficas, en contra de los regímenes autoritarios y a favor de la democracia y los derechos humanos, se abría una senda de progreso y esperanza en los países del Magreb. La marea revolucionaria no tardó en expandirse por todo el norte de África y llegar a Oriente Próximo. Incluso el movimiento 15-M en España, que luego llegaría a otros lugares de Europa y de Estados Unidos, es en buena medida heredero de las primaveras árabes. Sin embargo, la esperanza de un cambio pacífico que trajera un tiempo de progreso político y social se vio pronto truncada cuando las protestas en Libia devinieron en cruenta guerra civil por el empecinamiento de Gadafi en aferrarse al poder. Fue el principio de la degeneración de un movimiento que, insisto, nos ilusionó a muchos.
            Lo ocurrido en Egipto fue el siguiente paso. Tras el derrocamiento de Mubarak se abrió un proceso constituyente y se celebraron elecciones libres. Pero entonces ocurrió lo que nadie esperaba: vencieron los Hermanos Musulmanes y, nada más hacerse con el poder, redactaron una constitución a su medida, lo cual es contrario a los principios democráticos más elementales y moral y políticamente inaceptable. Sin embargo, la solución al problema fue aún más deleznable: un golpe de Estado militar, liderado por Abdul Fatah al-Sisi, derrocó al presidente electo, Mohamed Morsi, y derogó la constitución. Se abrió así una época de ilegalización y persecución de los Hermanos Musulmanes, con detenciones, torturas y hasta ejecuciones. Y todo ello con el visto bueno de las potencias occidentales.
           Mas probablemente donde la barbarie que siguió a las primaveras árabes causó más estragos, y sigue causándolos, fue en Siria. Las protestas pacíficas, en principio, en contra del presidente Bashar al-Asad obtuvieron una represión brutal como respuesta por parte del tirano, que no dudó en perpetrar un genocidio con tal de seguir en el machito. Desde entonces Siria se halla sumida en una guerra civil que ha costado la vida a más de 190.000 personas, según la ONU. El último capítulo de esta sinrazón lo está escribiendo el denominado Estado Islámico, una escisión de Al Qaeda que ha fundado un califato y controla un territorio repartido entre Siria e Irak en donde, según parece, ha materializado aquello que hasta ahora Al Qaeda sólo prometía. Las atrocidades cometidas por el Estado Islámico y difundidas a través de las redes sociales y los medios de comunicación, con torturas, crucifixiones y muertes a cuchillo, son una buena muestra del proceder de estos bárbaros. Sin embargo, no estoy tan seguro de que ello justifique una intervención militar por parte de Estados Unidos y sus aliados árabes y occidentales en la zona. No más al menos que los niños muertos en Gaza a causa de las bombas de Israel, los ejecutados por el gobierno golpista de Egipto o los miles de asesinados por el genocida declarado Bashar al-Asad, que será, no lo olvidemos, el gran beneficiado. ¿A cuántas personas inocentes matarán las bombas de la coalición internacional, nuestras bombas? Hoy, una vez más, creo que debemos decir No a la guerra.

sábado, 13 de septiembre de 2014

Pujol y el derecho a decidir

E
l pasado jueves se celebró, como cada 11 de septiembre, la Diada en Cataluña, con un nivel de participación espectacular, a pesar de los casos de corrupción que rodean a parte del nacionalismo catalán y el interés de la derecha española en vincular una cosa y otra. Ya decíamos hace unos días que uno de los hechos noticiables acaecidos este verano ha sido el descubrimiento de que el otrora honorable Jordi Pujol, pretendido padre de la patria catalana, es un chorizo, o una butifarra si se prefiere, pero un corrupto al fin. Hablo de descubrimiento porque la mayor parte de nosotros desconocíamos esa faceta pujoliana que, por lo visto, es cosa de familia. Claro que siempre aparecen los que, a posteriori, por supuesto, ya lo intuían. Pero los que verdaderamente me llaman la atención son quienes, pese a la confesión hecha por el propio Pujol, siguen clamando la inocencia del gran hombre del nacionalismo catalán.   
            Tal es el caso de uno de nuestros más famosos pluriasalariados, que no pluriempleados, Felipe González, quien niega la mayor y se empeña en afirmar la inocencia de Pujol. Y es que al decir de González, el bueno de Jordi no sólo no es corrupto sino que es casi un santo, pues se inculpa a sí mismo para proteger a sus hijos. ¡Qué conmovedor! González, con la lucidez que le caracteriza, considera la confesión poco creíble porque, se plantea, quién en Cataluña iba a entregar toda su herencia a uno solo de sus hijos sin dejar nada para su hermana. Un argumento de lo más sólido que en adelante habrá que incluir en los manuales de Lógica. Silogismo felipélico, podríamos llamarlo. Claro que la hermana del ex honorable no las tiene todas consigo y lo primero que hizo al enterarse de la herencia millonaria en el extranjero es preguntarle públicamente a Jordi: “¿Pero de qué herencia hablas?”, imaginamos que más preocupada por lo que su querido hermano le ha robado a ella que por lo que ha defraudado a Hacienda.
           También pudiera suceder que la antes secreta y ahora famosa herencia millonaria sea una invención y que el dinero de las cuentas de Andorra tuviera otro origen distinto, acaso ilegal, lo cual, para desgracia de González, no haría sino agravar la situación de Jordi Pujol. Algo así es lo que insinuó el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, en el Congreso de los Diputados, al señalar que no se podía descartar que se hayan cometido uno o varios delitos. Pero Montoro, que también tiene una lógica muy peculiar, fue bastante más lejos y aprovechó el escándalo del caso Pujol para arremeter contra el nacionalismo catalán. “No deja de ser significativo que se haya convertido, además, de repente, en un adalid del independentismo, radicalizando discursos políticos y sacando partido personal”, dijo Montoro refiriéndose al ex president. Unas declaraciones de lo más desafortunadas porque incitan a pensar, invirtiendo la argumentación, por qué ahora que el independentismo catalán tiene más fuerza que nunca es cuando salen a la luz las corruptelas pujolianas y no, por ejemplo, en los tiempos en que Aznar, que hablaba catalán en la intimidad, fue presidente del Gobierno. Porque si grave es que Jordi Pujol se haya revelado un corrupto, más grave aún sería si nos llegáramos a enterar de que durante años se hizo la vista gorda por conveniencia política. Mas como quiera que sea, a Montoro parece haberle salido el tiro por la culata, al menos a la luz de los cientos de miles de personas que participaron en la Diada, que es posible que no sean todos independentistas, pero cuesta creer que no estén todos a favor del derecho a decidir, a pesar de Pujol.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

¡Menudo verano!

H
ubo un tiempo en el que durante el verano los periodistas que no estaban de vacaciones tenían verdaderos problemas para encontrar hechos noticiables con los que dotar de contenidos informativos a los distintos medios de comunicación en los que trabajaban. De ahí que en los meses estivales en los periódicos y otros medios abundaran las entrevistas y reportajes ligeros, frescos, propios para el verano, como gusta decir a los profesionales de la prensa. Sin embargo, parece ser que ese tiempo se ha acabado. Al menos eso es lo que indica este último verano que ya toca a su fin, en el que las noticias, ¡ay!, han proliferado. Y no se extrañen ustedes de mi lamento, pues sabido es que los acontecimientos dignos de ser publicados en los medios de comunicación no suelen ser buenos.
            En efecto, la barbarie no ha dado tregua ni siquiera en verano. Tan sólo en lo que a conflictos bélicos se refiere, en estos meses hemos tenido que estar al tanto de demasiados. Siempre son demasiados. La expansión del Estado Islámico en Siria e Irak, la obscenidad de Gaza o la guerra -o lo que quiera que sea- de Ucrania son algunas muestras de la capacidad humana para hacer positiva, directamente, el mal. Una capacidad que tiene su aspecto negativo en la incapacidad, igual de inmensa, para hacer el bien, como ha quedado reflejado en la insolidaridad occidental ante la expansión del virus del Ébola en África. Mientras los que mueran sigan siendo africanos no parece importarle a nadie. Como a nadie parece importarle las violaciones sistemáticas de los derechos humanos que se comenten a lo largo y ancho del mundo, tal como no se ha cansado de denunciar Navi Pillay, quien hasta agosto fuera la alta comisionada de la ONU para los derechos humanos.
              Tampoco el patio interior ha estado escaso de malas noticias durante este verano. Desde los casos de corrupción, con la incorporación estelar de Jordi Pujol, padre de la patria catalana que no sólo es un defraudador confeso sino que hasta que lo trincaron tenía la desfachatez de presidir una fundación con su propio nombre donde se dedicaba a hablar de ética y de valores, a la crisis social que padece España, que no afloja ni en verano, por más que la economía, según el Gobierno, se esté recuperando. Y es que los números macroeconómicos habrán mejorado, pero los pobres siguen siendo pobres y cada vez son más. La pobreza, ya saben, no se va de vacaciones. Y Canarias no es ninguna excepción. En las Islas la miseria y el paro siguen pegando duro, pese a que el número de turistas no pare de aumentar y la economía crezca a un ritmo superior a la media. Lo de siempre, unos los beneficios y los demás los sacrificios. Como con el petróleo que se nos viene encima del que ya hablaremos. Y para colmo, la vuelta al cole con la ley Wert, un auténtico atentado contra la igualdad que todos dicen defender. ¡Menudo verano hemos tenido y qué curso nos espera!

domingo, 13 de julio de 2014

¿Para qué sirve la filosofía?

P
ara qué sirve la filosofía? Seguramente todos los que nos dedicamos a esta milenaria disciplina, alguna vez, o muchas, nos hemos tenido que enfrentar a esta pregunta. Una pregunta que no siempre se formula con el debido respeto ni a la filosofía ni a los filósofos, pues aunque en ocasiones quien interroga es alguien deseoso de saber si la filosofía sirve de verdad para algo (actitud esta, la curiosidad ante lo desconocido o el deseo de saber, que constituye, por cierto, la más genuina actitud filosófica), muchas otras veces quien pregunta lo hace desde el sarcasmo o, lo que es peor aún, tan despectiva como retóricamente, dando por supuesto que la filosofía no sirve para nada y que, por ende, carece de valor.
            A pesar de los sarcasmos, las ironías y los aires de suficiencia basados en los prejuicios, lo cierto es que la pregunta de marras, pese a su aparente sencillez, no es baladí, y que quienes, ya sea desde el respeto, ya sea desde el desprecio, han preguntado alguna vez para qué sirve la filosofía merecen alguna respuesta, siquiera sea una respuesta filosófica. Y es que el problema de si la filosofía sirve o no para algo encierra en sí mismo cierta enjundia filosófica y sólo se puede intentar resolver desde la propia filosofía, lo cual exige un ejercicio de metafilosofía o, si se prefiere, una suerte de filosofía de la filosofía.
            Una primera respuesta bien podría centrarse en las pequeñas, o grandes, según se mire, utilidades de dedicarse al ejercicio filosófico. La filosofía sirve para aprender a pensar, hemos oído alguna vez proclamar a quienes emplean esta afirmación para reivindicar la permanencia de nuestra disciplina en los planes de estudio de la enseñanza secundaria. Y no les falta razón pues, en efecto, el estudio de la filosofía contribuye al desarrollo del pensamiento crítico, de la comprensión lectora, la expresión oral y escrita, la capacidad de argumentación y la adquisición de toda una serie de competencias, como gusta decir a los pedagogos, importantes para desenvolverse en la vida. Sin embargo, aun siendo esto así, justo es reconocer que la filosofía no es la única disciplina que sirve para aprender a pensar, pues el resto de las materias que forman parte del amplio campo del saber, desde las matemáticas hasta la literatura, contribuyen también al desarrollo del pensamiento. Y lo que es más importante para el tema que nos ocupa, no parece que esta respuesta resulte satisfactoria para nuestros interpelantes, quienes bien podrían objetar que se trata de una manera de responder que consiste básicamente en eludir la pregunta, la cual apuntaría, más bien, al para qué de la filosofía en un sentido más nuclear y no tan tangencial. En efecto, quien pregunta para qué sirve la filosofía no interpela acerca de cuánto contribuye a la adquisición y desarrollo de determinadas competencias, por importantes que éstas se puedan considerar, sino si la filosofía como tal sirve realmente para algo, es decir, si genera algún tipo de conocimiento propio o si es capaz de contribuir al desarrollo de la humanidad de alguna forma específica, al modo en que lo hacen las distintas ciencias.
            A este respecto conviene recordar que la ciencia y la filosofía son dos formas de conocimiento distintas pero estrechamente vinculadas. Se trata, en efecto, de dos formas de saber que en nuestro tiempo consideramos como plenamente diferenciadas: mientras la ciencia es una forma de conocimiento que trata de formular leyes que expliquen los fenómenos, se expresa en un lenguaje metódico y sistemático, se apoya en un sólido aparato lógico y matemático y exige que las leyes formuladas se puedan comprobar empíricamente, lo que le permite además realizar predicciones, la filosofía, en cambio, es una disciplina racional pero especulativa, que pretende reflexionar argumentativamente sobre la totalidad de lo real y lo real como totalidad (metafísica, ontología o estudio del ser), el ser humano (antropología filosófica), las posibilidades de que éste alcance el conocimiento y la verdad (epistemología), los aspectos formales del pensamiento (lógica), la acción individual desde la perspectiva del bien (ética), la praxis en el ámbito de la esfera pública (filosofía política) y la belleza (estética). Sin embargo, lo cierto es que, aunque en la actualidad concibamos la ciencia y la filosofía como modos de conocimiento distintos, es evidente que ambas están íntimamente relacionadas. De hecho, los términos ciencia y filosofía tienen etimológicamente un significado muy similar, pues el vocablo ciencia procede del sustantivo latino scientia, el cual a su vez proviene del verbo scire, que significa saber, de manera que scientia, y por lo tanto también ciencia, vendría a significar el saber, mientras que la palabra filosofía es un término compuesto que resulta de la unión de los vocablos griegos philo y sophía, es decir, amor por la sabiduría. Y es que la ciencia y la filosofía tienen un origen común pues ambas nacen como un modo de conocimiento unitario en la Grecia del siglo VI antes de Cristo.
            Mas a pesar de que en la Antigüedad la filosofía y la ciencia conformaban un solo modo de conocimiento, lo cierto es que, tal como venimos recalcando, en la actualidad, y desde hace varios siglos, constituyen formas de saber diferenciadas, lo que nos lleva a preguntarnos si la ciencia, o mejor dicho, si las ciencias, a medida que se han ido emancipando del tronco común del saber, de la filosofía, han ido dejando a la filosofía sin un campo de estudio propio. Y la respuesta a esta pregunta sólo puede ser negativa a la luz de la tradicional distinción filosófica entre el ser y el deber ser, pues parece claro que en la medida en que la ciencia trata de alcanzar un conocimiento del ser, es decir, del mundo tal como es, el mundo objetivo, el mundo de los hechos y de las cosas, se ve imposibilitada para abordar el ámbito del deber ser, es decir, el mundo no ya tal como es sino como creemos que debiera ser, el cual constituye un campo irreductiblemente filosófico. Y es que, en efecto, cuando nos referimos al ser, empleamos un lenguaje descriptivo, compuesto por juicios de hecho, es decir, por enunciados que son verificables, susceptibles de ser calificados como verdaderos o falsos, que es lo propio del lenguaje científico, mientras que cuando nos referimos al ámbito del deber ser, ya no podemos emplear un lenguaje descriptivo sino que tenemos que hacer uso de un lenguaje valorativo, compuesto por juicios de valor cuya característica más prominente es que no son verificables, pues no hay posibilidad de establecer la verdad o falsedad de los mismos, y por lo tanto no pueden formar parte de la ciencia. Y si esto es así, entonces parece claro que aquellas disciplinas que ya Aristóteles denominara ciencias prácticas, a saber, la ética y la política, desde la perspectiva de lo que consideramos hoy que haya de ser la ciencia y la filosofía y toda vez que se trata de disciplinas que no se orientan hacia el ser sino hacia el deber ser, constituyen en nuestro tiempo disciplinas irreductiblemente filosóficas. La filosofía, por lo tanto, sigue manteniendo un campo de estudio propio y exclusivo en el ámbito práctico, es decir, en el ámbito del deber ser. Pero incluso si atendemos al ámbito teórico, la filosofía sigue teniendo mucho que decir, como prueba el gran desarrollo que en el pasado siglo experimentaron disciplinas genuinamente filosóficas como la filosofía de la ciencia o la epistemología. Resulta evidente que, sin salirnos de la esfera teórica, existen problemas de gran importancia que siguen siendo irreductiblemente filosóficos, como es el caso de las cuestiones epistemológicas o metodológicas que afectan a todas las disciplinas científicas y, sin embargo, mantienen un claro cariz filosófico.
            Otra manera, acaso la más acertada, de abordar la cuestión planteada, la de para qué sirve la filosofía, es centrándonos en el sentido mismo de la pregunta y en lo que éste implica. Y es que, tal como anunciábamos al comienzo de este artículo, la pregunta por la utilidad de la filosofía parte de la premisa implícita de que lo inútil, lo que no sirve para nada, no vale nada. Y es aquí donde acaso la filosofía nos pueda ayudar a desvelar el primer gran error, pues, como en seguida habremos de ver, una cosa es la utilidad de algo y otra bien distinta su valor, por más que una y otro estén relacionados. Para dilucidar la distinción entre utilidad y valor debemos previamente aclarar la diferencia que se da entre los medios y los fines. Llamamos fines a los objetivos, a las metas que perseguimos, que pretendemos alcanzar, mientras que denominamos medios a los recursos que ponemos en práctica para alcanzar dichos fines. Sin embargo, sucede que la mayor parte de nuestros fines no los perseguimos por sí mismos sino que, antes bien, los perseguimos porque consideramos que constituyen buenos medios para alcanzar otros fines que consideramos superiores, los cuales, a su vez, tampoco se persiguen por sí mismos sino porque nos sirven para alcanzar otros más importantes, y así sucesivamente hasta alcanzar aquello que Aristóteles llamara el fin último, es decir, el que ya no constituye ningún medio para alcanzar otro fin, sino que, al contrario, todos los demás fines conducen a él, pues se trata del fin que perseguimos porque tiene un valor en sí mismo.
           Si atendemos a la distinción entre medios, fines y fin último, o fines últimos, pues no hay por qué reducirlos a uno solo, nos daremos cuenta de que el valor, aun estando relacionado con la utilidad, no puede identificarse con ella. En efecto, el valor de los medios, o de los fines que a su vez son medios para alcanzar otros fines, viene dado por su utilidad, es decir, por la eficacia de dichos medios para conseguir los fines a que han de conducir y depende, en última instancia, del valor que para nosotros tenga el objetivo que se pretende alcanzar. Se trata pues de un valor relativo: relativo a la eficacia del propio medio y relativo al valor del fin perseguido. En cambio, el valor de los fines últimos, de aquellos que no son medios para alcanzar ningún otro fin sino que constituyen fines en sí y, por lo tanto, no sirven para nada (más bien todos los demás fines-medios si sirven para algo es porque sirven para alcanzar estos fines últimos) no es ya un valor relativo sino que es un valor absoluto. Los fines últimos son los que más valor tienen porque siendo como son fines en sí se persiguen por sí mismos, porque tienen un valor por sí mismos y ese valor es, por lo tanto, absoluto. De lo que se desprende que aquello que no sirve para nada no necesariamente carece de valor, pues bien pudiera suceder que fuese lo más valioso precisamente por ser un fin en sí. ¿Será éste el caso de la filosofía? El viejo Aristóteles ya señaló en su imponente Metafísica la primacía de la filosofía entre todos los campos del saber precisamente porque no tiene a la utilidad por fin. Y sin necesidad de llegar tan lejos, diríamos nosotros ahora que, puesto que la filosofía es una disciplina, incluso una actitud, radical y crítica no sólo ante la realidad y el conocimiento que de ella podamos tener, sino también ante la acción humana, que no acepta ningún juicio ni de hecho ni de valor sin someterlo previamente al examen racional, bien pudiéramos considerarla como un fin en sí, aunque no sirva para nada, o acaso precisamente por ello.

jueves, 26 de junio de 2014

La pobreza y el interés general

C
uando el pasado mes de marzo Cáritas alertaba, una vez más, del incremento de la pobreza y la desigualdad en España, el nunca bien ponderado ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, se apresuró a señalar que los informes que la organización de marras presenta periódica y sistemáticamente no se corresponden con la realidad. El documento presentado por Cáritas se centraba entonces en la pobreza en la infancia y en él se afirmaba que España tiene el infausto honor de ser el segundo país de la Unión Europea con una mayor tasa de pobreza infantil. Y hete aquí que, para la desgracia de Montoro, tras el informe de Cáritas han venido sucediéndose las publicaciones de otros similares que reflejan datos igualmente similares. Incluso desde el propio Instituto Nacional de Estadística (INE) se han empeñado en contradecir al ministro. 
            Entre las causas de la pobreza en España, obviamente, se halla el altísimo índice de desempleo, pues el trabajo es el único medio del que disponemos la inmensa mayoría de los seres humanos para obtener los recursos económicos necesarios para llevar a cabo una vida digna, amén de los sectores de la población que por razones morales no deben trabajar, como es el caso de los niños y nuestros mayores, trabajadores potenciales los primeros y extrabajadores los segundos, en cualquier caso. Sin embargo, la falta de empleo no es la única causa de la pobreza, pues en España, según los datos publicados por el INE hace unos días, el 12 por ciento de los trabajadores que disponen de empleo cobran un sueldo igual o inferior al salario mínimo interprofesional, lo que hablando en plata significa que el hecho de tener empleo no es garantía de dejar de ser pobre.
            La pobreza constituye en sí misma un atentado contra la dignidad humana y, por ende, es una de las más atroces formas de violencia que debiera combatir un país como España que se define a sí mismo como un “Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”, tal como reza el primer artículo de la Constitución, la misma que el Gobierno defiende con tanto ahínco en según qué casos. Y la lucha contra la pobreza, que no contra los pobres, habrá de comenzar por la erradicación de los salarios de miseria y la distribución, mucho más importante que la creación, del empleo, para que todos tengamos acceso al trabajo y que éste sea realmente un medio para vivir con dignidad. Salarios dignos y reducción de la jornada laboral resultan indispensables para combatir la pobreza y avanzar en la construcción de una sociedad más justa, así como poner límites a la riqueza, pues la riqueza de unos pocos es la pobreza de muchos y, no está demás que lo recordemos, también la sacrosanta Constitución, en el artículo 128.1, establece: “Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”. Y digo yo que la erradicación de la pobreza y el derecho a desarrollar una vida digna bien puede ser considerado un asunto de interés general.