domingo, 7 de junio de 2015

Una democracia fraudulenta

L
a democracia no es sólo aquella forma de organización política en la que a los ciudadanos se les permite votar, porque lo fundamental de la democracia es la capacidad de la ciudadanía para autogobernarse. El autogobierno de los ciudadanos, pues, y no sólo el derecho al voto, es lo que constituye lo esencial de la democracia, que deviene así en el modo de organizar políticamente la sociedad en el que los individuos tienen reconocido su derecho a participar en los procesos de toma de decisiones públicas, ya sea directamente, ya sea a través de la elección de sus representantes. El reconocimiento de tal derecho es precisamente lo que hace que, en democracia, los individuos sean ciudadanos y no meros súbditos sometidos al poder del Estado y sin capacidad para ejercer el más mínimo control sobre él.
            Si el autogobierno de los ciudadanos es el rasgo definitorio de una democracia, entonces resulta razonable pensar que de los distintos modelos de democracia que conocemos, la directa y la representativa, el primero satisface mucho mejor que el segundo las exigencias que debe cumplir una democracia para ser considerada como tal. De ahí las críticas a los sistemas representativos propios de las democracias modernas en las que el poder político que teóricamente recae en el conjunto de los ciudadanos queda delegado en los representantes electos, a diferencia de lo que ocurría en la democracia de la antigua Atenas en la que los ciudadanos participaban directamente en la gestión y el gobierno de los asuntos públicos. Empero, quienes defienden el modelo representativo aducen con frecuencia la imposibilidad fáctica de aplicar el sistema asambleario propio de una democracia directa a las modernas sociedades de masas. Mas dejando a un lado las cuestiones de viabilidad técnica y el hecho de que en una democracia representativa se puede dar cabida a un grado mucho mayor de participación ciudadana del que acostumbramos, quisiera ahora detenerme en que lo mínimo que se debe exigir es que a la hora de elegir los representantes todos los ciudadanos tengan la misma capacidad de elección, para que todos estén igualmente representados en las instituciones.
            Es ese principio el que no se cumple en Canarias por mor de nuestra -nuestra de ellos, se entiende- antidemocrática ley electoral. Y es que la famosa triple paridad, junto a los topes del 6 por ciento regional o el 30 por ciento insular, conculca el principio democrático básico según el cual todos los votos han de tener el mismo valor y hace posible que aunque en Canarias los partidos más votados hayan sido el PSOE, el PP y Coalición Canaria, por ese orden, sean los nacionalistas los que hayan obtenido la mayoría parlamentaria. La misma ley permite, asimismo, que Ciudadanos, con casi 55.000 votos, no tenga ningún diputado y la Agrupación Socialista Gomera, con algo más de 5.000, cuente con tres escaños. O que Coalición Canaria, con un 18 por ciento de los votos, ocupe 18 asientos en la cámara regional, mientras que Podemos, con un 14 por ciento, sólo cuente con 7. Y así las cosas, más allá de las legítimas objeciones que se le puedan plantear a la democracia representativa en general, sólo se puede concluir que mientras perdure esta injusta ley electoral, dudosamente se podrá considerar que el Parlamento de Canarias es representativo de la voluntad popular, lo que hace que en Canarias, más que una democracia imperfecta, que también, tengamos una democracia fraudulenta.

martes, 26 de mayo de 2015

Siempre mandan los mismos

L
os indignados clamaban contra lo que dieron en llamar, acertadamente, el PPSOE. Era una manera de señalar que aunque se trate de dos partidos políticos distintos representan los mismos intereses, que no son precisamente los de la mayoría. De ahí la proclama “No nos representan”, que si bien era un grito contra la clase política en general y una denuncia de los déficits democráticos del sistema representativo, apuntaba más que nada a los dos grandes partidos y a la falta de diferencias entre ellos, sobre todo en lo que se refiere a las políticas económicas y, ¡ay!, también sociales. Tenían razón los indignados, como quedó probado tras la reforma de la Constitución pactada por el PPSOE en el verano de 2011, elevando de ese modo a principio constitucional las políticas de austeridad que tanto daño habían causado ya e iban a seguir causando. Estábamos en la antesala de las elecciones generales y el aquelarre del austericidio apenas había comenzado.
            Podemos es en buena medida heredera del 15-M, lo que explica que sus líderes no hayan cesado de arremeter contra lo que, también acertadamente, han venido denominando la casta, para referirse a la clase política en general. Esa estrategia contribuyó a los buenos resultados cosechados en las elecciones al Parlamento Europeo hace un año, cuando sin ser aún un partido obtuvieron 5 escaños, y a que los andaluces los premiaran con 15 diputados el pasado marzo: un resultado que ilusiona a un partido que se presentaba por primera vez, pero a todas luces insuficiente para liderar la transformación social en Andalucía, donde el PSOE y el PP siguen siendo la primera y segunda fuerza política respectivamente. De un tiempo a esta parte, sin embargo, la estrategia ha cambiado y ya no oímos al líder de Podemos, Pablo Iglesias, arremeter contra el PPSOE, sino que, lejos de ello, no ha cesado de insistir en que su adversario es el Partido Popular, la derecha.
           Acaso Pablo Iglesias le quitó las siglas SOE al adversario consciente de que sin los soecialistas sería imposible desbancar al PP de las instituciones. Mas si PP y PSOE, junto a otros, conforman la casta, entonces no parece que tras las elecciones autonómicas y municipales celebradas el pasado domingo haya habido ese gran cambio que la progresía española, salvo los militantes y simpatizantes de Izquierda Unida, se ha apresurado a aplaudir. Y es que el PP sigue siendo el partido más votado en España aunque haya perdido buena parte del poder territorial del que ha gozado y abusado durante los últimos cuatro años. Además, la debacle pepera sólo es posible con el concurso del PSOE y si, como hemos venido apuntando, no se distinguen entre ellos, entonces el cambio no será tal. Así las cosas, por más que Podemos haya conseguido entrar en las instituciones y que cuente con un importante respaldo popular, de momento, como siempre, seguirán mandando los mismos. De cómo ha ido la cosa en Canarias y de su antidemocrática ley electoral hablamos otro día.

viernes, 22 de mayo de 2015

La hora del disenso

C
uando hace apenas un año las elecciones al Parlamento Europeo estaban a punto de celebrarse, yo estaba decidido, una vez más, a no votar. Mi decisión de no entregar mi voto a ningún partido, por supuesto, no estaba vinculada a ningún tipo de desidia ni tampoco encontraba su fundamento en una supuesta condición de apolítico que yo desde luego no recuerdo haber suscrito nunca. Antes al contrario, mi negativa a votar, ni siquiera en blanco, como en otras ocasiones pretendía ser un ejercicio ético y político del disenso. Respondía más bien a mi intención de denunciar los problemas de legitimidad de nuestra democracia, toda vez que en ella se les sustrae a los ciudadanos su legítimo derecho a participar en la elaboración, o cuando menos en la aprobación, de las normas que luego habrán de cumplir, con lo que la democracia deja de consistir en el autogobierno de los ciudadanos para convertirse en una suerte de oligarquía en la que unos pocos, por más que sean electos, deciden por todos.
            Y sin embargo voté. Ejercí el disenso votando a Podemos. Un par de semanas antes de las elecciones, lo reconozco, ni siquiera sabía de su existencia. Había escuchado a Pablo Iglesias en el programa de los sábados por la noche de la Sexta un par de veces, siempre de pasada, y aunque no me gustaba su ‒a mi juicio‒ educada arrogancia, compartía buena parte de sus planteamientos, pero no me había enterado de que se presentara a las elecciones al frente de una nueva formación política. Tuvo que ser una compañera del IES Carrizal, el instituto en el que me ganaba los garbanzos como profesor sustituto de Filosofía en esos meses, la que me informara. Le agradezco a Ana Gloria Sánchez Ruano, una de las pioneras de los círculos en Gran Canaria, que me hablara de Podemos. Y les estoy igualmente agradecido a los compañeros con quienes en esos días compartí tertulias improvisadas sobre democracia en la sala de profesores. Tertulias de recreo, cortas pero intensas.
           Mis ideas acerca de la democracia no cambiaron después de conocer a Podemos ni han cambiado a día de hoy. Si les entregué mi voto fue porque creí que era la única fuerza política que apostaba por una democracia participativa, deliberativa y directa, en la que cada individuo se representara a sí mismo. Herederos en buena medida del 15-M, se habían constituido de forma asamblearia y eran un ejemplo de democracia interna. Sólo por eso ya merecían mi voto. Y aunque sus propuestas sociales no pasaran de ser las mínimas que cualquier socialdemócrata habría de suscribir, su apuesta por una renta básica universal y por el reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales de los individuos como derechos fundamentales con el mismo estatus que los civiles y políticos bien merecían el apoyo de alguien como yo, un libertario que considera que la justicia no puede consistir en otra cosa que en la distribución igualitaria de la riqueza y del poder. Un año después estas líneas programáticas siguen siendo el eje de Podemos y por eso volverán a tener mi voto. Porque es la hora del disenso.

jueves, 7 de mayo de 2015

A vueltas con la libertad de expresión

E
stá claro que en España casi nadie es, ideológicamente, quien dice ser. Ni siquiera entre los nuevos partidos. Ahí tenemos a Podemos, que afirma no ser ni de derechas ni de izquierdas, como proclamaban los indignados del 15-M, cuando son claramente identificables con la izquierda tanto si atendemos a sus propuestas como si nos fijamos en la procedencia de sus líderes y militantes. Lo mismo sucede con Ciudadanos, que también presume de no ser ni de derechas ni de izquierdas, aunque en este caso no se trata tanto de situarse más allá de las ideologías sino de ocupar el centro ideológico. Un centro ideológico bien escorado hacia la derecha, claro está, y en el que cabe gente procedente de la mismísima Falange. ¡Menudo centro!
            El fenómeno no es nuevo y, por supuesto, afecta también a los viejos partidos: Izquierda Unida gira en torno al Partido Comunista y, sin embargo, hace ya tiempo que renunció a la revolución social, de suerte que sus propuestas son las propias de la socialdemocracia; en el PSOE, que desde que renegaron del marxismo se declaran socialdemócratas, sostienen un discurso más afín al liberalismo, siquiera sea de corte igualitario, que al socialismo democrático; los partidos nacionalistas, por su parte, tampoco han sido nunca muy claros en lo que se refiere a sus aspiraciones nacionales, sobre todo en lo que respecta a Canarias; y en el Partido Popular, por más que presuman de liberales y hasta de ser un partido de centro reformista cuando Aznar era su presidente, lo cierto es que el liberalismo que dicen defender muchas veces brilla por su ausencia dejando a la luz el rancio conservadurismo de sus esencias.
             Buen ejemplo de esto último son las distintas leyes que el Gobierno ha promulgado, desde la nonata ley del aborto del exministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón, hasta la ley mordaza que ya estamos padeciendo por obra y gracia del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, o la funesta ley Wert de educación, la Lomce, que tan pretenciosa como falsariamente dice, desde su propio título, promover la mejora de la calidad educativa. Mas el último escándalo que revela el escaso apego del PP a los principios liberales lo ha protagonizado el actual ministro de Justicia, Rafael Catalá, quien recientemente se mostró partidario de sancionar a los medios de comunicación que difundan información sobre casos que se hallen bajo secreto de sumario. Un ataque en toda regla a la libertad de expresión y al derecho a la información que, no lo olvidemos, más allá de formar parte de los principios definitorios de la mejor tradición liberal, son derechos humanos fundamentales y constituyen algunos de los pilares sobre los que debe sustentarse cualquier democracia digna de ese nombre.

viernes, 24 de abril de 2015

La sombra de Hobbes

C
ada vez que se produce un atentado terrorista vuelve a salir a la palestra el debate entre libertad y seguridad. La discusión no es nueva y se remonta, al menos, hasta el siglo XVII, cuando el filósofo Thomas Hobbes desarrolló su funesta teoría del contrato social. El autor del Leviatán consideraba que los seres humanos somos malos por naturaleza, razón por la cual en el estado natural, es decir, cuando los hombres aún disfrutaban de libertad plena, antes de que se fundara el Estado y se instaurara la autoridad pública, los individuos vivían en una situación de guerra de todos contra todos. Y es para salir de tal situación que perjudica a todos por lo que los hombres habrían decidido fundar el Estado mediante el pacto social, un acuerdo en virtud del cual los individuos se comprometen a ceder totalmente su libertad al soberano a cambio de que éste les brinde su protección y garantice su seguridad. El contrato social es para Hobbes, pues, el fundamento del Estado absolutista que él pretende justificar.
            La concepción hobbesiana del Estado, al menos en lo que se refiere a la relación entre libertad y seguridad, es la que se halla detrás de todos los intentos de justificar los recortes de libertades bajo el pretexto de ser más eficaces en la lucha contra el terrorismo y, por ende, en la defensa de la seguridad. Mas  se trata, en realidad, de un falso dilema, porque, como ya hemos señalado en otras ocasiones, no es cierto que la libertad constituya una amenaza contra la seguridad. Y es que en la modernidad, a pesar de Hobbes, la legitimidad de las leyes descansa en la libre aceptación de las mismas por parte de los afectados, lo cual hace que los individuos no sean simples súbditos sino ciudadanos y que el Estado tenga como principal función garantizar los derechos y libertades de los individuos. Tal es la seguridad a la que aspiramos, la de ser libres, y por ello recortar la libertad para salvaguardar la seguridad se revela una contradicción.
           Esta contradicción no ha impedido, sin embargo, que periódicamente aflore el falso dilema entre libertad y seguridad. Ocurrió tras los atentados del 11-S en Nueva York, el 19-J en Londres y el 11-M en Madrid, y todos sabemos las infaustas consecuencias que para la libertad y los derechos humanos en general tuvieron las políticas pro seguridad diseñadas desde entonces: la guerra de Afganistán, la guerra de Irak, la infamia de Guantánamo… y hace un par de años supimos lo que ya sospechábamos: la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos se dedica al espionaje masivo de ciudadanos y gobernantes de todo el mundo. Ahora, unos meses después de la barbarie de Charlie Hebdo, es Francia la que ha anunciado que sus agentes podrán espiar a los sospechosos sin necesidad de una autorización judicial. Y ante tanto ataque a la libertad y a los derechos humanos por parte de los gobiernos de los países democráticos, no puede uno dejar de sospechar que por más que el Estado se haya redefinido como social, democrático y de derecho, la sombra de Hobbes siempre está ahí y el Estado es siempre más Estado que social, más Estado que democrático y más Estado que de derecho.