domingo, 4 de octubre de 2015

Referéndum

L
os resultados de las elecciones suelen ser hasta cierto punto imprevisibles, de ahí que analistas y políticos acostumbren a decir que la única encuesta fiable sea la que sale de las urnas. Sin embargo, en lo que se refiere a las recientes elecciones catalanas, hemos de reconocer que las encuestas acertaron de pleno, pues tal como se había anunciado, las fuerzas políticas independentistas obtuvieron una mayoría de escaños en el Parlament, aunque no consiguieron recabar el apoyo de la mayoría de los votantes. Es por ello que desde los partidos políticos españolistas, llamémoslos así, se han apresurado a señalar que con menos de la mitad de los votos a favor de las fuerzas independentistas no procede proclamar la prometida Declaración Unilateral de Independencia. Algo en lo que, miren ustedes por dónde, han venido a coincidir con los independentistas de izquierdas de la CUP.
            La cosa tiene su gracia porque al señalar esto los españolistas reconocen, siquiera sea implícitamente, el carácter plebiscitario de las elecciones catalanas, lo cual habían venido negando sistemáticamente durante la campaña electoral, si bien es cierto que de una forma ciertamente contradictoria, toda vez que para captar votos lo mejor que se les ocurrió fue insistir en el apocalipsis que asolaría a Cataluña al día siguiente de proclamarse la independencia. Ahora, con los resultados a su favor, los independentistas, al menos los aglutinados en torno a Junts pel Sí,  afirman que seguirán con su programa ya que cuentan con la legitimidad que les otorga la mayoría parlamentaria, aunque para ello necesitarán el apoyo de la CUP que, de momento, no lo tienen. Es lo que tienen los resultados electorales: se puede ser objetivo a la hora de sumar votos o escaños, pero en lo que se refiere a la interpretación de los mismos cada uno tira de su propia hermenéutica.
              A mi juicio, se debe ser cauteloso a la hora de valorar la legitimidad de las mayorías parlamentarias, pues si la democracia es el autogobierno de los ciudadanos, no queda nada claro que los representantes, por más que dispongan de mayoría absoluta, tengan legitimidad para gobernar sin tener en cuenta la voluntad de los representados, máxime si la mayoría parlamentaria de marras se obtiene sin el apoyo real de la mayoría de los ciudadanos. Esto es lo que ocurre con la mayoría absoluta del PP en el Congreso y lo que sucede con la mayoría absoluta de las fuerzas independentistas en Cataluña. Así las cosas, parece claro que, como ha reconocido la CUP, la Declaración Unilateral de Independencia habrá de esperar. Mas tengo para mí que aun si los independentistas hubieran obtenido mayoría de votos no habría sido legítimo proclamar la independencia, pues ése es un asunto que deben decidir los catalanes directamente y no a través de sus representantes. Es por ello que hoy, cuando las fuerzas políticas a favor de la independencia de Cataluña cuentan con mayoría absoluta en el Parlament y tras haber obtenido casi el 48 por ciento de los votos, no se puede seguir consintiendo que el Gobierno de España continúe negando a la ciudadanía catalana el derecho a decidir. Y es que sólo mediante un referéndum directo y vinculante sobre la independencia podremos saber si Cataluña quiere o no seguir formando parte de España.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Universos paralelos

H
ace un par de semanas el físico teórico Stephen Hawking volvió a dar la vuelta al mundo mediático con sus nuevas afirmaciones acerca de los agujeros negros. Hasta ahora pensábamos (en realidad pensaban los científicos y los demás asentíamos) que un agujero negro es un cuerpo con una masa de tal magnitud que genera una gravedad tan brutal que atrae y atrapa sin remedio a cualquier cuerpo, incluidas las partículas de la luz. Sin embargo, Hawking dice ahora que, en realidad, los agujeros negros no son como creíamos, es decir, como creían, sino que funcionan más bien como pasarelas de nuestro universo a otros paralelos. Vamos, que si algo cae en un agujero negro no quedaría allí atrapado sino que desaparecería y aparecería en un universo paralelo. ¡Ahí es nada!
            Desde luego no seré yo quien contradiga al celebérrimo científico. Bueno, ni quien lo contradiga ni quien le dé la razón, porque, qué quieren que les diga, mis estudios de física no superaron el límite de lo que hace ya algunos años era segundo de BUP y desde que pasé a tercero y la física dejó de ser asignatura obligatoria no la volví a ver ni de lejos. Sin embargo, la nueva tesis de Hawking me ha hecho pensar. Y es que si es posible que un objeto desaparezca de nuestro universo y aparezca en otro paralelo, en buena lógica habría de ser igualmente posible que en nuestro universo hubiese seres que en realidad no fueran de aquí, sino que procedieran de uno de esos universos paralelos y tras caer, o ser empujados, vayan ustedes a saber, en un agujero negro de ésos, aparecieran en éste. De ser esto así se explicarían muchas cosas, como la existencia de tipos que no parecen de este mundo. Seguro que ya tienen en mente a más de uno.
           Concebir los agujeros negros como pasarelas a universos paralelos tiene además otras aplicaciones heurísticas. Serviría, por ejemplo, para hacer comprensible la continua desaparición de ingentes cantidades de dinero público o para comprender cómo funciona la tesorería del Partido Popular. El dinero, cómo no se nos había ocurrido antes, desaparece al caer en un agujero negro y se halla en algún universo paralelo de esos que hay por ahí. Universos paralelos como Suiza, Andorra y demás paraísos fiscales en donde el dinero una vez que llega ya no puede volver. Y es que Hawking dice que los agujeros negros sirven como pasarelas de un universo a otro, pero señala también que lo que viaja a un universo paralelo a través de un agujero negro ya no puede retornar. De ahí que las perras no vuelvan nunca. Se trata, ¡ay!, de una cuestión física, aunque a muchos de nosotros nos suene más bien a metafísica.

sábado, 5 de septiembre de 2015

La dignidad en juego

E
l maltrato a los exiliados sirios por parte de las instituciones europeas nos lleva a reflexionar, una vez más, sobre la pretensión de validez universal de los derechos humanos. Una de las críticas más radicales que se han hecho a los derechos humanos es la que consiste en señalar que se trata en realidad de un producto cultural de Occidente que se pretende imponer al resto del mundo, de manera que quienes abogan por la universalidad de tales derechos vendrían a practicar, consciente o inconscientemente, una suerte de etnocentrismo soterrado con el pretexto de reivindicar el valor supremo de la dignidad humana. Tal afirmación ha tenido buena acogida entre relativistas y postmodernos, siempre prestos a negar la existencia de valores de validez universal, quienes no dudan en defender el derecho del otro a mantener sus diferencias culturales, incluso el derecho no ya a ser reconocido como un igual sino precisamente como otro.
           El éxito de semejante crítica en determinados círculos no se debe tanto a su sofisticada argumentación sino más bien a los abusos de las potencias occidentales sobre los pueblos del otrora llamado Tercer Mundo. La negación de todo lo occidental, incluyendo el valor de la democracia y de los derechos humanos, vendría a ser la reacción a décadas, y hasta siglos, de explotación, pues desde el colonialismo clásico hasta el neocolonialismo y, en los últimos años, la globalización, Occidente se ha relacionado con el resto de la humanidad más al modo en que lo hacen el amo y el esclavo que como habrían de hacerlo seres humanos libres e iguales. Mas todo ello no restaría validez a los derechos humanos toda vez que cuando se reivindica el derecho a la diferencia se apela al derecho a vivir según el propio proyecto vital, es decir, a elegir libremente cómo se quiere vivir, que es precisamente lo que tratan de proteger los derechos humanos, cuya razón de ser no es otra que dar cobertura jurídica a las exigencias morales de libertad, igualdad y, en definitiva, dignidad.
              Los derechos humanos y los valores que los inspiran, ciertamente, tienen su origen en la Ilustración, un fenómeno cultural claramente occidental, mas ello, como se ha visto, no les resta un ápice de validez. Mucho más pertinente resulta pues otra crítica, la que apunta al hecho de que en la práctica los derechos humanos no se aplican, por más que esta segunda objeción no diga nada en contra de la validez de estos derechos fundamentales sino que se dirige más bien a las instituciones que debieran garantizar el respeto a los mismos. Y es que no basta con el reconocimiento formal de los derechos humanos: es necesaria su aplicación efectiva. Es por ello que las instituciones europeas han de estar a la altura ante el éxodo de los sirios que llegan a Europa huyendo de la guerra. Porque el derecho al asilo es uno de esos derechos fundamentales, debemos dar refugio a esos seres humanos que tratan de escapar de la barbarie. Porque lo que está en juego es la dignidad: la de ellos y la nuestra. 

martes, 28 de julio de 2015

Amores inconfesables

S
i yo fuese un gran escritor podría decir sin menor reparo que la literatura ha marcado mi vida, ya que aunque se tratara de una evidencia, sería la evidencia propia que se espera que todo gran escritor diga algún día, o que repita en cada entrevista que concede. Si yo fuese un gran escritor, podría incluso decir que alguna obra completa leída en mi juventud, o aun en la infancia, ha sido determinante para el devenir de mi existencia, por más que ello pudiera ser falso, porque éstas son el tipo de sentencias que los grandes escritores gustan de proferir en los círculos intelectuales repletos de personajes esnobs que frecuentan y también a través de los medios de comunicación. Por lo demás se trata generalmente de libros de una densidad abrumadora, obras que casi nadie ha leído y que, paradójicamente, todos coinciden en calificar como genuinas obras de arte, libros que, en suma, forman parte de eso que se ha dado en llamar la gran literatura.
            Pero como yo no soy un gran escritor sino que trabajo como redactor en la sección cultural de un periódico local de estas islas que dejaron de ser colonia para transformarse en ultraperiferia, se considera que todo lo que escriba poca trascendencia puede tener, así que cuando digo entre mis amistades que la literatura ha marcado mi vida, ello no deja de percibirse como una pedantería más de un escritor frustrado; cuando además señalo una obra concreta como el libro cuya lectura ha sido determinante para el devenir de mi existencia, al menos en los últimos dos años, no falta quien afirme que desde que trabajo en el periódico no hay quien me aguante; cuando encima el libro que propongo como el causante de un giro copernicano en mi modo de aprehender la realidad es De Madrid al infierno, de Guacimara Robayna, hasta los compañeros de la redacción se descojonan de risa y creen que lo digo de coña, por más que yo hable totalmente en serio, porque este libro no forma parte de los clásicos. Y es que la propia autora es la primera que ha bregado por desmitificar el mundo literario, huyendo siempre de los tópicos y del lenguaje que por mor de querer ser poético se torna en la mayoría de los casos en verborrea empalagosa y vomitiva. Ella misma ha expresado públicamente su discrepancia frente a quienes se consideran instalados en el tribunal superior de la literatura, desde donde se erigen en jueces para dictaminar qué es arte y qué no, qué puede ser considerado una obra literaria y qué no pasa de ser un folletín o un mamotreto con ínfulas.
            Seguramente fue esa actitud ante los convencionalismos de los ambientes literarios lo que me atrajo hacia sus libros. La primera novela suya que cayó en mis manos fue Un paseo por Madrid y tengo que decir que desde entonces me enganchó. Fueron muchos los ingredientes de su forma de hacer literatura que me cautivaron: la manera desenfadada con la que narra sus historias, los saltos en el tiempo sin que ello sea obstáculo para garantizar la cohesión de la narración, los temas que aborda donde el sexo, las drogas, las inestabilidades emocionales, las relaciones familiares, amorosas y entre amigos ocupan siempre un lugar central, como ocurre en la vida real a las personas de su generación que es también la mía... Supongo, en definitiva, que el hecho de compartir generación fue determinante para que me gustara tanto esta narrativa sin duda original, aunque lo cierto es que mucha gente treintañera como yo repudia sus libros y que más de un jubilado se ha sentido fascinado con Guacimara Robayna.
            El caso es que, dejando los gustos personales al margen –porque en literatura al final todo se reduce a una pura cuestión de gustos- tras haber leído Un paseo por Madrid, me propuse seguirle la pista a esta autora, de lejos, no es que fuera a hacer una tesis doctoral sobre ella, pero sí estar expectante ante las nuevas novelas que fuera publicando. Fue así que al cabo del tiempo me hice con La noche, título que le valió el premio Nadal, el cual, dicho sea de paso, no le sirvió para quedar eximida de las críticas de los veladores de la gran literatura ni para que los moralistas más recalcitrantes vieran en ella la misma encarnación de la transgresión en el sentido más peyorativo que se pudiera imaginar. No me defraudó, aunque si he de ser sincero, reconozco que me gustó más la primera. Pero, como les decía, se trata de una cuestión de gustos. Finalmente llegó a mí el libro que ya les advertía había dado un giro total a mi vida, De Madrid al infierno, que aun siendo merecedor del premio Planeta no ha conseguido sacar a su autora de ese grupo de escritores que tienen un halo de malditos, a los que rara vez se les invita a leer una conferencia precisamente porque arrastran siempre consigo la polémica.
            A estas alturas, aquellos que no hayan decidido abandonar la lectura de este relato, es posible que estén pensando que la finalidad del mismo es sencillamente homenajear a esta autora, o que simplemente pretendo expresar mis opiniones en torno al mundo literario, opiniones que, por otra parte, son ciertamente subjetivas y no tienen más valor que las de cualquier otro lector. Antes de que decidan ustedes también no terminar de leer la historia que me propongo narrarles, quiero aclararles que si me he entretenido contándoles cómo me enganché a la literatura de esta canaria afincada en Madrid y cuáles son mis fobias en lo que al mundo de las letras se refiere, es porque he considerado que así podrán entender mejor por qué De Madrid al infierno marcó indefectiblemente mi vida. Por lo demás, no quiero desaprovechar la ocasión para advertir a aquellos que no estén de acuerdo con las valoraciones que aquí se expresan, que centren sus críticas única y exclusivamente en tales opiniones y no en quien las profiere, pues de lo contrario me estarían dando irremisiblemente la razón en mis planteamientos. O sea, que no vale decir que esta crítica contra los veladores de la gran literatura no tiene valor porque quien la hace carece de prestigio alguno, ya que de esa forma, como es obvio, sólo se conseguiría descalificar al que opina, es decir, a mí, pero no a las opiniones.
            A medida que fui adentrándome en De Madrid al infierno fui experimentando unas sensaciones que jamás había sentido al leer ninguna otra novela. Sabido es que ante cualquier narración el lector suele identificarse con el protagonista y que ello le produce un rechazo con respecto a los personajes con los que aquél mantiene algún tipo de conflicto. Cierto es que en obras de mayor complejidad, en las que los personajes se asemejan más a las personas reales, el lector desarrolla una relación con los actores distinta, pues se siente atraído por algunos aspectos de los personajes y repele otros. Pero lo que me ocurrió a mí es algo diferente y difícil de explicar: mientras más iba conociendo a Lucía, la protagonista de la novela, es decir, mientras más nos iba revelando Guacimara Robayna sobre la persona de Lucía, más iba aumentando mi fascinación por ella. Y es que Lucía, con todas sus contradicciones, era una mujer apasionante, capaz de amar como pocas personas son capaces, y se vino a encoñar con un imbécil que ni siquiera tuvo el valor de amarla, porque aun estando perdidamente enamorado de ella, prefirió volver al lado de su novia de toda la vida, haciéndole un flaco favor, para complacer a su madre.
            El tipo, candidato a convertirse en uno de esos veladores de la gran literatura, no veía el momento de acariciar la gloria y de que los periodistas lo acribillaran a preguntas cuando sus libros se convirtieran en referentes de la nueva literatura nacional; era tan idiota y soberbio que en lugar de alegrarse por los éxitos que Lucía cosechaba en su carrera como escritora, se sentía dolido porque nadie se fijaba en lo que él consideraba su enorme talento literario; hasta le molestaba que Lucía se convirtiera casi siempre en el centro de atención de una manera tan espontánea. Es por ello que, acomplejado ante la imponente personalidad de Lucía y para mitigar su rencor, la hacía sentirse mal y eso era algo que a mí me ponía de los nervios, porque no entendía cómo era posible que una mujer de la fuerza vital de Lucía no mandara al carajo a semejante tipejo y se arrastrara por él de esa manera. 
            Estas sensaciones, lógicamente, no pasaban de ser exaltaciones de un lector apasionado, similares a las que sufren los espectadores de esos culebrones que se pueden ver en la tele a la hora de la sobremesa, pero en otro contexto. O quién no ha oído a alguien insultar al malvado que le ha destrozado el corazón a la protagonista de alguna de esas series interminables. Sin embargo, la fascinación que sentía por Lucía no me la había producido ningún otro personaje de ninguna otra novela o película; llegué a sentir tan tremenda atracción por ella que hasta se podría decir que me enamoré perdidamente de la creación de Guacimara Robayna. Supongo que Lucía encarnaba, o más bien representaba, todo lo que yo esperaba de una mujer y que ello, unido a mis dificultades para entablar relaciones estables, había hecho incrementar mi pasión por una mujer que en realidad no era más que un personaje de ficción. Yo era plenamente conciente de eso pero al mismo tiempo pensaba que no tenía nada de malo este extraño sentimiento, al fin y al cabo no hacía daño a nadie y tampoco nadie tenía por qué enterarse nunca.
            Pero miren por dónde un día, concentrado en plena lectura, me encuentro entre las páginas del libro la dirección del correo electrónico de Lucía, con una nota de Guacimara Robayna en la que nos exhortaba a los lectores a escribir a la famosa escritora. Eso sí que no me lo esperaba. Como comprenderán no iba a dejar pasar la oportunidad y enseguida solté De Madrid al infierno para ponerme con el ordenador. Le escribí a sabiendas de que no existía ningún destinatario, pero mantenía la esperanza de que al menos Guacimara Robayna recibiría mi carta; en ella me sinceré casi totalmente, como nunca lo había hecho con ninguna mujer real, le expresé cuánto la admiraba y hasta me permití el lujo de aconsejarle que pasara de aquel mediocre que sólo pensaba en sí mismo y en la manera de convertirse en un gran escritor; en fin, que me extendí escribiéndole todo lo que se me había pasado por la cabeza y lo que le hubiese querido decir mientras leía la novela y la iba conociendo. Incluso le dije que me moría de ganas de conocerla personalmente aunque sabía que ello no tenía ningún sentido, pero, ya puestos a escribir una carta a un ser de ficción, por qué habría que considerar el sentido de lo que le dijera.
            Una semana después de enviar la carta, me llevé una agradable sorpresa al abrir el correo electrónico y encontrar una carta de Lucía. Desde que envié la carta supuse que a esa dirección habrían llegado miles de mensajes y que no serían contestados, pero allí estaba aquel correo para contradecir mis infundadas sospechas. Después de leerla varias veces, sobre todo aquellos párrafos en los que Lucía me agradecía mis elogios y donde me decía que estaría encantada de conocerme personalmente, me puse rápidamente a escribirle de nuevo.
Desde entonces hemos seguido carteándonos y con el paso del tiempo llegamos a intimar muchísimo, tanto que puedo asegurarles que, al menos por mi parte, yo nunca había intimado tan profundamente con nadie. Durante todo este tiempo he estado amándola en la distancia y aunque ella nunca me lo ha dicho, yo creo que también, a su manera, me ama, porque si no habría dejado de responder a mis apasionadas cartas hace ya mucho tiempo. Pensarán ustedes que había llevado demasiado lejos mi pasión por un personaje, pero a mí me parecía un juego inocente, aunque, si he de ser franco, debo reconocer que encontraba algo oscuro en ello, pues sólo así se explica que no le contara a nadie la correspondencia mantenida con Lucía.
Llevaba ya varios meses escribiéndome con Lucía, cuando me enteré de que Guacimara Robayna venía a la isla a dar una conferencia invitada por el área de literatura y mujer de la Universidad. Era evidente que una visita de este calibre no podía pasar inadvertida en el periódico, así que le supliqué al redactor jefe que me encargara hacerle la entrevista. Al principio se mostró reticente, pues siempre que viene algún escritor importante es él quien se encarga de entrevistarle, pero como mi insistencia fue tanta y sobre todo porque sé que a él la literatura de Guacimara Robayna no le gusta demasiado, incluso tengo para mí que la considera una escritora procaz, prepotente y encima isleña, finalmente me concedió el honor de que fuera yo quien la entrevistara. Concerté la entrevista con la autora canaria que era la revelación de la narrativa en español de los últimos años el día anterior a su conferencia, por la tarde, en la cafetería del hotel donde se hospedaba. Como aquel lugar le pareció demasiado sobrio, fue ella quien me propuso irnos a otro lugar más cálido, así que cogimos mi coche y nos dirigimos a Las Canteras, a una de las tantas terrazas que hay con vistas a la playa. Me parecía increíble verla sentada en el sillón desvencijado de mi cochambroso y sucio coche, pero ella no pareció darle a esto ninguna importancia.
La entrevista transcurrió con normalidad, ella se mostró tan segura de sí misma como habitualmente, arremetiendo contra los mitos creados en torno a la literatura, contra los excesos de conservadurismo de la ortodoxia literaria y, sobre todo, contra los gestores culturales que apartan a todos aquellos autores discrepantes de lo que ellos consideran que deben ser los cánones estéticos universales. A pesar de su elocuencia y afabilidad, al principio se mantuvo bastante distante, supongo que porque tampoco le resultaban demasiado simpáticos los medios de comunicación, pero con unas cervecitas y unas tapas, mientras contemplábamos cómo el sol se sumergía en el mar, ambos nos fuimos relajando, el ambiente se fue distendiendo y entre nosotros se entabló una fuerte empatía que percibíamos incluso cuando, después de dar por finalizada la entrevista, quedamos los dos en silencio.
Era ya de noche cuando la alcancé de nuevo a su hotel; antes de que se bajara del coche quise aprovechar la ocasión, probablemente no volvería a tener otra y estaba convencido de que ella también lo deseaba, de darle las gracias por haber respondido las cartas que yo le había enviado a Lucía a la dirección que aparecía en la novela. Entonces me miró con cara de sincera sorpresa, me dijo que no sabía de qué cartas le estaba hablando y me aseguró que aquella dirección en realidad no existía, que sólo había sido un guiño a los lectores, una pequeña trampa sin importancia. Me quedé durante unos instantes, que a mí me parecieron eternos, sin capacidad de reacción y luego, para salir de aquella situación tan embarazosa, le dije que se trataba de una broma un tanto mal intencionada, que sólo quería saber si de verdad se había tomado la molestia de responder a los lectores que habían escrito a Lucía y que ésa era la única forma que tenía de averiguar la verdad, pero que si le molestaba podía estar tranquila porque no lo publicaría. Ella me miró con desprecio, me espetó que la había defraudado, que era igual que el resto de los periodistas y se alejó del coche después de dar un soberano portazo. Definitivamente, la empatía entre nosotros se había ido al carajo por mi culpa, pero cómo decirle que el agradecimiento era del todo en serio y que no sólo le había escrito cartas a Lucía sino que efectivamente éstas habían tenido respuesta.
Aquella noche salí tarde de la redacción terminando la entrevista y cuando llegué a casa lo primero que hice fue mirar en el ordenador el archivo en el que guardaba todas las cartas que Lucía me había enviado para comprobar algo de lo que ya estaba seguro, que las cartas estaban allí. Como supondrán, no pude conciliar el sueño y me pasé toda la noche dándole vueltas a aquel embrollo, tratando de encontrar una explicación racional que no hallé. Así que al día siguiente acudí a la conferencia con la esperanza de poder aclarar aquella situación con Guacimara, iba dispuesto a decirle toda la verdad, incluso le iba a proponer que fuera a mi casa y comprobara la lista de correos enviados y recibidos en los últimos meses si no me creía. Pero ella estaba realmente ofendida y ni siquiera me concedió un minuto, con lo que me fue imposible darle ninguna explicación.
Desesperado, esa misma noche volví a escribir a Lucía para contarle lo que me había sucedido. Un par de días más tarde recibí respuesta de ella donde me hizo saber que se había enfadado bastante porque, en su opinión, yo no tenía que haberle dicho nada a Guacimara sobre nuestra correspondencia, que aquello era un asunto entre nosotros dos y que nadie tenía por qué saberlo. Por lo demás, el resto de la carta mantenía el tono vitalista y alegre habitual, e incluso me felicitó por la entrevista. Ante la insistencia de Lucía en que mantuviera en secreto nuestra relación, supuse que en realidad era Guacimara quien me respondía a las cartas, que no quería que su relación conmigo saliera a la luz, pero no alcanzaba a comprender por qué entonces había actuado de una manera tan extraña la noche en que le hice la entrevista, tal vez no se fiaba enteramente de mí, o quizás no fuera ella quien me estuviera respondiendo. Sea como fuere estaba dispuesto a averiguar quién estaba recibiendo las cartas que yo le escribía a Lucía y quién era la persona que me escribía a mí.
Tenía un amigo en el periódico que a su vez tenía otro amigo que trabajaba no sé exactamente dónde, ni quería saberlo, el cual podía facilitarme el nombre del titular de cualquier dirección electrónica, cosa que ya había hecho en otras ocasiones. Esto me costaría cubrir un par de ruedas de prensa más y hacerle un par de trabajos a mi colega, pero merecía la pena porque además, como les decía, ya me había dado buenos resultados en otras ocasiones en las que, por motivos de trabajo, había tenido que echar mano de estas artimañas. Al cabo de un par de días llegó la información requerida por mí: el amigo de mi compañero de trabajo le había confirmado que la dirección que yo le había dado no existía. Insistí en que hablara de nuevo con él, que tenía que haber algún error, pero no había posibilidad de que esto sucediera, de hecho mi amigo me sugirió que lo más probable es que la dirección que yo le había dado no fuera correcta, quizás alguna letra... Pero yo sabía que le había dado la dirección de Lucía, estaba completamente seguro, así que le hice los trabajos acordados y le pedí que se olvidara del tema, que no tenía importancia.
Desde entonces he seguido carteándome con Lucía, no sé qué clase de ente es, o si en efecto el mundo literario que inventamos tiene una existencia real paralela, lo que sé es que nunca antes había amado tanto y no estaba dispuesto a renunciar al amor de mi vida, a mi amor platónico en todos los sentidos, por temor a lo desconocido. Yo no era un cobarde como el novio de Lucía y no la iba a defraudar. Poco me importa que cuando comento que la literatura cambió mi vida nadie me escuche, o que cuando alguien lo hace sea para reírse o para tratarme de pedante; sé que no puedo contar a nadie a qué me refiero cuando digo que leer a Guacimara Robayna ha sido determinante para mi existencia porque me tomarían por loco, tal vez si algún día llego a ser un gran escritor me decida a contar al mundo lo que sé, porque sólo a las estrellas se les permite decir estas cosas en serio sin encerrarlas, ya que en esos casos se consideran extravagancias de genios.


domingo, 7 de junio de 2015

Una democracia fraudulenta

L
a democracia no es sólo aquella forma de organización política en la que a los ciudadanos se les permite votar, porque lo fundamental de la democracia es la capacidad de la ciudadanía para autogobernarse. El autogobierno de los ciudadanos, pues, y no sólo el derecho al voto, es lo que constituye lo esencial de la democracia, que deviene así en el modo de organizar políticamente la sociedad en el que los individuos tienen reconocido su derecho a participar en los procesos de toma de decisiones públicas, ya sea directamente, ya sea a través de la elección de sus representantes. El reconocimiento de tal derecho es precisamente lo que hace que, en democracia, los individuos sean ciudadanos y no meros súbditos sometidos al poder del Estado y sin capacidad para ejercer el más mínimo control sobre él.
            Si el autogobierno de los ciudadanos es el rasgo definitorio de una democracia, entonces resulta razonable pensar que de los distintos modelos de democracia que conocemos, la directa y la representativa, el primero satisface mucho mejor que el segundo las exigencias que debe cumplir una democracia para ser considerada como tal. De ahí las críticas a los sistemas representativos propios de las democracias modernas en las que el poder político que teóricamente recae en el conjunto de los ciudadanos queda delegado en los representantes electos, a diferencia de lo que ocurría en la democracia de la antigua Atenas en la que los ciudadanos participaban directamente en la gestión y el gobierno de los asuntos públicos. Empero, quienes defienden el modelo representativo aducen con frecuencia la imposibilidad fáctica de aplicar el sistema asambleario propio de una democracia directa a las modernas sociedades de masas. Mas dejando a un lado las cuestiones de viabilidad técnica y el hecho de que en una democracia representativa se puede dar cabida a un grado mucho mayor de participación ciudadana del que acostumbramos, quisiera ahora detenerme en que lo mínimo que se debe exigir es que a la hora de elegir los representantes todos los ciudadanos tengan la misma capacidad de elección, para que todos estén igualmente representados en las instituciones.
            Es ese principio el que no se cumple en Canarias por mor de nuestra -nuestra de ellos, se entiende- antidemocrática ley electoral. Y es que la famosa triple paridad, junto a los topes del 6 por ciento regional o el 30 por ciento insular, conculca el principio democrático básico según el cual todos los votos han de tener el mismo valor y hace posible que aunque en Canarias los partidos más votados hayan sido el PSOE, el PP y Coalición Canaria, por ese orden, sean los nacionalistas los que hayan obtenido la mayoría parlamentaria. La misma ley permite, asimismo, que Ciudadanos, con casi 55.000 votos, no tenga ningún diputado y la Agrupación Socialista Gomera, con algo más de 5.000, cuente con tres escaños. O que Coalición Canaria, con un 18 por ciento de los votos, ocupe 18 asientos en la cámara regional, mientras que Podemos, con un 14 por ciento, sólo cuente con 7. Y así las cosas, más allá de las legítimas objeciones que se le puedan plantear a la democracia representativa en general, sólo se puede concluir que mientras perdure esta injusta ley electoral, dudosamente se podrá considerar que el Parlamento de Canarias es representativo de la voluntad popular, lo que hace que en Canarias, más que una democracia imperfecta, que también, tengamos una democracia fraudulenta.