domingo, 26 de marzo de 2017

La filosofía no sirve para nada

E
n alguna otra ocasión me he referido al hecho de que quienes nos dedicamos profesionalmente a la filosofía nos hemos tenido que enfrentar a la pregunta, a veces insidiosa, de para qué sirve nuestra disciplina. Más allá de la conocida respuesta de Deleuze, para quien la filosofía no sirve ni a nada ni a nadie, soy de los que piensan que quienes nos interpelan, independientemente de sus intenciones, merecen una respuesta. Merecen una respuesta quienes formulan la pregunta con desdén, pero también la merecen quienes, desconociendo de qué va eso de la filosofía, se acercan a nosotros con respeto y verdadera curiosidad. Y es que ciertamente una de las cuestiones que han ocupado a la filosofía secularmente ha sido la necesidad de dar razón de la propia filosofía, del sentido que puede tener, todavía hoy, el ejercicio del filosofar.
            Tanto para responder a unos como a otros, permítanme que me remita a lo que hace ya mucho tiempo dijera Aristóteles, uno de los grandes filósofos de la Antigüedad que en el siglo XXI tiene aún mucho que enseñarnos. A los curiosos, a los que tienen verdadero interés en averiguar para qué sirve la filosofía, les convendrá saber que Aristóteles abre la Metafísica, una de sus grandes obras, afirmando que “todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber”, con lo que esa curiosidad suya, ese interés por aprender, respondería bien a las inclinaciones naturales de todo hombre al decir del Estagirita. Y es que si, tal como señala Aristóteles, “lo que en un principio movió a los hombres a hacer las primeras indagaciones filosóficas fue, como lo es hoy, la admiración”, la curiosidad de nuestros interpelantes bien puede ser considerada como este sentimiento originario que conduce al filosofar.
A los primeros, a quienes preguntan con un desprecio no exento de autosuficiencia, a quienes interrogan con la única y maliciosa intención de hacer ver la inutilidad de la filosofía, también les recomendaría que, siquiera por una vez, escucharan lo que el viejo Aristóteles aún tiene que decir. Pues, en efecto, en la obra de marras nuestro filósofo define la filosofía como “la ciencia teórica de los primeros principios y de las primeras causas”. Y el hecho de que sea una disciplina teórica, es decir, que no tenga una utilidad concreta, es lo que le da, precisamente, más valor del que puedan tener todas aquellas formas de conocimiento que tengan a la utilidad por fin. Los despreciadores de la filosofía ponen el énfasis en la inutilidad de la misma, queriendo hacer ver que, por inútil, la filosofía carece de valor. Cometen el grave error de confundir utilidad con valor. Y es que las cosas útiles lo son en tanto que medios que conducen a fines, de manera que no pueden ser valiosas en sí mismas: su valor es siempre relativo a los fines perseguidos y radica en su eficacia y eficiencia para la consecución de los mismos. La mayor parte de nuestros fines los perseguimos no porque tengan un valor en sí mismos sino porque constituyen buenos medios para alcanzar otros fines más importantes, y así sucesivamente hasta llegar a lo que Aristóteles, en otra obra capital suya, Ética a Nicómaco, denominó los fines últimos: aquellos que se persiguen por sí mismos, que son fines en sí y tienen un valor en sí mismos y no un mero valor relativo; aquellos que ya no constituyen un simple medio para alcanzar otro fin, inútiles por definición, y precisamente por ello los más valiosos. Y acaso la filosofía, cuyo sentido último no es otro que dar respuesta al afán de saber de los hombres, debiera ser considerada un fin último, cuyo extremo valor radique precisamente en que, digámoslo sin ambages, es perfectamente inútil.
Entre los despreciadores de la filosofía de los últimos años ocupan un lugar destacado, qué duda cabe, los que pergeñaron e impusieron la ley de educación en vigor, la funesta Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE). No hay sino que ver la reducción horaria que ha sufrido la materia en el Bachillerato y en la ESO para constatar que la filosofía no entraba entre las prioridades del ya exministro José Ignacio Wert. Mas con lo que no contaba yo, cándido que es uno, es con el maltrato que los responsables de las dos universidades públicas canarias le iban a dispensar a la ya de por sí maltratada filosofía. Y es que, como ha sido publicado en la prensa en estos días, la Historia de la Filosofía, en el itinerario de Ciencias Sociales, ponderará en la nueva prueba de acceso a la universidad, si nadie lo remedia, la mitad de lo que ponderarán las otras dos asignaturas troncales de opción en el itinerario de marras. Una agresión en toda regla a la filosofía y al millar de alumnos que escogieron la asignatura sin saber lo que les tenían reservado los dirigentes de la Universidad de La Laguna y de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, siempre tan magníficos. Esperemos que los guardianes de esos templos del saber recapaciten y no persistan en el error de restarle valor a la filosofía por más que ésta, como ya se ha dicho, no sirva para nada.

martes, 6 de diciembre de 2016

Podemos hacer lo que queramos


E
n alguna otra ocasión me he referido a los economistas como una especie de ideólogos del capitalismo disfrazados de científicos sociales que tratan de convencernos a los legos en economía de que determinadas decisiones políticas responden a una suerte de leyes económicas tan inevitables como las leyes de la naturaleza. Sin embargo, existen excepciones, como la del catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona, Antón Costas Comesaña, quien, en una entrevista publicada el pasado domingo en La Provincia / DLP, denuncia esta tendencia del pensamiento político-económico a justificar determinadas políticas como si, en efecto, no hubiese alternativas, aunque dirige su crítica más contra las autoridades gubernamentales que hacia los propios economistas: “Es muy frecuente que los gobiernos, cuando quieren llevar adelante una política económica con fuerte contenido ideológico, abracen esa idea de que no hay alternativa, de que la economía no da otras opciones. Eso no es verdad. Hay que distinguir entre lo que conocemos los economistas y lo que después se aplica en condiciones concretas con un fuerte sesgo ideológico”, se puede leer en la entrevista de marras.
            Mas por mucho que Costas Comesaña trate de atribuir el mal del fundamentalismo económico a la clase política y pretenda eximir a los economistas, lo cierto es que las decisiones políticas que se pretenden inevitables suelen venir respaldadas por alguna teoría económica de lo más solvente suscrita por alguno de los gurús de la economía internacional. No en vano, es en el campo de la economía donde más se han acercado las ciencias sociales a las ciencias naturales, en lo que se refiere a la aplicación del método y a los resultados obtenidos, lo que las ha revestido de un halo de cientificidad que los economistas suelen exhibir ante los profesionales de otras ciencias sociales con una petulancia más propia del glamur del cine, la música o el deporte de élite que de espacios académicos, aunque, bien pensado, tal vez esos espacios sean precisamente los más apropiados para el despliegue de tales mañas.
     Sea como fuere, lo que parece claro es que el estatus epistemológico de las ciencias sociales, la economía incluida, dista mucho de acercarse al de sus envidiadas primas las ciencias naturales, habida cuenta del grado de falibilidad de sus predicciones. Buena muestra de ello sería la crisis económica que venimos padeciendo desde 2008, la cual no solo no fue prevista y evitada sino que no termina de ser superada, por más que haya sido, eso sí, sobradamente explicada a posteriori. Y qué decir de las nunca bien ponderadas predicciones de los sesudos sociólogos y politólogos, sobre todo de aquellos que proclamaron la cuasi imposibilidad del triunfo del Brexit o de la victoria de Donald Trump y no paran de rasgarse las vestiduras sin dejar de seguir haciendo pronósticos sobre cualquier asunto de la actualidad social. Ante este panorama de confusión, quizás lo más sensato sería recordar lo que ya nos enseñaron los primeros filósofos, a saber: que una cosa son las leyes de la naturaleza, physis, y otra las normas que los seres humanos nos damos a nosotros mismos, nomos. Y en este último ámbito podemos hacer lo que queramos, pues no existen leyes económicas universales ni leyes invariantes por las que se rija el curso de la historia.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Contra la democracia real

A
ntes de la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento de la Unión Soviética era frecuente el uso de la expresión “socialismo real” para referirse a los regímenes de los países del denominado Bloque del Este, en un intento de diferenciar las elaboraciones teóricas de Marx y otros autores socialistas del modo de organización social que se había implantado al otro lado del Muro. Se trata, a mi modo de ver, de una expresión acertada que servía para distinguir las ideas socialistas de su implantación real bajo el régimen soviético, a la vez que podía ser útil para los críticos del socialismo de uno y otro signo: a los liberales les permitía enfatizar la diferencia entre las promesas del paraíso en la tierra del socialismo y su aplicación efectiva, al tiempo que a los más afines al socialismo les posibilitaba afirmar que la crítica al comunismo autoritario de la Unión Soviética y sus países satélites no tenía por qué ser extensiva a los principios socialistas.
            Casi tres décadas después de la caída del Muro, la expresión de marras está en desuso, pero puede servirnos de inspiración a quienes, considerándonos demócratas, no renunciamos a la crítica a los sistemas democráticos actuales, para que no se confunda nuestra crítica a la “democracia real”, es decir, a las democracias realmente existentes, con la crítica a los principios democráticos. Y es que la democracia real parece haber entrado en clara contradicción con los principios sobre los que habría de sustentarse una democracia genuina. Tales principios serían  fundamentalmente tres: el principio de libertad jurídica, según  el cual ningún individuo está obligado a cumplir ninguna ley a la que previamente no haya dado su consentimiento; el principio de igualdad jurídica, que señala que la ley ha de ser la misma para todos y ha de obligar a todos por igual; y el principio de separación de poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, de suerte que se constituya un sistema de contrapesos que impida los abusos de poder por parte del Estado.
          Estos principios democráticos derivan de esas exigencias morales de libertad, igualdad y dignidad que son los derechos humanos, para decirlo con Javier Muguerza, razón por la cual habrían de incorporar la igualdad social, si no queremos que la democracia quede reducida a un mero procedimiento formal. Y parece evidente que estos principios básicos no se cumplen ni en las instituciones públicas ni en los partidos políticos que las sustentan. España es un buen ejemplo de ello: la nula separación de poderes de facto, la connivencia entre el poder político y el poder económico, la oposición de los partidos a la participación ciudadana en los procesos de toma de decisiones públicas, el ataque al parlamentarismo y presumiblemente a la voluntad de la mayoría que supone el acuerdo, gran coalición o no, entre PP, Ciudadanos y PSOE con la insignificante pero inestimable ayuda de Coalición Canaria, la podredumbre que corroe a todos los poderes del Estado incluyendo el judicial, como ha puesto de manifiesto el culebrón de las grabaciones a la isleña protagonizado, de momento, por jueces y empresarios, son razones más que suficientes, entre otras, para estar en contra de la democracia real precisamente por atentar contra lo que habría de ser una democracia.

domingo, 23 de octubre de 2016

Admiración y asombro

D
ice Aristóteles en su imponente Metafísica que la admiración y el reconocimiento de la propia ignorancia es lo que mueve a los seres humanos a filosofar, pues el hombre siente por naturaleza afán de saber. Una idea la de Aristóteles que retoma Kant cuando, en el Colofón de su Crítica de la razón práctica, señala la creciente admiración que le produce la reflexión sobre dos cosas: “el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. Y ya en el siglo XX sería el propio Wittgenstein quien evocara este pensamiento al señalar, en su Conferencia sobre ética, el asombro que le produce la existencia del mundo.
El asombro del que habla Wittgenstein bien puede ser entendido como admiración, mas no siempre estos dos términos significan exactamente lo mismo, ya que pudiera darse el caso de que algo nos produjera asombro pero ninguna admiración. Es lo que ocurre con el asombro que nos produce algo inesperado, no digamos ya si aquello que nos causa el asombro nos lo infunde precisamente porque, de tan ridículo, genera sorpresa el que haya sucedido. Tal asombro es el que siente la intelectualidad más sofisticada que no alcanza a comprender cómo es posible que haya más de un millón de personas que pasan cada tarde delante del televisor viendo Sálvame, o el asombro que sienten todos aquellos a los que no les gusta el fútbol, para quienes resulta incomprensible que cada fin de semana millones de personas estén pendientes, como si les fuera la vida en ello, de lo que hacen unos tipos corriendo en pantalón corto detrás de una pelota. Se trataría en ambos casos, desde su punto de vista, de algo asombroso pero nada admirable.
Y un asombro de esta clase es el que, me imagino, habrán experimentado los biempensantes del mundo de las letras al enterarse de que Bob Dylan, un cantautor, haya sido galardonado nada menos que con el premio Nobel de Literatura. Asombro, que no admiración, que llevó a Jesús Badenes, director general de Planeta, en la presentación del célebre premio del mismo nombre, a afirmar hace unos días que el galardón de la Academia Sueca está “desvirtuado” y que, por eso mismo, les corresponde a ellos, los de Planeta, “liderar los premios literarios”. Mas a mí me resulta digno de admiración y asombro, en el sentido en que emplean los términos Aristóteles, Kant y Wittgenstein, que se le haya otorgado el Nobel a Bob Dylan, reconociendo así la condición de poeta al autor de letras de canciones tan emblemáticas como Blowin’ in the Wind o The Times They Are a’Changin. Y por ello mismo no salgo de mi asombro, que no admiración, ante las declaraciones de quienes se proclaman veladores de las esencias de la gran literatura y no saben, o no quieren, reconocer a una figura literaria de primer nivel. 

sábado, 8 de octubre de 2016

Los referendos los carga el diablo

Dicen algunos de nuestros demócratas de toda la vida que los referendos los carga el diablo. Lo dicen después de que en los últimos meses hayamos podido asistir a la celebración de distintos plebiscitos cuyo resultado no ha sido el esperado. Es lo que ha sucedido recientemente en Colombia, donde la ciudadanía ha rechazado el acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC, o lo que ocurrió el pasado mes de junio en Gran Bretaña, cuando los ciudadanos decidieron que el Reino Unido deje de formar parte de la Unión Europea. El hecho de que la ciudadanía se haya atrevido a contrariar a las élites ha llevado a líderes políticos y analistas de todo pelaje a arremeter contra el referéndum como procedimiento democrático para la toma de decisiones públicas sobre asuntos de gran trascendencia, lo cual es a todas luces más preocupante que los propios resultados de los referendos de marras, por más desacertados que éstos pudieran ser.
Y es que la democracia es el autogobierno de los ciudadanos y encuentra su fundamento último, que no absoluto, en los valores de la libertad y la igualdad. Lo que vendría pues a distinguir a las sociedades democráticas de otras formas de organización social es que sólo las primeras estarían constituidas por individuos libres e iguales, quienes, en su condición de ciudadanos y no súbditos, habrían de tener derecho a participar en la elaboración, o cuando menos en la aprobación, de las normas que luego se verán obligados a cumplir y, en general, en la toma de decisiones públicas que les afecten. De lo que se desprende que las sociedades serán más democráticas cuanto más participativas, deliberativas y directas sean sus democracias. Y hasta ahora creía yo que esto formaba parte de nuestro más profundo acervo, de suerte que si las democracias modernas optaban por el modelo representativo no es porque, desde el punto de vista de lo que se considera democrático, la democracia representativa sea preferible a la democracia directa, sino porque la primera sería la única factible en sociedades de masas como las nuestras.
Sin embargo, en estos días, como ya ocurriera tras el triunfo del Brexit, hemos podido comprobar la endeblez de las convicciones democráticas de nuestros líderes y de buena parte de nuestros conciudadanos, a juzgar por lo que se ha podido leer y escuchar en los distintos medios de comunicación y en las redes sociales. Y es que el argumento a favor de la democracia representativa sobre la democracia directa ha pivotado de la factibilidad a la conveniencia de que sean los expertos en política los que decidan sobre las cuestiones trascendentes, liberando así a los ciudadanos, por naturaleza ignorantes, de la responsabilidad de decidir por sí mismos. Quienes así opinan no sólo confunden una democracia con la paternalista república propuesta por Platón, para quien sólo los filósofos estaban llamados a dirigir la polis, sino que olvidan que si la democracia es preferible a otras formas de organización política es porque cuenta con mayor legitimidad, toda vez que protege mejor que ningún otro sistema las exigencias de libertad y de igualdad de los individuos modernos, y no porque garantice que las decisiones tomadas por la ciudadanía en su conjunto hayan de ser siempre las correctas. Y es que los referendos los carga el diablo, pero los apreciamos los demócratas.