miércoles, 21 de octubre de 2020

La fragilidad del ser humano

S

i algo ha revelado la pandemia que asola al planeta es la fragilidad del ser humano. Fragilidad ante la enfermedad, por supuesto, pero también fragilidad ante la realidad que se mantiene, en algunos aspectos, inextricable. Y es que el hombre, ya lo decía Aristóteles, tiene la necesidad de saber, de comprender el mundo que le rodea y de comprenderse a sí mismo. Se trata de una necesidad, en primera instancia, teórica, pues queremos saber por el mero afán de buscar la verdad. Pero además demandamos el conocimiento por su utilidad, porque solo desde el conocimiento certero de la realidad se pueden afrontar con cierta esperanza de éxito algunos de los problemas de la humanidad, entre los que las enfermedades que tanto dolor han causado a lo largo de la historia ocuparían un lugar destacado.  

En esta búsqueda de la verdad, el papel de la ciencia en los últimos siglos ha sido fundamental. Hasta el punto de que, ya lo hemos dicho en otras ocasiones, la ciencia moderna ha venido a sustituir en cierta medida a la religión. No es solo que la ciencia haya desplazado a la religión como forma más fiable de explicar el mundo, al menos en lo que a la realidad empírica se refiere, sino que el hombre moderno, a priori habitante de un universo postmetafísico, mantiene con la ciencia una relación similar a la que los antiguos mantenían con la religión. Si en tiempos premodernos se asumían los dogmas religiosos y se aceptaba la verdad revelada de modo inquebrantable, hoy pretendemos que la ciencia nos provea de las verdades absolutas que antaño nos proporcionaba la religión y aceptamos por lo general de forma acrítica las verdades científicas, en lo que no deja de ser un acto de fe: fe en la ciencia y en la comunidad científica, pero fe al fin y al cabo.

Esta actitud generalizada hacia la ciencia muestra la falta de cultura científica que aún existe en la sociedad actual. Pues una mínima comprensión de la ciencia permitiría entender que ésta no aspira a encontrar una verdad absoluta, incuestionable, sino que ha de conformarse con hallar, a lo sumo, una verdad objetiva, y que, en muchos casos, la objetividad de la ciencia no va más allá del acuerdo intersubjetivo entre los miembros de la comunidad científica. Es por ello que la ciencia constituye una forma de conocimiento crítica, pues asume que no se puede aceptar nada como verdadero sin que haya algún tipo de evidencia que lo respalde y que los hallazgos, teorías y procedimientos han de estar continuamente sometidos a la revisión y al análisis crítico. Hoy, atemorizada ante el avance de la pandemia, la sociedad le pide a la ciencia soluciones inmediatas que no puede ofrecer, pues la ciencia es limitada; es metódica, empírica y crítica, pero no es mágica y por ello, precisamente, es mucho más eficaz que la magia o la religión, y es, con todas sus limitaciones, el mejor recurso que tenemos para luchar contra el Covid-19, aunque no podamos asegurar que finalmente consiga vencer al virus y, desde luego, sea incapaz de poner fin a la fragilidad del ser humano.


domingo, 4 de octubre de 2020

La joya de la corona

 

H

ubo un tiempo en el que en los medios de comunicación se afirmaba taxativamente, jornada tras jornada, que la liga de fútbol española era la mejor liga del mundo. Y sin duda es posible que en algunos años esto fuera así, pero dejó de serlo hace tiempo, más o menos desde que la selección española ganó su última Eurocopa, aunque, obviamente, el nivel de la selección y de los clubes son cosas distintas. Ahora ya nadie osa afirmar que nuestra liga es la mejor del mundo, mucho menos después del papelón que la aristocracia futbolera española hiciera en la pasada campaña europea, pero se siguió repitiendo durante años y los aficionados, a qué negarlo, nos lo creíamos, a pesar de las señales evidentes de que el nivel de nuestra liga iba deteriorándose cada temporada un poco más. Y es que, como decía Goebbels (me perdonarán el lugar común), una mentira repetida mil veces acaba convirtiéndose en verdad, sobre todo, añadiría yo, si el destinatario de la misma está deseando creerla.

            Viene esta reflexión a cuento del sistema sanitario español al que, me temo, le ocurre como a la liga de fútbol. No sé cuántas veces ni desde hace cuánto tiempo, décadas, he oído decir que nuestra sanidad pública es la mejor del mundo. Y sin duda en algún momento fue, si no la mejor, una de las mejores. Podemos incluso conceder que todavía hoy ocupe un puesto destacado en la escala global, pero lo que ya no se puede seguir sosteniendo es que España disponga de un sistema de salud pública de calidad. Y es que más allá de las tristemente célebres listas de espera, que en España en general son vergonzosas pero en Canarias son un ultraperiférico escándalo, la crisis de la pandemia del Covid-19 ha servido para ilustrarnos del verdadero estado en el que se halla nuestro siempre laureado sistema sanitario, la joya de la corona. 

        Según el estudio de seroprevalencia elaborado por el Ministerio de Sanidad, el Instituto de Salud Carlos III y el Instituto Nacional de Estadística, a principios de verano el virus había infectado solo al 5,2 por ciento de la población, lo que bastó para que oficialmente, contando solo los diagnosticados, murieran más de 28.000 personas y que el sistema sanitario colapsara. Está claro que no estábamos preparados. Se dirá que la pandemia fue algo sobrevenido y que nadie estaba preparado, que nadie podía estarlo. Sin embargo, la situación en otros países de Europa, siendo también muy grave, no ha sido tan calamitosa y eso que las restricciones no fueron tan rigurosas como en España. Para colmo, vista la evolución de la pandemia a la vuelta de las vacaciones, con más de 31.000 fallecimientos, resulta evidente que no hemos hecho los deberes: la joya de la corona sigue oxidada y para volver a abrillantarla hacen falta más recursos materiales y sobre todo humanos. Y hacen falta ya.

jueves, 24 de septiembre de 2020

Vivir en la incertidumbre

E

l ser humano ha sentido desde siempre la necesidad de entender el mundo que le rodea y comprenderse a sí mismo, de ahí que, para satisfacer esa necesidad, haya tenido que recurrir a los mitos y las religiones, primero, y a la filosofía y la ciencia, es decir, a la razón, después; si bien es cierto que, ni los saberes racionales están completamente libres de elementos propios del mito, ni los mitos y las religiones carecen totalmente de logos. Y es que solo un ser dotado de razón es capaz de construir los discursos religiosos y las narraciones mitológicas, y, de otra parte, pensar en una forma de saber completamente racional, absolutamente objetiva, tiene bastante más de mito que de pensamiento basado en la razón. En cualquier caso, si algo tienen en común mito, religión, filosofía y ciencia es que constituyen, cada uno a su modo, intentos del ser humano de alcanzar la verdad.

      La búsqueda de la verdad es algo inherente a la condición humana, pues, ya lo decía Aristóteles al inicio de su Metafísica, “todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber”. En efecto, todos queremos saber, todos queremos tener, con mayor o menor ambición, asideros a los que agarrarnos que expliquen la realidad, que den respuesta a las grandes preguntas que el hombre se ha hecho desde siempre. La religión y el mito son buenos ejemplos de esos asideros, pero las respuestas que nos ofrecen con respecto a la realidad, a la pregunta por lo que existe, hoy no resultan satisfactorias. Ello no quiere decir que no tengan ninguna función en la sociedad contemporánea, pero resulta evidente que si de lo que se trata es de buscar la verdad, la ciencia moderna resulta mucho más eficiente, siempre que nos interroguemos acerca del mundo de los hechos y de las cosas, sin pretender explicar sus causas últimas de índole metafísica, y dejemos al margen la pregunta por el deber ser, cuestiones estas más propias de la filosofía y sobre las que, qué duda cabe, también las religiones tienen algo que decir.

        Ocurre que la ciencia, siendo como es la forma de conocimiento más avanzada de la que disponemos, no puede ofrecernos verdades absolutas, como antaño hiciera la religión. Lo más que puede proporcionar es una verdad objetiva pero que, en cualquier caso, habrá de ser siempre revisable, como revisables habrán de ser los procedimientos científicos. Y acaso como una herencia del pensamiento metafísico, del pensamiento religioso del que no hemos conseguido emanciparnos del todo, nos sentimos huérfanos de certezas. Un sentimiento que se agudiza en este tiempo marcado por la crisis del Covid-19 y que nos impele a demandar a la ciencia lo que no puede darnos: queremos verdades incuestionables y despreciamos la duda y la incertidumbre. Sin embargo, la duda y la incertidumbre constituyen la mejor vía para alcanzar la verdad, por más que esta verdad no pueda volver a ser absoluta. Y, en cualquier caso, estamos condenados a vivir en la incertidumbre si no queremos sucumbir al dogma, tan alejado de la verdad como la misma mentira.

 

            

domingo, 19 de julio de 2020

Abolir la monarquía

E

l creciente escándalo generado por las presuntas ilegalidades cometidas por el rey emérito, Juan Carlos I, ha hecho que la monarquía vuelva a estar bajo sospecha y que el debate en torno a si en democracia tiene sentido la existencia de un rey se haya vuelto a abrir en el seno de la opinión pública española. Y ello es así por más que los defensores a ultranza de la monarquía se empeñen en que si se llegara a demostrar que, en efecto, Juan Carlos I llevó a cabo las acciones ilegales que se le atribuyen, esto solo podría afectar al rey emérito pero no a Felipe VI, ni mucho menos a la institución monárquica como tal. No quieren, los monárquicos, ni que se debata sobre la posibilidad de abolir la monarquía en España, pero en su argumentación olvidan que si Juan Carlos I pudo cometer tan deplorables actos, fue precisamente gracias a su condición de rey: es la existencia de la monarquía y la inviolabilidad del rey lo que genera las condiciones de posibilidad de  que el jefe del Estado pueda actuar impunemente.

            Desde un punto de vista teórico, resulta evidente que la monarquía es incompatible con la democracia. Ello es así porque la democracia consiste, no nos cansaremos de repetirlo, en el autogobierno de los ciudadanos, al objeto de garantizar dos principios fundamentales que dan sentido a la democracia y sin los cuales esta no se puede realizar: la libertad de los individuos y la igualdad entre los mismos, empezando por la igualdad ante la ley. Y son estos principios los que la monarquía contradice y hacen que sea, por su propia naturaleza, una institución antidemocrática, por más que, huelga decirlo, entre los Estados democráticos realmente existentes los haya monárquicos: España, Gran Bretaña o Bélgica serían algunos ejemplos. Se trataría, entonces, de democracias que entre sus déficits democráticos cuentan con la existencia de la monarquía, principio antidemocrático donde los haya.

            No obstante lo dicho, lo cierto es que muchas personas se consideran demócratas y al mismo tiempo son monárquicas, por más que ello resulte incomprensible: ¿qué lleva a un individuo a aceptar de buen grado, incluso a defender, la permanencia de derechos de nacimiento, la superioridad de otro individuo por su pertenencia a un linaje? Muchos de estos demócratas monárquicos se definen además como liberales, obviando la dificultad que hay para encajar los principios del liberalismo con la monarquía. Pero el colmo, en España al menos, son esos socialistas monárquicos que habitan en las distintas estancias del PSOE. Para ser justos, hay que decir que no se consideran monárquicos de convicción sino de conveniencia, por lo que durante décadas se llamaron a sí mismos juancarlistas y una vez que tuvo lugar la abdicación, sin definirse como felipistas, han seguido abrazando la monarquía por una cuestión, dicen, de pragmatismo. Me pregunto qué razones se pueden seguir esgrimiendo para no aceptar de una vez que la realísima institución constituye un obstáculo para el avance de la democracia y que lo más conveniente, en sentido tanto teórico como práctico, sería abolir la monarquía.


jueves, 2 de julio de 2020

El final del curso

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l curso escolar, por fin, ha terminado. Éste ha sido un año duro, durísimo, a causa de la pandemia. En Canarias, afortunadamente, la incidencia directa del coronavirus ha sido menor que en otros lugares más afectados, al menos si atendemos al número de contagios y de fallecimientos causados por el Covid-19. Sin embargo, en lo que se refiere a las consecuencias sociales y económicas, incluso sanitarias, de las medidas que se han aplicado para combatir la pandemia, las Islas se llevan la palma. Y es que el confinamiento ha traído efectos perjudiciales para la salud de los isleños derivados de las condiciones previas de vida en Canarias, donde los niveles de pobreza están muy por encima de la media española y donde, en consecuencia, las condiciones de salubridad son peores. La fuerte dependencia del turismo, además, hace que los perjuicios económicos sean mayores y que, en suma, por mucho que la propaganda gubernamental se empeñe en convencernos de que de ésta salimos más fuertes, tal fortaleza no se vea por ningún lado.

A todo este malestar, por supuesto, no es ajeno el sistema educativo canario. No es de extrañar, por tanto, que también el rendimiento escolar del estudiantado del Archipiélago sea uno de los más bajos del país, pues, por lo general, a peores condiciones socioeconómicas, peores resultados académicos. Y, sin embargo, a pesar de las dificultades, a pesar de la desigualdad que se ceba con la población canaria, a pesar de la brecha digital, el alumnado de las Islas ha sabido sobreponerse, se ha adaptado mal que bien a las nuevas circunstancias impuestas por el estado de alarma y ha conseguido culminar con relativo éxito el curso. Por todo ello creo que merecen disfrutar de estas vacaciones que ahora comienzan. Todos en general, pero muy especialmente los estudiantes de Secundaria, los adolescentes, ya que debido a la etapa vital en la que se encuentran son los que más han sufrido el confinamiento y porque se trata de una generación que creció oyendo hablar de crisis, paro, miseria y falta de expectativas y que, ahora, cuando empezábamos a superar la crisis de 2008, habrán de enfrentarse a una nueva crisis que se presume aún más grave, que amenaza con robarles un futuro que tendrán que ganarse a pulso.

            El final del curso ha llegado y lo ha hecho bien, dadas las circunstancias. Que ello haya sido posible se debe en gran medida al profesorado. En apenas un fin de semana se pasó de un sistema presencial a otro telemático sin casi ningún apoyo hacia los docentes por parte de la Consejería de Educación. Esos que el periodista Ángel Tristán Pimienta llama privilegiados cumplieron escrupulosamente con su trabajo, aportando sus propios recursos, teletrabajando muchas más horas de las que les corresponden, quitando tiempo y espacio a sus propias familias, soportando un nivel de exigencia que ha sido a todas luces excesivo y, para colmo, aguantando declaraciones públicas de los responsables de Educación en Canarias claramente ofensivas: aún resuenan las alusiones a los dinosaurios de María José Guerra y a los granos negros y los pelos en la leche de José Antonio Valbuena. Gracias a la voluntad del profesorado, en medio de una gestión más bien caótica, con su esfuerzo, sus propios medios y, en buena medida, su sentido común en ausencia de directrices claras y a tiempo, el curso ha salido adelante y ahora, felizmente, ha terminado.