sábado, 11 de junio de 2022

Una anomalía democrática

 

L

a visita del rey emérito ha hecho que el debate en torno a la monarquía se haya vuelto a abrir, algo que, en los últimos tiempos, ocurre con cierta periodicidad. La figura de Juan Carlos I, que otrora contaba con el reconocimiento social y político, si no unánimemente al menos sí mayoritariamente, se ha vuelto polémica, si es que no directamente molesta. Y es que el viejo monarca molesta si se queda en Abu Dabi, pero también molesta si viene a España, de manera que nos pasa con Juan Carlos algo similar a lo que a aquel sufrido amante, que a ritmo de bolero se lamentaba diciendo aquello de “ni contigo ni sin ti…”. A monárquicos y juancarlistas les incomoda la figura de aquel al que tanto admiraron y piden, ahora, que si viene a España lo haga con decoro y, sobre todo, que dé explicaciones. Pero, ¿explicaciones de qué?, para decirlo al modo regio. No pretenderán que alguien que ha hecho lo que ha hecho amparado en la inviolabilidad que le reconoce nuestra Constitución, la ley de leyes, dé una rueda de prensa explicando el modus operandi de sus trapacerías.

La derecha, que para seguir con nuestras contradicciones patrias en España se declara liberal y monárquica, acusa al Gobierno de atacar a la Jefatura del Estado, el moderado Feijóo dixit, mientras que la izquierda, la izquierda del SOE que es una suerte de derecha moderada, cierra filas en torno al rey Felipe VI y aduce que el emérito debe dar explicaciones precisamente para proteger la dignidad de la Corona, ahí es nada. ¿Se imaginan ustedes lo bien parada que saldría la monarquía si Juan Carlos nos explicara sus cuitas? Algo así deben pensar en los partidos políticos situados a la izquierda del PSOE cuando insisten también en la necesidad de que el emérito dé explicaciones. El debate, como decíamos, está abierto, tanto que se debate incluso sobre lo que se debe debatir, pues mientras algunos políticos y analistas consideran que lo que está en juego es la monarquía como institución, otros aseguran que, precisamente para proteger a la Corona el debate se ciñe a la figura de Juan Carlos; y hay también quien afirma que la Jefatura del Estado no debería formar parte del debate político y acusa a los partidos de politizar la monarquía.

A mi modo de ver, claro que en una democracia se puede discutir sobre el modelo de Estado que se quiere y es bueno que los distintos partidos se pronuncien al respecto. Del mismo modo que, por más que se pretenda separar la controversia en torno a la figura de Juan Carlos I de la monarquía como institución, resulta evidente que son inseparables, toda vez que los actos fraudulentos cometidos por el monarca emérito solo pudo llevarlos a cabo en su condición de rey y al amparo de la inviolabilidad que le concede la ley. Así que, más que discutir cómo debería comportarse el rey emérito, un nada venerable anciano, deberíamos plantearnos si reformamos la Constitución para que la inviolabilidad del Jefe del Estado no se extienda a sus actos privados y para decidir si España sigue siendo una monarquía parlamentaria, lo que no deja de ser una anomalía democrática toda vez que atenta contra uno de los principios elementales de la democracia como es el de la igualdad ante la ley.

El deterioro de la democracia

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uando el siempre polémico Pablo Iglesias, hace ya algo más de un año, señaló que “en España no hay plena normalidad democrática”, no fueron pocos los que se rasgaron las vestiduras y corrieron a defender la plenitud de la democracia española. Entonces, uno de los argumentos de los demócratas ofendidos, entre los que se encontraban varias ministras de la parte socialista del gobierno de coalición, fue que España formaba parte del restringido grupo de democracias plenas reconocidas por la prestigiosa revista The Economist. Ahora, y desde hace ya varios meses, España no se encuentra en la lista de marras y ha pasado a figurar, según la misma revista, cuyo prestigio sigue, suponemos, intacto, entre el no tan selecto grupo de democracias defectuosas. Y es que, según The Economist, la incapacidad demostrada para renovar el Consejo General del Poder Judicial impide que España pueda seguir siendo considerada una democracia plena; mas esta degradación de nuestra democracia, incomprensiblemente, no parece que preocupe demasiado a nadie, ni tan siquiera a aquellos a quienes tanto ofendieron las declaraciones de Iglesias en su momento.

El informe de The Economist indicaba también que, en general, todas las democracias se han deteriorado como consecuencia de la lucha contra la pandemia de Covid-19, lo cual resulta ciertamente preocupante, pues se diría que la democracia, cuya razón de ser es la protección de la libertad individual y la igualdad, resulta menos eficaz a la hora de proteger la salud de los ciudadanos que otros regímenes menos preocupados por garantizar los derechos humanos. Una vez más, en el viejo y falso debate entre libertad y seguridad, parece que los Estados volvieron a seguir la senda de Hobbes. Y es que el Estado, por muy social y democrático de derecho que se defina, es antes que nada Estado, una estructura de dominio que históricamente se ha revelado como el mayor enemigo de la libertad del individuo. En España, la degradación de la democracia con el pretexto de salvaguardar la salud se tradujo en la suspensión de derechos fundamentales, lo que nunca debió ocurrir, pues una cosa es limitar dichos derechos y otra bien distinta lo que hizo el Gobierno, que por más que insistiera en que se trataba de una simple restricción se empleó a fondo en su suspensión, como ha acreditado el Tribunal Constitucional.

En las últimas semanas hemos sabido que el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) se ha dedicado a espiar a un buen número de independentistas catalanes. Lo supimos gracias a la revista The New Yorker, que anunció que España había espiado mediante el ya célebre programa Pegasus a más de 60 personas. A raíz de la información de la prestigiosa revista que, sorprendentemente, la ministra de Defensa, Margarita Robles, dice no conocer, el CNI ha reconocido que se espió a 18 independentistas con autorización judicial, según ha salido publicado en la prensa. La legalidad de la medida, así como la destitución de Paz Esteban, la jefa de los espías, son los argumentos con los que el Gobierno ha pretendido zanjar la crisis. Sin embargo, tengo para mí que el problema sigue ahí, pues nada se sabe de los 40 independentistas espiados, siempre siguiendo a The New Yorker, cuya credibilidad se me antoja de bastante mayor solvencia que la del Gobierno de España que anda más bien de capa caída. Se trataría de una flagrante violación de los derechos humanos que contribuye a incrementar el deterioro de la democracia española que, como todas las democracias modernas, ya presenta bastantes problemas de legitimidad sin necesidad de la intervención de las cloacas del Estado. 

¿Un ser inteligente?

 

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s el ser humano un ser inteligente? Quizás alguien piense que se trata de una pregunta retórica, pero créanme si les digo que no lo es, al menos, no lo es en su totalidad. Y es que ciertamente hay razones por las que podemos plantearnos si el ser humano es realmente un ser inteligente. Por supuesto que hay argumentos de sobra que avalarían la afirmación según la cual el hombre es un animal inteligente, hasta el punto de que sería precisamente su inteligencia la característica definitoria del ser humano que, no en vano, ha sido definido como el animal racional. Pero aun si identificáramos sin más la razón con la inteligencia, ocurre que no está del todo claro qué es lo que podemos entender por razón, qué comprende el término de inteligencia, pues uno y otro concepto se pueden entender en sentidos más o menos amplios o restringidos. Y es que la razón es una, pero, parafraseando a Aristóteles, se dice de muchas maneras.

            Sin duda, lo que nos permitiría definirnos a nosotros mismos como seres inteligentes es precisamente el hecho de que seamos seres dotados de razón. Una razón que está íntimamente vinculada al lenguaje, tal como señala Ernst Tugendhat, uno de los grandes filósofos de la actualidad, quien afirma que es el lenguaje el que nos permite deliberar, es decir, preguntarnos por las razones por las que deberíamos tener por verdaderas determinadas creencias acerca de la realidad o creer que deberíamos actuar de este u otro modo.  Así pues, la razón nos permite alcanzar un conocimiento teórico del mundo, pero también posibilita diseñar estrategias para alcanzar nuestros fines e incluso, aunque de un modo bastante más discutible, decidir cuáles de esos fines son preferibles desde un punto de vista moral. Todo lo cual nos lleva a considerar que la inteligencia puede ser comprendida como esa capacidad para aprender y llevar a cabo razonamientos lógicos y abstractos, así como para resolver problemas, lo que habría de permitir una mayor capacidad de adaptación al entorno y, en un nivel aún más elevado, distinguir el bien del mal, la justicia de la injusticia.

Ocurre que la razón y la inteligencia así entendidas parecerían no tener nada que ver con los sentimientos y las emociones. Sin embargo, tengo para mí que los sentimientos humanos están íntimamente vinculados a la inteligencia pues solo un ser inteligente, dotado de razón, puede sentir al modo en que lo hacemos los humanos, que es lo que, a mi juicio, trató de expresar María Zambrano cuando resaltó esa otra dimensión de la racionalidad humana que es la que ella dio en llamar la razón poética. De ahí que la inteligencia deba incluir también la capacidad para gestionar las propias emociones, como desde la psicología ha señalado Daniel Goleman. Y desde esta comprensión amplia de la razón y la inteligencia, cobra sentido la pregunta de si se puede considerar inteligente un ser al que tanto le cuesta ser feliz, un ser que ha logrado unas cotas tan altas en lo que al progreso científico-técnico se refiere, pero que se revela incapaz de avanzar al mismo ritmo en la lucha contra la injusticia, y que, en última instancia, parece estar empeñado en autodestruirse por la vía rápida del holocausto nuclear o por la más lenta pero inexorable del cambio climático.

viernes, 25 de marzo de 2022

¿Hasta un pueblo de demonios?

 

L

a paz es un deber de la razón pura práctica, un deber moral, pero no es el estado natural de los hombres, sino que debe ser instaurada por la vía del derecho. Esto es lo que afirma Immanuel Kant en su célebre ensayo Hacia la paz perpetua. Un esbozo filosófico, donde se esmera en señalar cuáles han de ser las condiciones para alcanzar una paz duradera. Como se sabe, Kant es el filósofo más destacado de la Ilustración y uno de los más importantes de toda la historia de la filosofía universal y, curiosamente, este filósofo alemán (aunque entonces Alemania no existía como la conocemos hoy) era de Königsberg, una ciudad a la sazón prusiana que actualmente forma parte de Rusia, miren ustedes por dónde. Y es que el baile de fronteras como consecuencia de las guerras ha sido una constante en Europa durante siglos. Anécdotas aparte, lo cierto es que Kant pensaba que a través del derecho sería posible que alcanzara la paz perpetua incluso un pueblo de demonios con tal de que estos fueran seres racionales, seres con entendimiento.

            Lo primero para alcanzar la paz, en este caso interior, es que se funde el Estado republicano, aquel en el que los individuos son al mismo tiempo súbditos y ciudadanos, es decir, donde la ley es la misma para todos y obliga a todos (los súbditos) por igual, pero donde, al mismo tiempo, cada uno (como ciudadano) solo obedece aquellas leyes a las que ha dado su consentimiento. De este modo, se respetan los principios de igualdad y libertad jurídicas imprescindibles para lograr la paz perpetua dentro del Estado, así como para evitar la guerra contra otros Estados. Y es que en la constitución republicana son los ciudadanos los que han de decidir si ir a la guerra o no, a sabiendas de que serán también ellos los que acarreen con los costes y sufrimientos de la misma. Nada que ver con los Estados en los que los súbditos no son ciudadanos, donde, según denuncia Kant, “la guerra es la cosa más sencilla del mundo, porque el jefe del Estado no es un miembro del Estado sino su propietario, la guerra no le hace perder lo más mínimo (…) y puede, por tanto, decidir la guerra, como una especie de juego, por causas insignificantes”. 

            A la luz de la invasión de Ucrania, se diría que Kant tenía razón en este punto, pues todo indica que Putin se comporta como si fuera el dueño de Rusia y, de hecho, hablamos de la guerra de Putin contra Ucrania. Por lo demás, para garantizar la paz entre los Estados, Kant insiste en que se debe constituir una federación mundial de Estados libres, de modo que las relaciones entre los miembros queden reguladas por el derecho de gentes y que los ciudadanos de cada Estado puedan transitar libremente por el territorio de los demás Estados, que es lo que Kant llamaba derecho cosmopolita. Y ante el fracaso de la ONU y del derecho internacional, instrumentos incapaces de evitar las guerras, y de la mala gestión de los movimientos migratorios en el mundo en general, y en Europa en particular, solo podemos concluir que el derecho, contra lo que señala Kant, se ha revelado insuficiente para lograr la paz perpetua, acaso porque a los demonios que a veces somos los seres humanos nos falta el entendimiento necesario para doblegar nuestra voluntad autodestructiva.

sábado, 19 de marzo de 2022

El legado de Gandhi

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l pasado 24 de febrero empezó el último episodio de la historia de la barbarie en Europa. Ese día, por decisión de su presidente, el inefable Vladímir Putin, Rusia comenzó la invasión de Ucrania. Después de varias semanas de movimientos de tropas en la frontera y tras haber negado en repetidas ocasiones que tuviera la intención de atacar, el 24 de febrero Putin la emprendió a bombazos contra ese pueblo al que califica de hermano. Estados Unidos había advertido en varias ocasiones de que la invasión era inminente, pero no quisimos creer que el otrora gendarme mundial, el que tantas veces nos había engañado para justificar sus propias cuitas bélicas, siquiera fuera por esta vez, la fuerza y la violencia de los hechos lo demuestran, decía la verdad. Y entonces todas nuestras convicciones, la apelación a la racionalidad, la confianza en el diálogo, la fe en el derecho internacional, el pacifismo… se vinieron abajo.

De repente, quién lo iba a decir a estas alturas, todos quedamos imbuidos de la épica, del discurso belicista más ramplón, conmovidos por las imágenes de las mujeres ucranianas que huyen con sus hijos y sus mayores y de los hombres que se quedan, imposible saber si por voluntad propia u obligados por la ley marcial impuesta por el Gobierno de Zelenski, a defender a la patria del invasor extranjero, a luchar por la independencia y la libertad, porque el pueblo ucraniano es distinto del ruso y porque Ucrania es una nación y tiene derecho a ser un Estado independiente y de hecho lo es desde 1991. Y, desde luego, no seré yo quien se muestre en contra del derecho de autodeterminación de los pueblos (siempre que este se entienda como el derecho a la autodeterminación de los individuos que conforman dichos pueblos, claro está), ni del derecho a la legítima defensa, pero tengo para mí que en apenas unas semanas, llevados por la justa indignación ante lo que está ocurriendo en Ucrania, hemos renunciado a nuestros valores más elevados para caer de nuevo en las redes de las diatribas más rancias y recalcitrantes.

Mahatma Gandhi, uno de los grandes referentes del pacifismo y la desobediencia civil, promovió la resistencia pacífica y la no violencia como únicas vías legítimas para alcanzar la independencia de la India, lo que es una realidad desde 1947. Por defender estas ideas fue asesinado el 30 de enero de 1948 y es por ello que Unicef (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia) ha elegido esta fecha para celebrar en los centros escolares el Día de la Paz y la No Violencia. “No hay camino para la paz: la paz es el camino” es una de las citas de Gandhi más conocidas y cada año, al llegar el 30 de enero, se repite por doquier en colegios e institutos junto a las palomas blancas, las pancartas, las canciones y otras frases célebres. Pero todo ello quedó en papel mojado el día en que Rusia invadió Ucrania. Yo no soy un pacifista a ultranza y en alguna otra ocasión me he referido a los límites de la no violencia, al derecho de los individuos y los pueblos a defenderse cuando son agredidos, pero diría que hoy, más que nunca, debiéramos hacer un esfuerzo para no arrumbar completamente el legado de Gandhi.