l viejo escritor
se sentó a su mesa de trabajo y encendió el ordenador, dispuesto a poner en
práctica el plan que había estado pergeñando desde hacía algún tiempo. A decir
verdad, no estaba seguro de que su plan funcionara, pero era lo único que podía
hacer, cansado ya como estaba de esperar a que la muerte viniera a buscarle. Y
es que hacía tiempo ya que había perdido las ganas de vivir. Desde que el
alzhéimer se llevara a su esposa ya no le quedaba ninguna razón para seguir en
el mundo. Cuando ella murió, lo sintió muchísimo, se le quebró el alma, pero
pensó que quizás entonces podría encontrar un nuevo sentido a su existencia,
pues llevaba ya varios años en los que el cuidado de su esposa enferma había
ocupado el centro de su vida. Incluso los familiares y amigos íntimos trataron
de animarle diciéndole que la muerte de su mujer era lo mejor que podía
haberles pasado a los dos, que ella estaba ya muy deteriorada y que ahora había
llegado por fin el momento de descansar. Y él, hundido como estaba, les daba la
razón, convencido de que era sólo cuestión de tiempo reponerse y afrontar de
nuevo la vida, con nuevas ilusiones aún por aflorar. Pero el tiempo pasó y a la
zozobra causada por la pérdida la fue sustituyendo una sensación de desánimo
imposible de soportar. Sencillamente, los últimos años de su vida los había
consagrado a cuidar a su esposa enferma y se había olvidado de vivir. Al menos
eso es lo que pensó en un principio, pero más tarde reconoció su error: no es
que no supiera vivir sin tener que cuidar a su esposa; es que no sabía vivir
sin su esposa, enferma o sana. Cuando cobró conciencia de ello abandonó la
búsqueda de nuevas emociones, nuevos proyectos que le dieran sentido a su vida
y se dedicó rutinariamente a esperar su muerte. Pero la muerte no llegaba, así
que comenzó seriamente a pensar en suicidarse. Por su cabeza habían pasado
todas las formas de suicidio posibles, pero no se atrevió con ninguna. Deseaba
morir, mas no tenía el coraje suficiente para quitarse la vida. Y es que, él lo
sabía muy bien, para matarse había que tener un valor inmenso, por mucho que
los biempensantes de turno se empeñaran en repetir que el suicidio es propio de
cobardes, que sólo los valientes tenían los arrestos suficientes para afrontar
la vida. ¡Menuda estupidez!, pensaba cada vez que desechaba quitarse la vida de
un modo u otro, ya fuera por el pánico que le producía el morir con dolor, ya
fuera simplemente por el terror que la muerte le inspiraba a pesar de que la
deseara profundamente. Tan contradictorio como el ser humano mismo. Querer
morir y no atreverse a dar el paso.
Había transcurrido algo más de un
año cuando tomó conciencia de que deseaba morirse, de que ya no podría ocurrir
nada en el mundo que le hiciera tomarle el pulso a la vida. Y eso que había ido
recuperando poco a poco las actividades habituales de cuando su esposa aún no
había caído enferma. Se despertaba involuntariamente, cosas de la edad, sobre
las seis de la mañana, pero permanecía en la cama un par de horas escuchando la
radio. Sobre las ocho, desayunaba en el bar de enfrente de su casa leyendo el
periódico y después salía a pasear por Las Canteras. Tras el paseo matutino,
que duraba alrededor de una hora u hora y media, se daba una buena ducha y
luego se sentaba a escribir. Después de almorzar, se echaba una cabezadita
antes de ponerse a leer. Las tardes las pasaba leyendo y al anochecer, antes de
cenar, algunos días salía a dar otro paseo, otras veces, cuando había fútbol,
se quedaba en el bar. Por las noches solía escribir otro rato antes de meterse
en la cama con sus viejos compañeros de siempre: la radio y sus libros.
Era de noche y el viejo escritor se
puso delante del ordenador como de costumbre. Estaba enfrascado en un relato
propio del género negro en el que un tipo debía matar a otro por encargo. Pasada
la media noche, el asesino se plantó delante de la puerta del domicilio de su
víctima y forzó la cerradura tan suavemente que se diría que había abierto con
una copia de la llave. Sin duda era un profesional, estaba tecleando el viejo
escritor en el ordenador en el mismo momento en que oyó cómo alguien abría la
puerta de su propio domicilio. Aunque se le cortó el aliento al constatar que
su descerebrado plan estaba funcionando, no se inmutó y siguió escribiendo, frenético,
consciente de que la realidad brotaba de su escritura. El piso estaba
totalmente a oscuras salvo por una tenue luz que provenía de la habitación
situada al fondo del pasillo. En el silencio de la noche, mientras se deslizaba
por el corredor hacia la estancia del fondo sin hacer el menor ruido, podía oír
el chasquido de las teclas del ordenador en el que el viejo escritor escribía sin
parar. Cruzó el umbral de la puerta y lo vio allí, de espaldas, sentado en el
escritorio situado debajo de la ventana, escribiendo.
- Le esperaba- dijo el viejo
escritor sin parar de escribir.
- Tengo un encargo para usted,
viejo.
- Haga lo que tenga que hacer sin
demorarse. No tenemos toda la noche- contestó sin volverse mientras seguía
escribiendo compulsivamente.
Entonces, sin mediar más palabras,
el asesino cumplió su encargo y acabó con la vida de su víctima de un único
disparo letal. El viejo escritor cayó muerto sobre el escritorio. Sólo entonces
paró de escribir y en ese mismo instante el asesino se esfumó.
A la semana siguiente la policía
irrumpió en el domicilio del viejo escritor alertada por un vecino, quien,
extrañado por no verlo salir a dar sus habituales paseos, tocó insistentemente
a su puerta sin recibir respuesta y ante el hedor que salía de su casa se temió
lo peor. No estaba equivocado. Los agentes lo encontraron con las manos y el
rostro empotrados sobre el teclado del ordenador aún encendido con un tiro en
la nuca. Desde luego era un caso de lo más extraño. La cerradura no parecía
haber sido forzada y tampoco había nada que indicara que hubiese sufrido un
robo. Pero lo más raro de todo era aquel dichoso cuento en el que se encontraba
trabajando el viejo escritor cuando lo asesinaron y que aún permanecía en la
pantalla del ordenador en el momento en que la policía lo encontró: “El viejo
escritor se sentó a su mesa de trabajo y encendió el ordenador, dispuesto a
poner en práctica el plan que había estado pergeñando desde hacía algún
tiempo”, comenzaba el que parecía ser el relato de su propia muerte.