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l caso del ya
exdirector del Instituto de Nanociencia y Nanotecnología de la Universidad de
Barcelona, Jordi Hernández Borrell, ha vuelto a sacar a la palestra una vieja confusión
que se remonta, al menos, a los albores de la modernidad. Como se sabe, Borrell
ha sido protagonista de un escándalo de homofobia al dirigir varios tuits
contra el líder del PSC, Miquel Iceta (abiertamente homosexual, y a mucha
honra), a quien además de considerar “un ser repugnante”, le acusa de tener los
“esfínteres dilatados”: todo un alarde de finura en el campo de la crítica
política. Los exabruptos del todavía profesor universitario, por los que ha
tenido que dimitir de su cargo al frente del instituto científico, no merecen
más comentarios. Quisiera, en cambio, llamar la atención sobre la confusión a
la que nos referíamos hace un momento. Y es que buena parte de los analistas y
tertulianos que han comentado este asunto se han mostrado tan escandalizados
por los insultos como por el hecho de que quien los haya proferido sea todo un
profesor universitario, un científico: ¡como si la catadura moral de un hombre
dependiera de su formación técnica!
A mi juicio, cuando alguien se
sorprende de que una persona con una sólida formación científica pueda incurrir
en una bajeza moral de esta clase, comete el mismo error que cometieron los
ilustrados del siglo XVIII, quienes tenían tanta fe en la razón, que estaban
convencidos de que el progreso científico y técnico habría de traer consigo el
progreso moral. Un error comprensible en el Siglo de las Luces, pero que hoy,
tras la experiencia del siglo XX, no nos podemos seguir permitiendo. En efecto,
el exterminio judío a manos de los nazis o la bomba atómica constituyen buenas muestras
de que los avances de la ciencia no necesariamente han de traducirse en avances
éticos, pues, de hecho, bien pudieran implicar un grave retroceso moral:
¿habrían sido posibles semejantes actos de barbarie sin el concurso de la
ciencia y de algunos científicos?
Éste no es, en cualquier caso, un
artículo contra la ciencia ni mucho menos contra la razón, pues, como
escribiera con acierto Javier Muguerza, hace ya 40 años, “esa razón es, sin
embargo, nuestro único asidero”. Se trata simplemente de dejar claro que la
formación científica no garantiza la solidez de las convicciones morales, como
el caso Borrell ha venido a recordarnos. Y no lo hace porque se trata de
ámbitos distintos: no es lo mismo el uso que hacemos de la razón cuando
tratamos de alcanzar la verdad, que es lo que hace la ciencia, que el que
hacemos de ella cuando nos preguntamos qué debemos hacer, cuestión ésta que
constituye la pregunta ética por antonomasia y es, por ello mismo, un asunto
irreductiblemente filosófico. De lo que se desprende que tan importante ha de
ser la instrucción técnica de nuestros jóvenes, como su formación en valores,
por lo que harían bien los responsables de Educación, ahora que parece que hay
un pacto en ciernes, en incrementar el número de horas dedicadas a la Ética y a
los derechos humanos.