jueves, 26 de junio de 2014

La pobreza y el interés general

C
uando el pasado mes de marzo Cáritas alertaba, una vez más, del incremento de la pobreza y la desigualdad en España, el nunca bien ponderado ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, se apresuró a señalar que los informes que la organización de marras presenta periódica y sistemáticamente no se corresponden con la realidad. El documento presentado por Cáritas se centraba entonces en la pobreza en la infancia y en él se afirmaba que España tiene el infausto honor de ser el segundo país de la Unión Europea con una mayor tasa de pobreza infantil. Y hete aquí que, para la desgracia de Montoro, tras el informe de Cáritas han venido sucediéndose las publicaciones de otros similares que reflejan datos igualmente similares. Incluso desde el propio Instituto Nacional de Estadística (INE) se han empeñado en contradecir al ministro. 
            Entre las causas de la pobreza en España, obviamente, se halla el altísimo índice de desempleo, pues el trabajo es el único medio del que disponemos la inmensa mayoría de los seres humanos para obtener los recursos económicos necesarios para llevar a cabo una vida digna, amén de los sectores de la población que por razones morales no deben trabajar, como es el caso de los niños y nuestros mayores, trabajadores potenciales los primeros y extrabajadores los segundos, en cualquier caso. Sin embargo, la falta de empleo no es la única causa de la pobreza, pues en España, según los datos publicados por el INE hace unos días, el 12 por ciento de los trabajadores que disponen de empleo cobran un sueldo igual o inferior al salario mínimo interprofesional, lo que hablando en plata significa que el hecho de tener empleo no es garantía de dejar de ser pobre.
            La pobreza constituye en sí misma un atentado contra la dignidad humana y, por ende, es una de las más atroces formas de violencia que debiera combatir un país como España que se define a sí mismo como un “Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”, tal como reza el primer artículo de la Constitución, la misma que el Gobierno defiende con tanto ahínco en según qué casos. Y la lucha contra la pobreza, que no contra los pobres, habrá de comenzar por la erradicación de los salarios de miseria y la distribución, mucho más importante que la creación, del empleo, para que todos tengamos acceso al trabajo y que éste sea realmente un medio para vivir con dignidad. Salarios dignos y reducción de la jornada laboral resultan indispensables para combatir la pobreza y avanzar en la construcción de una sociedad más justa, así como poner límites a la riqueza, pues la riqueza de unos pocos es la pobreza de muchos y, no está demás que lo recordemos, también la sacrosanta Constitución, en el artículo 128.1, establece: “Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”. Y digo yo que la erradicación de la pobreza y el derecho a desarrollar una vida digna bien puede ser considerado un asunto de interés general.

sábado, 7 de junio de 2014

Más allá del republicanismo

E
l todavía rey Juan Carlos I ha abierto el debate sobre la legitimidad de la monarquía, suponemos que no de forma intencionada, al abdicar del trono. Quienes en España han venido defendiendo la monarquía constitucional como la mejor forma de gobierno, ya se trate de monárquicos de toda la vida, juancarlistas o felipistas de nuevo cuño, han encontrado en la Constitución el mejor argumento para justificar su posición toda vez que, según repiten una y otra vez, se trata de la ley fundamental que los españoles se dieron a sí mismos y en ella se señala, en el artículo 1.3, que “la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”. Olvidan los defensores de tan vetusta como rancia institución, que cuando los españoles aprobaron la Constitución no lo hicieron artículo por artículo, sino que la ley de marras fue aprobada en su conjunto, con lo que no sabemos si en realidad estaban a favor o no de la monarquía.
            Lo cierto es, en cualquier caso, que aun si concedemos que la aprobación de la Constitución mediante el referéndum otorga legitimidad a todos y cada uno de los artículos, incluido el 1.3, justo es reconocer que tal legitimidad no puede ser eviterna, pues ni quienes a la sazón pudieron votar han de ser prisioneros de su voto durante toda su vida, ni menos aún habremos de serlo quienes entonces no tuvimos la oportunidad de decidir, algunos por ser demasiado jóvenes, otros porque ni siquiera habían nacido. Y es que, como bien señalara Kant en su célebre opúsculo ¿Qué es la Ilustración?, una generación no puede llegar a un acuerdo tal que impida a las generaciones posteriores progresar, es decir, que les impida avanzar en su propia ilustración, la cual, en suma, consiste en la autodeterminación, es decir, en decidir por uno mismo sirviéndose de su razón sin entregarse a la tutela de otro. Y si esto es así, y porque la democracia consiste en el autogobierno de los ciudadanos, entonces la ciudadanía habrá de decidir, de nuevo y cuantas veces lo requiera, si opta por mantener la monarquía o se decanta por la república.
            Por mi parte, y aun a riesgo de ser reiterativo, considero que la monarquía es una institución antidemocrática porque, a pesar de que el rey no tenga funciones de gobierno, atenta contra los pilares de la democracia, toda vez que niega el principio de igualdad de los ciudadanos que es, junto al principio de libertad, el fundamento del sistema democrático. Mas, como adelantábamos en nuestro último artículo, la república no puede entenderse únicamente como la ausencia de rey, pues el republicanismo implica el compromiso con la cosa pública, con la res publica. En efecto, el republicanismo pretende ser una alternativa al liberalismo y quienes militan a favor de la causa republicana encuentran la democracia liberal representativa demasiado limitada para garantizar la libertad de todos los ciudadanos y, en general, abogan por la construcción de espacios públicos de participación ciudadana y por formas de democracia más participativas, deliberativas y directas.
            Sin embargo, acaso sea por la herencia rousseauniana, acaso por la influencia del marxismo o quizás por la nostalgia de la vieja Atenas, lo cierto es que el republicanismo, en su defensa de lo público y la búsqueda del bien común, tiende a confundir éste con lo estatal y a poner el énfasis en la comunidad en detrimento del individuo. Y es en este punto donde comienzan mis discrepancias, pues la búsqueda del bien común no puede consistir en otra cosa que en la búsqueda del bien de los individuos que conforman la comunidad. Pues cuando se antepone la comunidad a los individuos, tal comunidad deviene en el Estado y se corre el riesgo no sólo de que se sacrifiquen los intereses de los individuos para salvaguardar los de la comunidad, es decir los del Estado, sino que se sacrifique a los individuos mismos. Y para evitar esas derivas totalitarias y superar al tiempo las limitaciones de la democracia representativa, yo abogaría por una suerte de democracia libertaria, una democracia participativa, directa y deliberativa, donde tuviera lugar un reparto igualitario de la riqueza y del poder y donde, en definitiva, los individuos tuvieran la última palabra en lo que se refiere a los procesos de toma de decisiones públicas, todo lo cual nos situaría bastante más allá del republicanismo.

martes, 3 de junio de 2014

Monarquía o república

L
a abdicación del rey ha cogido a todo el mundo con el paso cambiado. Bueno, a todos no, porque ya sabemos que siempre están los que presumen de estar más informados que nadie y a posteriori, que no a priori, se apresuran a señalar que ellos ya sabían que esto iba a ocurrir: no lo dijeron ni comentaron antes por la discreción debida, se entiende. Desde luego no es mi caso y si alguien me hubiese preguntado hace unos días le habría contestado que el rey no tenía la más mínima intención de abdicar, por más que desde diversos sectores nada sospechosos de antimonárquicos se hubiese sugerido la conveniencia de que dejara el paso libre a su sucesor para contribuir a que la Corona recuperase el prestigio perdido como consecuencia del caso Nóos, las cacerías de elefantes en plena crisis y hasta el estado de salud del monarca.
            La decisión del rey ha dado pábulo a que cada cual opine no ya sobre el hecho en sí de la abdicación, que también, sino sobre la legitimidad misma de la monarquía y la compatibilidad de ésta con la democracia. Ante semejante cuestión los monárquicos se están pronunciando como cabía esperar, esgrimiendo la Constitución como argumento legal que legitima la institución de marras; los republicanos, como también es lógico, reivindican la abolición de la monarquía; pero quienes no dejarán de sorprenderme son los que aun sintiéndose republicanos siguen defendiendo la conveniencia de la institución monárquica por razones más o menos pragmáticas. Me refiero toda esa pléyade de políticos de diversos partidos -desde la izquierda biempensante del PSOE hasta los más liberales del PP, pasando por los nacionalistas de distinto signo como Coalición Canaria, Nueva Canarias, el PNV o CIU- que durante muchos años se definieron como juancarlistas y ahora les está faltando tiempo para declararse felipistas.
             Sea como fuere, felipistas, juancarlistas o monárquicos declarados debieran tener en cuenta que la monarquía, por muy parlamentaria que sea, es una institución esencialmente antidemocrática porque contradice uno de los principios fundamentales de la democracia, a saber, el de la igualdad jurídica, aquel que Kant gustaba de llamar el principio de la dependencia de todos de una única legislación común. Y ello es así aunque el monarca respete las reglas de la democracia representativa al menos en lo que se refiere a su no intromisión en los asuntos del Gobierno. Con todo, uno puede entender que haya monárquicos que se consideren demócratas y que aboguen por esta contradictoria, por extendida que esté, combinación de monarquía y democracia, pero lo que no alcanzo a comprender es que alguien que se considere demócrata se niegue a que la ciudadanía decida por la vía del referéndum, la más directa de las formas de participación política, sobre la permanencia de la monarquía. Por lo demás, no se me escapa que la república es mucho más que la ausencia de rey, pues implica la defensa de la cosa pública, la res publica, pero sobre ese asunto hablamos otro día. 

lunes, 26 de mayo de 2014

Reflexiones postelectorales

P
asaron las elecciones al Parlamento Europeo y la gran vencedora volvió a ser la abstención, lo que supone un gran fracaso para todas las fuerzas políticas que se presentaron, lo reconozcan o no. Y es que en el conjunto de la Unión Europea la participación electoral apenas alcanzó el 43,11 por ciento del electorado, en España el 45,86 por ciento y en Canarias el 37,74 por ciento. Con tan escasa participación de los ciudadanos parece claro que cualquiera que haya sido el resultado del proceso éste adolece de un fuerte déficit de legitimidad, cuestión ésta que debieran tener en cuenta los partidos políticos en liza si de verdad les interesa la democracia y no sólo alcanzar las máximas cuotas posibles en el reparto del poder.
            Lo que tan alto grado de abstención vuelve a poner de relieve es que la ciudadanía desconfía de sus posibilidades reales de influir en las políticas europeas, por más que éstas puedan afectarle directamente, mediante el ejercicio de su derecho al voto. Y puesto que la abstención ha venido siendo protagonista en los procesos electorales de los últimos años, si bien de manera menos destacada, todo indica que nos encontramos ante una fuerte crisis de la democracia representativa tal como ésta ha venido desarrollándose hasta hoy. Empero, ello no quiere decir que necesariamente quien se abstiene se desentienda de la política ni que no tenga interés en defender la democracia, pues bien pudiera ocurrir que parte de los que deciden no acudir a votar lo hagan por no tomarse la molestia de ejercer su derecho, pero también que muchos de ellos pretendan mostrar así su rechazo no ya a las fuerzas políticas existentes, que también, sino al propio sistema representativo, toda vez que éste les sustrae su legítimo derecho a participar directamente en los procesos de toma de decisiones públicas. Razones políticas pues, más que apolíticas, para no votar.
          Más allá de la abstención, destaca el auge de los partidos de extrema derecha, ultranacionalistas y xenófobos, como el Frente Nacional de Marine Lepen, primera fuerza política en Francia en estas elecciones y caso paradigmático del retorno de lo peor de Europa. Dicen algunos analistas que en realidad se trata de una nueva forma de entender la ultraderecha y que el éxito de Lepen se debe a su insistencia no sólo en las cuestiones identitarias y racistas, sino también a haber defendido planteamientos sociales propios de los partidos de izquierdas. Nada nuevo bajo el Sol, pues también los viejos fascismos emplearon esas tácticas y hasta el partido liderado por el mismísimo Hitler llevaba el apellido de socialista acompañando al nombre de nacional. Por lo demás, el panorama parlamentario no cambia demasiado, ya que el Partido Popular Europeo volvió a ganar y presumiblemente el candidato conservador y gurú de las políticas de la austeridad, Jean-Claude Juncker, será nombrado presidente de la Comisión Europea. Y en lo que se refiere a España, igual que en Canarias, lo mejor de todo fue la derrota del PPSOE y la aparición de nuevas fuerzas políticas con representación parlamentaria. Entre ellas Podemos, que con tan sólo cinco escaños ha logrado devolver la ilusión a buena parte de la izquierda desencantada que habrá de esperar a las generales para ver si se trata de una opción real o tan sólo de un espejismo pasajero. Mientras tanto, no queda otra que prepararse para resistir los embates austericidas de Juncker y los suyos.

sábado, 24 de mayo de 2014

El candidato Cañete

M
añana se celebran las elecciones al Parlamento Europeo y lo más sonado de la campaña electoral han sido las infaustas declaraciones del candidato del Partido Popular Miguel Arias Cañete. No tuvo mejor ocurrencia el ya ex ministro de Agricultura y aspirante a comisario europeo que afirmar, al día siguiente del debate con la candidata soecialista, que no quiso mostrar su superioridad intelectual para no ser acusado de machista, lo que demuestra una doble torpeza: implícitamente reconoció haber perdido el debate, por lo demás bastante insulso, y encima quedó como el genuino machista que es, justo aquello que, según él mismo declara, había intentado evitar. En manos de semejantes lumbreras estamos y así nos va.
            Lo peor del asunto no son las declaraciones en sí, sino lo que revelan: el machismo que no sólo continúa presente en algunos sectores de la sociedad española sino que está incrustado en buena parte de la clase política que es la que se supone que debiera liderar la lucha contra la desigualdad entre hombres y mujeres. Prueba de ello es que en el seno del Partido Popular hayan seguido arropando al candidato Cañete y que éste sólo haya pedido disculpas con la boca chica y después de permanecer varios días en silencio. Al más puro estilo del líder del partido.
            Incluso hay quien, como su isleño compañero de filas Manuel Fernández, ha entendido que la mejor defensa es un buen ataque y, no sabemos si para echarle un capote a Cañete o para terminar de hundirlo, se marcó unas polémicas declaraciones que, según él, profirió en el 86 el a la sazón prócer soecialista Alfonso Guerra. “Con la economía sumergida hay que convivir como con algunas mujeres que no se las puede eliminar”, dice Fernández, en una supuesta ayuda a Cañete, que dijo Guerra en su momento y no pasó nada. Alfonso Guerra, como suele ocurrir, niega haber dicho tal cosa. Y digo yo que alguien debiera hacerle ver a Fernández que si entonces no generó tanta polémica mediática la supuesta declaración de Guerra y hoy en cambio no se toleran las manifestaciones de Cañete no es por la filiación política de uno y otro sino porque, por fortuna, la sociedad tolera cada vez menos los exabruptos machistas. El propio Fernández también ha tenido que pedir disculpas. Veremos quién es el próximo. Y de qué partido.