viernes, 22 de mayo de 2015

La hora del disenso

C
uando hace apenas un año las elecciones al Parlamento Europeo estaban a punto de celebrarse, yo estaba decidido, una vez más, a no votar. Mi decisión de no entregar mi voto a ningún partido, por supuesto, no estaba vinculada a ningún tipo de desidia ni tampoco encontraba su fundamento en una supuesta condición de apolítico que yo desde luego no recuerdo haber suscrito nunca. Antes al contrario, mi negativa a votar, ni siquiera en blanco, como en otras ocasiones pretendía ser un ejercicio ético y político del disenso. Respondía más bien a mi intención de denunciar los problemas de legitimidad de nuestra democracia, toda vez que en ella se les sustrae a los ciudadanos su legítimo derecho a participar en la elaboración, o cuando menos en la aprobación, de las normas que luego habrán de cumplir, con lo que la democracia deja de consistir en el autogobierno de los ciudadanos para convertirse en una suerte de oligarquía en la que unos pocos, por más que sean electos, deciden por todos.
            Y sin embargo voté. Ejercí el disenso votando a Podemos. Un par de semanas antes de las elecciones, lo reconozco, ni siquiera sabía de su existencia. Había escuchado a Pablo Iglesias en el programa de los sábados por la noche de la Sexta un par de veces, siempre de pasada, y aunque no me gustaba su ‒a mi juicio‒ educada arrogancia, compartía buena parte de sus planteamientos, pero no me había enterado de que se presentara a las elecciones al frente de una nueva formación política. Tuvo que ser una compañera del IES Carrizal, el instituto en el que me ganaba los garbanzos como profesor sustituto de Filosofía en esos meses, la que me informara. Le agradezco a Ana Gloria Sánchez Ruano, una de las pioneras de los círculos en Gran Canaria, que me hablara de Podemos. Y les estoy igualmente agradecido a los compañeros con quienes en esos días compartí tertulias improvisadas sobre democracia en la sala de profesores. Tertulias de recreo, cortas pero intensas.
           Mis ideas acerca de la democracia no cambiaron después de conocer a Podemos ni han cambiado a día de hoy. Si les entregué mi voto fue porque creí que era la única fuerza política que apostaba por una democracia participativa, deliberativa y directa, en la que cada individuo se representara a sí mismo. Herederos en buena medida del 15-M, se habían constituido de forma asamblearia y eran un ejemplo de democracia interna. Sólo por eso ya merecían mi voto. Y aunque sus propuestas sociales no pasaran de ser las mínimas que cualquier socialdemócrata habría de suscribir, su apuesta por una renta básica universal y por el reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales de los individuos como derechos fundamentales con el mismo estatus que los civiles y políticos bien merecían el apoyo de alguien como yo, un libertario que considera que la justicia no puede consistir en otra cosa que en la distribución igualitaria de la riqueza y del poder. Un año después estas líneas programáticas siguen siendo el eje de Podemos y por eso volverán a tener mi voto. Porque es la hora del disenso.

jueves, 7 de mayo de 2015

A vueltas con la libertad de expresión

E
stá claro que en España casi nadie es, ideológicamente, quien dice ser. Ni siquiera entre los nuevos partidos. Ahí tenemos a Podemos, que afirma no ser ni de derechas ni de izquierdas, como proclamaban los indignados del 15-M, cuando son claramente identificables con la izquierda tanto si atendemos a sus propuestas como si nos fijamos en la procedencia de sus líderes y militantes. Lo mismo sucede con Ciudadanos, que también presume de no ser ni de derechas ni de izquierdas, aunque en este caso no se trata tanto de situarse más allá de las ideologías sino de ocupar el centro ideológico. Un centro ideológico bien escorado hacia la derecha, claro está, y en el que cabe gente procedente de la mismísima Falange. ¡Menudo centro!
            El fenómeno no es nuevo y, por supuesto, afecta también a los viejos partidos: Izquierda Unida gira en torno al Partido Comunista y, sin embargo, hace ya tiempo que renunció a la revolución social, de suerte que sus propuestas son las propias de la socialdemocracia; en el PSOE, que desde que renegaron del marxismo se declaran socialdemócratas, sostienen un discurso más afín al liberalismo, siquiera sea de corte igualitario, que al socialismo democrático; los partidos nacionalistas, por su parte, tampoco han sido nunca muy claros en lo que se refiere a sus aspiraciones nacionales, sobre todo en lo que respecta a Canarias; y en el Partido Popular, por más que presuman de liberales y hasta de ser un partido de centro reformista cuando Aznar era su presidente, lo cierto es que el liberalismo que dicen defender muchas veces brilla por su ausencia dejando a la luz el rancio conservadurismo de sus esencias.
             Buen ejemplo de esto último son las distintas leyes que el Gobierno ha promulgado, desde la nonata ley del aborto del exministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón, hasta la ley mordaza que ya estamos padeciendo por obra y gracia del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, o la funesta ley Wert de educación, la Lomce, que tan pretenciosa como falsariamente dice, desde su propio título, promover la mejora de la calidad educativa. Mas el último escándalo que revela el escaso apego del PP a los principios liberales lo ha protagonizado el actual ministro de Justicia, Rafael Catalá, quien recientemente se mostró partidario de sancionar a los medios de comunicación que difundan información sobre casos que se hallen bajo secreto de sumario. Un ataque en toda regla a la libertad de expresión y al derecho a la información que, no lo olvidemos, más allá de formar parte de los principios definitorios de la mejor tradición liberal, son derechos humanos fundamentales y constituyen algunos de los pilares sobre los que debe sustentarse cualquier democracia digna de ese nombre.

viernes, 24 de abril de 2015

La sombra de Hobbes

C
ada vez que se produce un atentado terrorista vuelve a salir a la palestra el debate entre libertad y seguridad. La discusión no es nueva y se remonta, al menos, hasta el siglo XVII, cuando el filósofo Thomas Hobbes desarrolló su funesta teoría del contrato social. El autor del Leviatán consideraba que los seres humanos somos malos por naturaleza, razón por la cual en el estado natural, es decir, cuando los hombres aún disfrutaban de libertad plena, antes de que se fundara el Estado y se instaurara la autoridad pública, los individuos vivían en una situación de guerra de todos contra todos. Y es para salir de tal situación que perjudica a todos por lo que los hombres habrían decidido fundar el Estado mediante el pacto social, un acuerdo en virtud del cual los individuos se comprometen a ceder totalmente su libertad al soberano a cambio de que éste les brinde su protección y garantice su seguridad. El contrato social es para Hobbes, pues, el fundamento del Estado absolutista que él pretende justificar.
            La concepción hobbesiana del Estado, al menos en lo que se refiere a la relación entre libertad y seguridad, es la que se halla detrás de todos los intentos de justificar los recortes de libertades bajo el pretexto de ser más eficaces en la lucha contra el terrorismo y, por ende, en la defensa de la seguridad. Mas  se trata, en realidad, de un falso dilema, porque, como ya hemos señalado en otras ocasiones, no es cierto que la libertad constituya una amenaza contra la seguridad. Y es que en la modernidad, a pesar de Hobbes, la legitimidad de las leyes descansa en la libre aceptación de las mismas por parte de los afectados, lo cual hace que los individuos no sean simples súbditos sino ciudadanos y que el Estado tenga como principal función garantizar los derechos y libertades de los individuos. Tal es la seguridad a la que aspiramos, la de ser libres, y por ello recortar la libertad para salvaguardar la seguridad se revela una contradicción.
           Esta contradicción no ha impedido, sin embargo, que periódicamente aflore el falso dilema entre libertad y seguridad. Ocurrió tras los atentados del 11-S en Nueva York, el 19-J en Londres y el 11-M en Madrid, y todos sabemos las infaustas consecuencias que para la libertad y los derechos humanos en general tuvieron las políticas pro seguridad diseñadas desde entonces: la guerra de Afganistán, la guerra de Irak, la infamia de Guantánamo… y hace un par de años supimos lo que ya sospechábamos: la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos se dedica al espionaje masivo de ciudadanos y gobernantes de todo el mundo. Ahora, unos meses después de la barbarie de Charlie Hebdo, es Francia la que ha anunciado que sus agentes podrán espiar a los sospechosos sin necesidad de una autorización judicial. Y ante tanto ataque a la libertad y a los derechos humanos por parte de los gobiernos de los países democráticos, no puede uno dejar de sospechar que por más que el Estado se haya redefinido como social, democrático y de derecho, la sombra de Hobbes siempre está ahí y el Estado es siempre más Estado que social, más Estado que democrático y más Estado que de derecho.

viernes, 27 de marzo de 2015

Lo que la gente no quiere oír

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l derecho a la libertad de expresión es uno de esos derechos fundamentales de los individuos que se recogen en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en las constituciones de los países democráticos. Se trata, obviamente, de uno de los pilares de la democracia y así es reconocido por todos los demócratas. Es por ello que el atroz atentado contra los humoristas de Charlie Hebdo fue percibido, justamente, como más grave aún que otros actos de barbarie precisamente porque atacaba al derecho a la libertad de expresión, lo que llevó a multitud de ciudadanos espontáneos, así como a hipócritas y oportunistas mandatarios, a proclamar aquello de “Je sui Charlie Hebdo”. Pero no todos somos Charlie. No lo son, no quieren serlo, quienes en su cortedad de miras proclamaron inmediatamente después no identificarse con una revista satírica a la que consideran grotesca y ofensiva sin percatarse de que ser Charlie, entonces y ahora, no implica identificarse con su línea editorial sino sólo con su derecho a tenerla.
            Desde entonces y a pesar del compromiso formal con la libertad de expresión de nuestros demócratas de toda la vida, no paran de sucederse los ataques a este derecho fundamental que todo el mundo dice defender pero que no terminamos de tomarnos en serio, como si no nos percatáramos de que lo que está en juego es la dignidad humana. Un caso flagrante es el tristemente célebre acaecido hace unos días en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba), cuando el ya exdirector del centro, Bartomeu Marí, se empeñó en que una de las obras que formaban parte de la exposición La bestia y el soberano debía ser retirada por resultar ofensiva. Los comisarios no consintieron la censura y la exposición fue inicialmente cancelada. El escándalo ante tal ataque a la libertad de expresión fue tal que Marí reconsideró su postura y un par de días más tarde accedió a que la exposición se mostrara íntegra, y así los visitantes del Macba han podido contemplar la escultura de la discordia en la que se ve al rey Juan Carlos sodomizado por una mujer a la que, a su vez, está sodomizando un perro o un lobo. Pero el mal ya estaba hecho y Marí se vio obligado, ¡menos mal!, a dimitir.
           No es este el único caso en el que la libertad de expresión se ha visto atacada últimamente. Hace unas semanas el Ayuntamiento de Madrid prohibió la actuación de la banda Soziedad Alkoholica después de que un informe de la Policía Municipal señalara que si se celebraba el concierto se corría el riesgo de que se produjeran alteraciones del orden público, como en los años grises, cuando los Rolling Stones no podían venir a España. Ahora le ha tocado el turno al fútbol, o mejor dicho, a aquellos aficionados que gustan de pitar al himno y al rey de España, algo que, gente tan demócrata como el presidente de la Liga de Fútbol Profesional, Javier Tebas, o la secretaria general del PP y presidenta de Castilla-La Mancha, Dolores de Cospedal, no pueden concebir en sus respectivas y biempensantes cabezas. Y es que, como tan acertadamente afirmara George Orwell en el prólogo a su excelente obra Rebelión en la granja, “si algo significa la libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

jueves, 12 de marzo de 2015

Hacia una ciudadanía europea

L
a filosofía moral y política nos enseña que la ciudadanía es la condición de los ciudadanos, es decir, lo que distingue a determinadas personas como tales y los diferencia de los súbditos. Y es que los ciudadanos, en rigor, antes de ser meros habitantes de un país, por más que esa sea también una acepción del término, son sólo aquellas personas a las que se les reconoce una serie de derechos, aquellos seres humanos que son reconocidos como sujetos de derechos. Ello significa reconocer al individuo su derecho a tener derechos, en definitiva, que se le reconozcan sus derechos fundamentales, aquellos que éticamente consideramos que son inherentes a la dignidad humana. Es pues el reconocimiento de los derechos humanos lo que otorga la carta de ciudadanía y puesto que existen diferentes tipos de derechos humanos existen también diferentes clases de ciudadanías, todas ellas igualmente importantes.     
            Como acertadamente ha mostrado Javier Muguerza, tales derechos humanos sólo son exigencias morales hasta que son recogidos en el ordenamiento jurídico, pero una vez incorporados son derechos de los individuos precisamente porque son exigibles, lo cual supone que debe haber alguna instancia a la que el individuo, el ciudadano en tanto que portador de derechos, pueda exigir que cumpla con su obligación de garantizar el respeto de sus derechos. Esta instancia, desde las revoluciones americana y francesa que dieron origen a las democracias modernas, ha sido por lo general el Estado nación, pero nada hay que obligue, desde una perspectiva teórica, a que tenga que ser así. Por lo demás, esa es la razón de que los ciudadanos lo sean siempre de un país, es decir, de un Estado, pues este está obligado a garantizar que los derechos de sus ciudadanos son respetados, pero no está obligado para con el resto de los individuos pues, de hecho, no les reconoce la ciudadanía.
            El ideal cosmopolita que uno suscribe abogaría por una ciudadanía mundial, por que todos los seres humanos fuésemos considerados como ciudadanos del mundo. La existencia de una ciudadanía mundial obligaría a que existiera asimismo una instancia global que garantizara el cumplimiento de los derechos universales de los individuos, una instancia a la que, sin ser un macro Estado mundial, los Estados hubieran de rendir cuentas. Se trataría de una suerte de ONU pero verdaderamente democrática y con auténtica capacidad para que sus resoluciones fueran acatadas por todos, individuos y Estados; en suma, algo similar a lo que Kant apelara en Hacia la paz perpetua cuando se refería a la necesidad de que se constituyera “una federación de pueblos que, sin embargo, no debería ser un Estado de pueblos”. Y en ausencia de una institución de esas características se me antoja exigible que la Unión Europea pudiera operar como tal aunque fuese sólo vinculante para los europeos. Pues el reconocimiento de la ciudadanía europea implicaría la existencia de unas instituciones europeas plenamente democráticas que habrían de garantizar los derechos de todos los europeos por igual. Y puesto que estos derechos no sólo son los civiles y políticos sino también los económicos, sociales y culturales, una Unión Europea digna de ese nombre habría de garantizar la ciudadanía en todas esas dimensiones de sus ciudadanos, sin importar si estos son griegos o alemanes, españoles o franceses.