sábado, 29 de junio de 2019

Educación y EBAU en la era de la posverdad


E
l término posverdad (post-truth) fue elegido como palabra del año por el Diccionario Oxford en 2016 y hoy sigue estando de máxima actualidad. La Real Academia Española la incluyó en el Diccionario un año después y la define como sigue: “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. De la definición de la RAE se desprende que la posverdad va más allá de la simple mentira, pues razones para mentir puede haber muchas y de distinta índole, de modo que, si bien toda posverdad es una mentira, siquiera a medias, no toda mentira es una posverdad. La naturaleza de la posverdad, además, la vincula a otra expresión muy en boga en los últimos tiempos: fake news o noticias falsas. Mentiras ha habido siempre, pero para que haya fake news y posverdades es necesario un elevado grado de desarrollo de la comunicación social, como ocurre en la actualidad, cuando la mencionada comunicación social ya no es patrimonio exclusivo de los medios tradicionales, prensa, radio y televisión, sino que fluye por internet, especialmente a través de las redes sociales.
            Y entre las distintas posverdades que nos invaden, hoy quiero llamar la atención sobre dos que tienen que ver en la educación en general y con la Evaluación del Bachillerato para el Acceso a la Universidad (EBAU) en particular. Desde hace algunos años, al llegar el mes de junio, el fantasma de la supuesta facilidad de la EBAU en Canarias recorre las redes y las portadas. Se trata de una posverdad en toda regla, pues además de su falsedad, la Conferencia de Rectores de Universidades de España (CRUE) ha señalado que no hay ningún estudio académico que avale tal afirmación, se difunde con la intención de desacreditar al alumnado de las Islas por obtener mayores calificaciones y ocupar plazas en carreras de difícil acceso fuera del Archipiélago, al tiempo que se pretende justificar la necesidad de una vuelta a la educación centralizada.
            La segunda posverdad a la que me quiero referir tiene que ver con la supuesta superioridad de la educación privada sobre la pública. Y es que los datos empíricos no corroboran tan extendida opinión: de las seis mejores calificaciones de la EBAU en la Universidad de las Palmas de Gran Canaria este año, solo dos corresponden a estudiantes de centros privados y cuatro a estudiantes de centros públicos. No es verdad, pues, que los colegios privados ofrezcan una educación de mayor calidad ni un nivel académico más alto que los institutos públicos. Por cierto, que entre esos seis estudiantes se halla una alumna del IES Profesor Juan Pulido Castro, centro en el que tengo la fortuna de impartir clases de filosofía, y no me resisto a recordarlo y a aprovechar para felicitarla por haber obtenido la tercera mejor nota y la primera en humanidades. Felicitación que hago extensiva a toda su excelente promoción y a quienes con su esfuerzo hacen posible que en Canarias dispongamos de una educación pública, a todas luces mejorable, pero de calidad, incluso en esta era marcada por la posverdad.


martes, 21 de mayo de 2019

La Europa que queremos


E
l próximo domingo tenemos otra cita con las urnas. De nuevo habrá que taparse la nariz e ir a votar, porque hay mucho en juego. En Canarias la cita no es doble ni triple, sino múltiple: nada menos que cinco papeletas, una para el Ayuntamiento, otra para el Cabildo, dos para el Parlamento de Canarias y una más, acaso la más importante, para el Parlamento Europeo. Decía Javier Marías en El País Semanal del 12 de mayo, que acaso las elecciones municipales y autonómicas no sean tan importantes, pero que en las europeas nos va la vida y que por eso hay que ir a votar. Y yo estoy parcialmente de acuerdo con él: sin duda donde se juega nuestro futuro es en Europa, pero aunque no sé si mi vida cambiará mucho en función de quién gobierne en el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria o en el Cabildo, tengo para mí que, desde luego, mi vida no será la misma si, por fin, Coalición Canaria es apeada del Gobierno de esta nuestra ultraperiférica nacionalidad.
            A pesar de que resulta indudable la importancia de las elecciones al Parlamento Europeo, hay que reconocer que la Unión Europea, ente extraño donde los haya, es más bien un club de Estados y que es el Consejo Europeo, formado por los jefes de Estado o de gobierno de los Estados miembros, el que tiene mayor capacidad de decisión, lo que en la práctica supone que Europa se rige cuasi al dictado de los Estados más fuertes de entre sus miembros, es decir, Alemania, Francia y después los demás. Una década de austeridad impuesta por Angela Merkel da para, al menos, aprender esto. Mas no debemos olvidar que del Parlamento Europeo saldrá el presidente de la Comisión Europea, que también tiene una gran capacidad de influir en las decisiones que luego afectan a todos los ciudadanos de la Unión, incluidos el par de millones que habitamos en este rincón macaronésico que es Canarias. Haber sufrido a Jean-Claude Juncker, artífice como primer ministro de Luxemburgo del mayor paraíso fiscal en el seno de la UE, martillo austericida de los países del sur mientras ha estado al frente de la Comisión y finalmente arrepentido declarado por la insolidaridad de Europa con Grecia en los años más duros de la crisis, también ha sido bastante educativo.
            Así que ahora toca votar con la esperanza de que un parlamento y una comisión progresistas impulsen los cambios necesarios para construir la Europa social frente a la Europa de los mercados, la Europa fortaleza e insolidaria, hacia dentro y hacia fuera, que hemos tenido hasta ahora. Marías se equivoca en su artículo al mezclar a quienes pretenden destruir Europa con quienes aspiran a transformarla. Sin duda hay que ponerle freno a los frentes nacionalistas y xenófobos, pero ello no significa que tengamos que renunciar a la transformación de esta Europa de las vallas, las concertinas, la desigualdad y la insolidaridad. Y es que no se trata de destruir Europa, pero tampoco de conformarnos con la Europa que hay, sino de apostar por la Europa que debería haber, la Europa que queremos.

domingo, 14 de abril de 2019

La filosofía está de luto


L
a filosofía está de luto desde que en la madrugada del pasado 10 de abril nos dejara Javier Muguerza. Está de luto la filosofía española, por supuesto, pues Muguerza fue, como muchos otros han escrito ya, el filósofo español más influyente de la segunda mitad del siglo XX. Pero está también de luto la filosofía iberoamericana, pues nadie hizo tanto por impulsar la filosofía en español como Muguerza, para quien la filosofía española no era sino un capítulo más de la producida por esa gran comunidad que tiene al español como instrumento para el análisis y el pensamiento filosóficos. Y diría incluso, sin temor a equivocarme, que está de luto la filosofía en general, pues con Muguerza se nos va una figura de primer orden mundial, como prueba la recepción que su obra ha tenido en países de habla no hispana.
            La filosofía está de luto. Particularmente en Canarias, donde Muguerza ejercía una suerte de padrinazgo filosófico desde su paso por la Universidad de La Laguna en los años 70. Y es que, como en alguna ocasión él mismo me indicó, la mayor parte de quienes se dedican a la filosofía en las Islas o bien fueron alumnos suyos o bien han sido alumnos de sus alumnos. En mi caso creo poder decir que se dan las dos circunstancias: fui alumno de sus alumnos en los primeros 90, pues algunos de mis profesores en La Laguna habían tenido la suerte de recibir su magisterio, y, unos años más tarde, cuando realicé el doctorado en la UNED, tuve la enorme fortuna de que Javier Muguerza aceptara dirigir mi tesis doctoral. Una tesis que yo, ingenuamente, le propuse hacer sobre el individualismo ético, es decir, sobre su pensamiento, idea que él, con la modestia de los grandes sabios, desechó al momento para sugerirme que trabajara sobre otro filósofo que también había contribuido a desarrollar el individualismo en el ámbito de la ética: Ernst Tugendhat. Quién me iba a decir a mí, en mis tiempos de estudiante de filosofía en La Laguna, que algún día iba a publicar un libro con prólogo de Javier Muguerza, me pregunté a mí mismo y al maestro cuando al fin el libro de marras se publicó, sin obtener más respuesta que mi asombro y su rubor. Así era él.
            La filosofía está de luto, pero nos quedan, nos quedarán siempre, los recuerdos y sus textos. Entre los recuerdos, me viene a la memoria, me ha venido en muchas ocasiones, la primera vez que lo escuché. Fue en el viejo edificio de la Universidad de La Laguna. Yo estudiaba el segundo curso de la carrera de Filosofía y Pablo Ródenas, un antiguo alumno suyo y profesor nuestro, nos daba Filosofía de la Historia, una asignatura que abordaba también cuestiones de filosofía política. Fue Ródenas, quién si no, el que nos llevó a escuchar la conferencia de aquel filósofo importante como una actividad más del curso sobre la que cada estudiante habría de redactar un comentario. Allí estaba Javier Muguerza hablando de libertad, de igualdad, de individualismo ético, de anarquismo… ¿Cómo no iba a quedar impactado un joven con inclinación hacia las ideas libertarias como yo? Luego me llegarían sus textos, el disenso, la perplejidad, el imperativo de la disidencia, la concordia discorde, la razón como único asidero, razón en minúsculas, razón sin esperanza… Y finalmente la persona, la que ya no está, a la que tanto debo, con quien contraje una deuda impagable, mi maestro, mi amigo… Hoy la filosofía, ¡ay!, está de luto. ¡Y duele!

La dignidad es el límite


L
a democracia es un lugar de encuentro entre la ética y la política, pues se trata de una forma de organización política que pretende estar moralmente justificada. Ello es así porque cuando se reivindica la democracia como la mejor forma de organizar políticamente la sociedad no se apela a su eficacia, ni siquiera a que las decisiones colectivas que se tomen democráticamente sean necesariamente las más acertadas, sino a que la democracia es el sistema que protege mejor que ningún otro esos dos grandes valores morales que hemos heredado de la Ilustración, la libertad y la igualdad. El reconocimiento efectivo de estos dos grandes valores implica que la ley ha de ser la misma para todos y ha de obligar a todos por igual, pero también que, para decirlo kantianamente, ningún individuo está obligado a cumplir ninguna ley a la que previamente no le haya dado su consentimiento. De ahí que, en la modernidad, en democracia, la legitimidad de las leyes solo pueda descansar en la libre aceptación de las mismas por parte de la ciudadanía.
De lo señalado hasta ahora se desprende que la democracia es un espacio de conflicto de valores, pues no resulta sencillo conciliar la libertad y la igualdad así entendidas: ¿cómo sería posible garantizar que todos cumplan las mismas leyes y que, al mismo tiempo, cada uno solo obedezca aquellas leyes que se da a sí mismo? Tan solo cuando las leyes fueran el resultado de un consenso entre los ciudadanos podrían quedar perfectamente conciliados estos dos grandes valores, pues el individuo, al cumplir la ley, en rigor, solo se estaría obedeciendo a sí mismo. Mas ocurre que en las sociedades reales habitadas por individuos reales estos consensos rara vez son posibles, por lo que hemos de conformarnos con el recurso a la regla de la mayoría, lo cual, en principio, serviría para observar el principio de igualdad, la ley sería la misma para todos y obligaría a todos por igual, pero no el de libertad, pues los individuos en desacuerdo, las minorías, se verían obligados a acatar leyes a las que no habrían dado su consentimiento.
El problema de legitimidad de la regla de la mayoría y del conflicto entre libertad e igualdad se podría paliar, que no resolver definitivamente, si todos los ciudadanos estuviéramos de acuerdo en dos normas básicas: primera, las leyes para tener validez han de contar con el consentimiento unánime de los ciudadanos; segunda, en caso de desacuerdo se habrá de recurrir a la regla de la mayoría. De este modo, las leyes aprobadas con el respaldo de la mayoría contarían con la aceptación, en virtud de la segunda norma, incluso de las minorías en desacuerdo. Mas para que ello no supusiera un problema de falta de legitimidad, sería necesario que todos los ciudadanos, además, estuvieran de acuerdo en una tercera norma: las leyes aprobadas por mayoría no podrán atentar contra la dignidad de las personas, pues, obviamente, hay asuntos que no pueden ser, legítimamente, sometidos a votación: la dignidad es el límite. Y si una ley traspasa ese límite, asunto que solo puede decidir cada uno en el fuero interno de su conciencia, entonces el individuo se hallará moralmente autorizado para desobedecerla. Esto es lo que ha hecho Ángel Hernández al ayudar a su mujer a poner fin a tanto sufrimiento: desobedecer la ley por motivos de conciencia. ¿Puede una democracia madura sancionar a un hombre por haber actuado con la dignidad contra la que una ley injusta atenta?

sábado, 13 de abril de 2019

A propósito de la felicidad


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l pasado 20 de marzo, como cada año desde 2013, se celebró el Día Internacional de la Felicidad, una fecha que ha pasado más bien inadvertida a pesar de que fue la propia Asamblea General de la ONU la que proclamó tal día en junio de 2012, en una resolución en la que se insta tanto a los gobiernos de los estados miembros como a la sociedad civil, las ONG y los particulares a celebrar este día y a llevar a cabo actividades educativas y de concienciación. Del escaso éxito de la convocatoria se inferiría que el asunto de la felicidad resulta irrelevante para la ciudadanía si no fuera porque vivimos en una sociedad obsesionada con la felicidad, con un modelo único y a mi juico erróneo de felicidad, en la que ser feliz se ha vuelto un mandato más vinculante, ¡ay!, que el imperativo categórico kantiano. ¿A qué se debe, entonces, ese desinterés en el Día Internacional de la Felicidad?
Acaso alguien pudiera pensar que eso de la felicidad es algo demasiado trivial, incluso una ñoñería, para que la ONU se esté preocupando por ello, pero lo cierto es que la felicidad, la vida buena, es algo de lo que una disciplina tan poco susceptible de ser calificada de trivial como la filosofía ha venido ocupándose desde hace siglos. Y es que, ya lo decía el viejo Aristóteles, la felicidad es el mayor bien y todos los seres humanos la buscan, por más que hoy existan, como ha ocurrido a lo largo de la historia, distintas concepciones de la misma. Algunas de estas concepciones han considerado que ser feliz está vinculado a las condiciones materiales de existencia, que es necesario acceder a unas mínimas condiciones de vida para poder desarrollar un proyecto vital que conduzca a la felicidad.  Este es el sentido en el que la ONU pretende celebrar la felicidad y acaso sea por ello que las instituciones han mostrado tan poco interés: la felicidad no es independiente de la distribución de la riqueza.
Sin duda es necesario un cierto grado de bienestar para poder ser feliz, como resulta imprescindible gozar de libertad para poder escoger cómo vivir, mas todo ello, por más que resulte necesario para la felicidad, es asimismo insuficiente. Al Estado le corresponde garantizar esas condiciones de bienestar y libertad, nada más, ni nada menos. Se trata de generar las condiciones para que el individuo pueda ejercer no el inexistente derecho a ser feliz, sino el derecho fundamental a buscar su propia felicidad. Mas le corresponde al individuo decidir en qué ha de consistir su felicidad, para lo cual, sería conveniente escuchar lo que los filósofos han dicho al respecto a lo largo de la historia. Una buena muestra de ello nos la ofrece la filósofa Victoria Camps en el que creo es su último libro, La búsqueda de la felicidad, donde repasa y comenta las distintas concepciones filosóficas de la felicidad que ha habido de los griegos a hoy con la lucidez y sencillez, que a otros tanto cuesta conciliar, que la caracteriza. Les animo a que lo lean. Yo he sido feliz haciéndolo en mi particular celebración del Día Internacional de la Felicidad.