jueves, 24 de septiembre de 2020

Vivir en la incertidumbre

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l ser humano ha sentido desde siempre la necesidad de entender el mundo que le rodea y comprenderse a sí mismo, de ahí que, para satisfacer esa necesidad, haya tenido que recurrir a los mitos y las religiones, primero, y a la filosofía y la ciencia, es decir, a la razón, después; si bien es cierto que, ni los saberes racionales están completamente libres de elementos propios del mito, ni los mitos y las religiones carecen totalmente de logos. Y es que solo un ser dotado de razón es capaz de construir los discursos religiosos y las narraciones mitológicas, y, de otra parte, pensar en una forma de saber completamente racional, absolutamente objetiva, tiene bastante más de mito que de pensamiento basado en la razón. En cualquier caso, si algo tienen en común mito, religión, filosofía y ciencia es que constituyen, cada uno a su modo, intentos del ser humano de alcanzar la verdad.

      La búsqueda de la verdad es algo inherente a la condición humana, pues, ya lo decía Aristóteles al inicio de su Metafísica, “todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber”. En efecto, todos queremos saber, todos queremos tener, con mayor o menor ambición, asideros a los que agarrarnos que expliquen la realidad, que den respuesta a las grandes preguntas que el hombre se ha hecho desde siempre. La religión y el mito son buenos ejemplos de esos asideros, pero las respuestas que nos ofrecen con respecto a la realidad, a la pregunta por lo que existe, hoy no resultan satisfactorias. Ello no quiere decir que no tengan ninguna función en la sociedad contemporánea, pero resulta evidente que si de lo que se trata es de buscar la verdad, la ciencia moderna resulta mucho más eficiente, siempre que nos interroguemos acerca del mundo de los hechos y de las cosas, sin pretender explicar sus causas últimas de índole metafísica, y dejemos al margen la pregunta por el deber ser, cuestiones estas más propias de la filosofía y sobre las que, qué duda cabe, también las religiones tienen algo que decir.

        Ocurre que la ciencia, siendo como es la forma de conocimiento más avanzada de la que disponemos, no puede ofrecernos verdades absolutas, como antaño hiciera la religión. Lo más que puede proporcionar es una verdad objetiva pero que, en cualquier caso, habrá de ser siempre revisable, como revisables habrán de ser los procedimientos científicos. Y acaso como una herencia del pensamiento metafísico, del pensamiento religioso del que no hemos conseguido emanciparnos del todo, nos sentimos huérfanos de certezas. Un sentimiento que se agudiza en este tiempo marcado por la crisis del Covid-19 y que nos impele a demandar a la ciencia lo que no puede darnos: queremos verdades incuestionables y despreciamos la duda y la incertidumbre. Sin embargo, la duda y la incertidumbre constituyen la mejor vía para alcanzar la verdad, por más que esta verdad no pueda volver a ser absoluta. Y, en cualquier caso, estamos condenados a vivir en la incertidumbre si no queremos sucumbir al dogma, tan alejado de la verdad como la misma mentira.

 

            

domingo, 19 de julio de 2020

Abolir la monarquía

E

l creciente escándalo generado por las presuntas ilegalidades cometidas por el rey emérito, Juan Carlos I, ha hecho que la monarquía vuelva a estar bajo sospecha y que el debate en torno a si en democracia tiene sentido la existencia de un rey se haya vuelto a abrir en el seno de la opinión pública española. Y ello es así por más que los defensores a ultranza de la monarquía se empeñen en que si se llegara a demostrar que, en efecto, Juan Carlos I llevó a cabo las acciones ilegales que se le atribuyen, esto solo podría afectar al rey emérito pero no a Felipe VI, ni mucho menos a la institución monárquica como tal. No quieren, los monárquicos, ni que se debata sobre la posibilidad de abolir la monarquía en España, pero en su argumentación olvidan que si Juan Carlos I pudo cometer tan deplorables actos, fue precisamente gracias a su condición de rey: es la existencia de la monarquía y la inviolabilidad del rey lo que genera las condiciones de posibilidad de  que el jefe del Estado pueda actuar impunemente.

            Desde un punto de vista teórico, resulta evidente que la monarquía es incompatible con la democracia. Ello es así porque la democracia consiste, no nos cansaremos de repetirlo, en el autogobierno de los ciudadanos, al objeto de garantizar dos principios fundamentales que dan sentido a la democracia y sin los cuales esta no se puede realizar: la libertad de los individuos y la igualdad entre los mismos, empezando por la igualdad ante la ley. Y son estos principios los que la monarquía contradice y hacen que sea, por su propia naturaleza, una institución antidemocrática, por más que, huelga decirlo, entre los Estados democráticos realmente existentes los haya monárquicos: España, Gran Bretaña o Bélgica serían algunos ejemplos. Se trataría, entonces, de democracias que entre sus déficits democráticos cuentan con la existencia de la monarquía, principio antidemocrático donde los haya.

            No obstante lo dicho, lo cierto es que muchas personas se consideran demócratas y al mismo tiempo son monárquicas, por más que ello resulte incomprensible: ¿qué lleva a un individuo a aceptar de buen grado, incluso a defender, la permanencia de derechos de nacimiento, la superioridad de otro individuo por su pertenencia a un linaje? Muchos de estos demócratas monárquicos se definen además como liberales, obviando la dificultad que hay para encajar los principios del liberalismo con la monarquía. Pero el colmo, en España al menos, son esos socialistas monárquicos que habitan en las distintas estancias del PSOE. Para ser justos, hay que decir que no se consideran monárquicos de convicción sino de conveniencia, por lo que durante décadas se llamaron a sí mismos juancarlistas y una vez que tuvo lugar la abdicación, sin definirse como felipistas, han seguido abrazando la monarquía por una cuestión, dicen, de pragmatismo. Me pregunto qué razones se pueden seguir esgrimiendo para no aceptar de una vez que la realísima institución constituye un obstáculo para el avance de la democracia y que lo más conveniente, en sentido tanto teórico como práctico, sería abolir la monarquía.


jueves, 2 de julio de 2020

El final del curso

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l curso escolar, por fin, ha terminado. Éste ha sido un año duro, durísimo, a causa de la pandemia. En Canarias, afortunadamente, la incidencia directa del coronavirus ha sido menor que en otros lugares más afectados, al menos si atendemos al número de contagios y de fallecimientos causados por el Covid-19. Sin embargo, en lo que se refiere a las consecuencias sociales y económicas, incluso sanitarias, de las medidas que se han aplicado para combatir la pandemia, las Islas se llevan la palma. Y es que el confinamiento ha traído efectos perjudiciales para la salud de los isleños derivados de las condiciones previas de vida en Canarias, donde los niveles de pobreza están muy por encima de la media española y donde, en consecuencia, las condiciones de salubridad son peores. La fuerte dependencia del turismo, además, hace que los perjuicios económicos sean mayores y que, en suma, por mucho que la propaganda gubernamental se empeñe en convencernos de que de ésta salimos más fuertes, tal fortaleza no se vea por ningún lado.

A todo este malestar, por supuesto, no es ajeno el sistema educativo canario. No es de extrañar, por tanto, que también el rendimiento escolar del estudiantado del Archipiélago sea uno de los más bajos del país, pues, por lo general, a peores condiciones socioeconómicas, peores resultados académicos. Y, sin embargo, a pesar de las dificultades, a pesar de la desigualdad que se ceba con la población canaria, a pesar de la brecha digital, el alumnado de las Islas ha sabido sobreponerse, se ha adaptado mal que bien a las nuevas circunstancias impuestas por el estado de alarma y ha conseguido culminar con relativo éxito el curso. Por todo ello creo que merecen disfrutar de estas vacaciones que ahora comienzan. Todos en general, pero muy especialmente los estudiantes de Secundaria, los adolescentes, ya que debido a la etapa vital en la que se encuentran son los que más han sufrido el confinamiento y porque se trata de una generación que creció oyendo hablar de crisis, paro, miseria y falta de expectativas y que, ahora, cuando empezábamos a superar la crisis de 2008, habrán de enfrentarse a una nueva crisis que se presume aún más grave, que amenaza con robarles un futuro que tendrán que ganarse a pulso.

            El final del curso ha llegado y lo ha hecho bien, dadas las circunstancias. Que ello haya sido posible se debe en gran medida al profesorado. En apenas un fin de semana se pasó de un sistema presencial a otro telemático sin casi ningún apoyo hacia los docentes por parte de la Consejería de Educación. Esos que el periodista Ángel Tristán Pimienta llama privilegiados cumplieron escrupulosamente con su trabajo, aportando sus propios recursos, teletrabajando muchas más horas de las que les corresponden, quitando tiempo y espacio a sus propias familias, soportando un nivel de exigencia que ha sido a todas luces excesivo y, para colmo, aguantando declaraciones públicas de los responsables de Educación en Canarias claramente ofensivas: aún resuenan las alusiones a los dinosaurios de María José Guerra y a los granos negros y los pelos en la leche de José Antonio Valbuena. Gracias a la voluntad del profesorado, en medio de una gestión más bien caótica, con su esfuerzo, sus propios medios y, en buena medida, su sentido común en ausencia de directrices claras y a tiempo, el curso ha salido adelante y ahora, felizmente, ha terminado.


lunes, 15 de junio de 2020

El retorno de la indignación

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no de los efectos de la pandemia ha sido la relativa paz social que durante estos meses se ha vivido en el mundo. Antes de la irrupción del coronavirus en nuestras vidas, el planeta no era ese idílico remanso de paz que ahora fabulamos recordar, sino que era más bien un escenario en el que la conflictividad social iba en aumento. De Chile a Hong Kong, pasando por los chalecos amarillos de Francia o el movimiento independentista en Cataluña, la contestación social era una realidad en expansión que solo el miedo al contagio o a las sanciones derivadas de la suspensión de derechos logró apaciguar. Ahora, la muerte de George Floyd a manos de la policía ha desatado una ola de protestas en Estados Unidos que se ha extendido globalmente, lo cual supone la demostración de que el sentimiento de indignación ante la injusticia es en estos momentos mayor que el sentimiento de miedo al contagio de ese virus que aún anda por ahí.

No hace falta ser un experto sociólogo para darse cuenta de que la muerte de George Floyd es solo el detonante de las protestas, la chispa que ha conseguido prender la gasolina latente de años y siglos de racismo y discriminación en la primera democracia moderna del mundo. Y es que quienes hincan su rodilla en el suelo no solo reclaman justicia ante lo que consideran un crimen racista, sino que claman contra la discriminación racial que lleva a los negros, los latinos y en general a las poblaciones de las minorías étnicas a vivir en peores condiciones, a sufrir las mayores tasas de pobreza del país. Algo que ya era conocido, pero que la pandemia ha puesto de relieve toda vez que se ha cebado en estas minorías, ya que, al ser las más pobres, han sufrido también con mayor virulencia los efectos del coronavirus, han sido las comunidades que han padecido las mayores tasas de mortalidad.

Las manifestaciones contra el racismo han llegado también a España, donde los manifestantes no solo se muestran indignados por la muerte de Floyd, sino que denuncian que en España el racismo también existe. Se trata de una de las grandes lacras sociales aún pendientes de erradicar que se entremezcla con la que aún hoy constituye la mayor contradicción que existe en nuestras sociedades, la que se da entre ricos y pobres. Pero las protestas en España comenzaron antes: en pleno estado de alarma, se iniciaron con las caceroladas del barrio de Salamanca en Madrid, una excentricidad hispánica que viene a corroborar que Spain todavía is different, y han continuado con las movilizaciones de los trabajadores de Nissan en Cataluña y de Alcoa en Galicia. No serán las últimas porque se nos viene encima una crisis peor que la de 2008. Entonces surgió el 15-M y el movimiento de los indignados; no sabemos qué nos deparará el futuro pero sin duda la pospandemia será dura y si no se distribuyen los costes, si la factura la vuelven a pagar los mismos de siempre, lo que está asegurado es el retorno de la indignación.


viernes, 5 de junio de 2020

Un Gobierno de regreso

C

uando se constituyó el Gobierno de progreso por aquel lejano enero de este mismo año, ya advertía yo que no esperaba mucho de él, básicamente porque no espero nunca demasiado de ningún gobierno. Entonces, claro, no podíamos saber, al menos no lo sabíamos la inmensa mayoría de nosotros, la que se nos venía encima. Y eso que el coronavirus ya estaba causando estragos en China, pero la cosa no iba con nosotros, o eso, cándidos que somos, creímos, acaso porque era lo que queríamos creer. Así que mi falta de confianza en que el Gobierno nos diera demasiadas alegrías no tenía nada que ver, no podía tenerlo, con la gestión de la pandemia, sino más bien con mi desconfianza hacia cualquier gobierno, hacia el Estado como la institución de opresión que es, “con el que”, en palabras de Javier Muguerza, “sólo nos es dado relacionarnos como el siervo con el señor”; con el convencimiento de que, tal como señalara Henry David Thoreau, “el mejor gobierno es el que gobierna menos”, y mejor aún “el que no gobierna en absoluto”.

            Mas a pesar de la desconfianza que, ya digo, genera en mí cualquier gobierno, no escondí entonces que el pacto de progreso había logrado infundirme ciertas dosis de ilusión, siquiera fuera por librarnos del marianismo, pero sobre todo porque podía traer avances reales hacia una mayor igualdad entre los ciudadanos, hacia un verdadero progreso en la libertad. En lo que a la igualdad se refiere, creo que es de justicia reconocer los esfuerzos del Gobierno, incluso ante la grave crisis económica y social que las medidas contra el coronavirus han generado. La subida del salario mínimo interprofesional, el ingreso mínimo vital, así como la prometida derogación de la reforma laboral del PP son, sin duda, medidas imprescindibles para construir una sociedad más justa, a pesar del rechazo que han causado entre los apocalípticos de la derecha y parte de la izquierda.  Y la derogación de la ley Wert, que todavía hoy sufrimos, si finalmente se produce, será también una buena noticia.

            Sin embargo, en lo que a la libertad se refiere, el Gobierno nos ha venido defraudando cada día un poco más. La suspensión, de facto al menos, de los derechos fundamentales durante el estado de alarma, el uso implacable de la “ley mordaza” que se había prometido derogar por autoritaria, las ruedas de prensa controladas por el ‘censor’ al inicio del confinamiento, la pretensión de que la información oficial fuera la única publicable, el “lapsus”, Marlaska dixit, del jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, el general José Manuel Santiago, que ante los medios de comunicación afirmó que se trabajaba para “minimizar ese clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno”, constituyen severos ataques a la libertad que, a mi juicio, resultan del todo inadmisibles en una democracia. Todo ello, sumado al último escándalo protagonizado por el ministro del Interior, una injerencia en el poder judicial en toda regla, hace que resulte imposible mantener la escasa ilusión que el nuevo Gobierno había generado, porque en algunos aspectos, los referidos a la libertad, más que de progreso parece un Gobierno de regreso.