sábado, 19 de febrero de 2022

Los hijos de puta están en todas partes

S

i hay algo que comparten todos los lectores de esta parte del mundo, además del gusto por la lectura, claro está, es su convencimiento de que los libros, los que se aprecian, no se deben prestar. Pues es sabido que la inmensa mayoría de las veces los libros prestados devienen en libros perdidos. Sin embargo, esta máxima no siempre se cumple, como he podido comprobar recientemente cuando un compañero de profesión, profesor de Filosofía, quiero decir, y sin embargo amigo, que diría el maestro, me devolvió un volumen que yo le había dejado 10 o 15 días atrás, contradiciendo la sabiduría colectiva de tantos y tantos lectores que recomienda no prestar aquellos libros de los que no quiera uno desprenderse definitivamente. Una vez más el disenso se reveló más estimulante que el consenso, pues romper la norma de marras, la de no prestar los libros que se aprecian, sirvió para que mi colega demostrara que incluso entre los lectores más entusiastas hay gente decente que sabe agradecer un detalle de generosidad devolviendo la obra prestada una vez leída.

Más allá de esta pequeña satisfacción se halla el placer de haber podido comentar con mi colega el libro en cuestión, que a él le gustó mucho, según me dijo, y a mí me causó también una gran impresión cuando lo leí hace ya algunos años. Y es que Los milagros prohibidos, de Alexis Ravelo, es una de esas obras que no dejan indiferente a quien la lee, un novelón, incluso. Ravelo, como es sabido, es uno de los grandes de la novela negra en España y cuenta en su haber, dentro del género, además de las protagonizadas por el carismático Eladio Monroy, con algunas grandes novelas como La estrategia del pequinés, La última tumba o Un tío con una bolsa en la cabeza. Se trata de obras en las que, como en alguna otra ocasión ya he señalado, el autor aprovecha el género negro y criminal para, con la maestría que le caracteriza, hacer la crítica social más certera y en las que siempre hay referencias filosóficas de enjundia que Ravelo pone al alcance de cualquier lector.

Los milagros prohibidos, en cambio, no es una novela negra, aunque lo criminal forma parte de la esencia de esta historia que el autor dedica “a quienes se negaron a olvidar”. A quienes se empeñaron en mantener en la memoria la Semana Roja de La Palma, la que transcurrió en los siete días que siguieron al 18 de julio de 1936, y las historias de persecución, humillación y dolor sufridas a manos de las hordas fascistas que desplegaron impunemente la barbarie por la isla durante los años ulteriores. A mi amigo le encantó Los milagros prohibidos, aunque le hubiera gustado un final diferente. A mí, en cambio, me parece el mejor posible, pues de otro modo no se haría justicia a la memoria de las víctimas. Y es que yo leo esta historia como un homenaje a todas las personas normales y corrientes que en algún momento fueron perseguidas o siguen siendo perseguidas hoy, en el franquismo, bajo la barbarie nazi, la bota de Stalin o dondequiera que sea. Mi colega sigue dividiendo el mundo entre azules y rojos; yo, en cambio, creo que el mundo se divide más bien entre la gente más o menos decente y los hijos de puta, que, ¡ay!, están en todas partes. 

miércoles, 2 de febrero de 2022

La reforma que cabría esperar

A

penas quedan unas horas para que la reforma laboral, la reforma de la reforma, en realidad, se someta a su ratificación en el Congreso de los Diputados y, en el momento en que escribo esta columna, el Gobierno aún no las tiene todas consigo. Y no las tiene porque las fuerzas políticas de izquierdas que apoyaron la investidura de Pedro Sánchez, ERC, Bildu, BNG y la CUP,  consideran que la reforma laboral que el Gobierno pretende aprobar es a todas luces insuficiente. Lo cual no resulta descabellado si tenemos en cuenta que buena parte de los analistas, que habrán leído el texto, afirman que la reforma que proponen el PSOE y Unidas Podemos, los dos partidos que conforman la coalición del Gobierno, mantiene intacto el 80 por ciento de la reforma laboral que en su día aprobó el PP y que los partidos que hoy gobiernan habían prometido derogar hasta que, Nadia Calviño mediante, la derogación total devino en derogación parcial y finalmente en lo que terminaron acordando la patronal, los sindicatos mayoritarios y el propio Gobierno.

La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, insiste en que cree que al final se podrá llegar a un acuerdo para que la nueva norma salga adelante con el apoyo de las fuerzas políticas de izquierdas y no con el de Ciudadanos, que ya ha dado el sí. Se entiende que la ministra, del sector de Unidas Podemos del Gobierno y militante del Partido Comunista, prefiera el apoyo de las fuerzas progresistas al de los liberales, pero no deja de sorprender que, si la reforma es tan buena como Yolanda Díaz plantea, a la ministra le importe tanto de dónde vengan los apoyos, toda vez que lo verdaderamente importante, como la propia ministra no se cansa de repetir, es mejorar la vida de la gente, fundamentalmente de la gente trabajadora, la gente de a pie, que es lo que se supone que conseguirá esta reforma en el caso de que finalmente se apruebe, independientemente de las siglas de las que procedan los votos. 

Díaz confía en que los republicanos catalanes, y los que están haciendo piña con ellos en este asunto, terminen pasando por el aro porque, a su juicio, es muy difícil decirle que no a esta reforma que, según ella, es una reforma histórica y constituye un cambio de paradigma en las relaciones laborales en España. Y añade que, en el caso de que los partidos de izquierdas no se sumen al acuerdo, tendrán que explicarles a sus electores, a los trabajadores, por qué se niegan a apoyar una norma que viene a mejorar su vida y prefieren mantener la reforma del PP como está ahora. Mas tengo para mí que quizás sea Díaz, el Gobierno en su conjunto, quien deba explicar a los votantes de izquierdas por qué pudiendo sacar adelante una reforma laboral más progresista se conforma con esta acordada con los empresarios y los sindicatos. Y es que acaso la reforma laboral no responda al interés de la mayoría trabajadora y el Gobierno lo haya sacrificado en aras del consenso, en lugar de haber optado por el disenso frente a la patronal y la derecha liderando una reforma laboral más justa y ambiciosa, que es lo que de un gobierno que presume de izquierdas cabría esperar. 

martes, 4 de enero de 2022

Entre la dignidad y el mindfulness

U

na persona que hasta no hace mucho consideraba relativamente cercana y a la que ahora tengo por amiga, cuyo nombre no voy a mencionar por respeto a su intimidad pero que a buen seguro se reconocerá cuando lea este artículo, me comentaba el otro día que el mindfulness tiene la virtud de hacer a quienes lo practican más eficaces y eficientes. Reconozco que mi conocimiento del mindfulness es escaso, pues apenas he asistido a alguna que otra charla en la que, muy básicamente, se explicó en qué consiste. Pero hay algo con lo que no puedo transigir y es esa exigencia de suspender el juicio y aceptar la realidad. Y es que la suspensión del juicio equivale a no pensar, lo cual, para alguien como yo, adepto al pensamiento crítico, aspirante a filósofo y columnista vocacional, resulta más bien inasumible. Además, la aceptación de la realidad invita a la pasividad, tan propia de las místicas orientales, de las que en parte deriva el mindfulness, en las que se aboga por la disolución del yo.

Esta propensión a conformarse con la realidad en lugar de intentar transformarla no es ajena a la tradición filosófica occidental, incluso a la más dada a exaltar la razón. El propio Hegel, para quien lo real es el espíritu infinito, ahí es nada, ya señaló que todo lo racional es real y todo lo real es racional, de suerte que el deber ser, el mundo tal como debería ser desde la perspectiva de nuestros valores, se resuelve en el ser, el mundo tal como es. De este modo, no se puede distinguir entre lo que es y lo que debería ser, ni siquiera entre lo que hay y lo que no debería haber, pues todo lo que existe estaba llamado a existir por mor del despliegue dialéctico, racional, del espíritu. Y lo que es aún peor, se concede racionalidad a lo que desde el punto de vista de la razón práctica, la racionalidad moral, no puede tenerla, pues la barbarie no puede considerarse racional desde un punto de vista moral, por más que lo pueda ser desde la perspectiva de la racionalidad formal o instrumental.

Será precisamente Marx, el más conspicuo de los discípulos de Hegel, quien se rebele con vehemencia contra la aceptación de lo real por parte del pensamiento. Y es que para Marx, si la filosofía ha de tener una finalidad es la de transformar la realidad, tal como dejó escrito en su celebérrima XI tesis sobre Feuerbach. Esta vocación transformadora es la que, a mi juicio, el mindfulness contradice y de ahí, lo decíamos antes, mis recelos. Mas si a ello le sumamos que nos hace más eficaces y eficientes, entonces se diría que se trata de un nuevo modo de alienación que arrebata al ser humano su condición de sujeto para reducirlo a objeto. Pues está bien que empleemos los medios más eficaces y eficientes para alcanzar nuestros fines, pero no que nos tornemos nosotros mismos en meros medios, que es lo que proscribe la segunda formulación del imperativo categórico kantiano. Y es que para Kant el ser humano ha de ser tratado siempre como el fin en sí mismo que es, porque tiene dignidad y no precio, que es lo que, a mi modo de ver, el mindfulness podría poner en entredicho. 

lunes, 27 de diciembre de 2021

Una defensa de la Ética

E

n alguna otra ocasión me he referido al hecho de que vivimos en una sociedad que parece obsesionada con la felicidad. Una obsesión que, paradójicamente, lleva a muchas personas a ser profundamente infelices. No hay, a mi modo de ver, un único modo de ser feliz, pero yo diría que la que parece ser la concepción hegemónica hoy en día es profundamente errónea. Identificar la felicidad con el éxito económico, profesional o social genera más frustración que auténtica felicidad. Si a ello le añadimos que casi nadie aparenta estar interesado en la vida buena sino más bien en demostrar a los demás lo feliz que se es y lo bien que le va en la vida, entonces no es de extrañar que haya tantas personas sumidas en procesos depresivos. Si tomamos como modelo al hombre o a la mujer de éxito, con dinero, reconocimiento social, deslumbrante en el trabajo o en los negocios, inteligente, brillante y físicamente atractivo, el resultado es que aspiraremos a ser no ya lo que no somos, sino lo que no podemos ser, al menos la inmensa mayoría de nosotros.

La búsqueda de la felicidad, de la vida buena, es algo que preocupa a los seres humanos desde la Antigüedad. No en vano constituye el asunto central de las éticas premodernas y el propio Aristóteles ya señaló que la vida buena, la eudaimonía, constituye el fin último del hombre. Mas Aristóteles entendió que la verdadera felicidad no puede consistir ni en el placer, ni en el dinero ni en el honor o la gloria, pues si la felicidad es el fin último del ser humano, esta habrá de consistir necesariamente en el ejercicio continuado de la actividad propia del hombre. Y puesto que el rasgo distintivo del ser humano es la razón, entonces, la verdadera felicidad habrá de consistir en el ejercicio continuado de la razón, en dedicarse a lo que Aristóteles llamaba la actividad teórica o la contemplación. Lo que viene a significar que el ser humano es verdaderamente feliz cuando se realiza a través de la búsqueda del conocimiento y la verdad.

Seguramente no todo el mundo haya de sentirse realizado dedicándose a la vida contemplativa, pero el solo hecho de que se conciba la felicidad como autorrealización y no como posesión o reconocimiento hace que resulte conveniente, todavía hoy, escuchar lo que Aristóteles tiene que decir sobre este asunto, el de la felicidad, que a todo ser humano ocupa y preocupa, quizás en demasía. Y es que acaso sea más importante la dignidad que la felicidad y hasta es posible que, para decirlo a la manera de Kant, lo verdaderamente relevante desde un punto de vista moral no sea tanto alcanzar la felicidad sino cumplir con nuestro deber por sentido del deber, lo que, como bien señaló el de Königsberg, no promete la felicidad pero nos hace dignos de ser felices. Todo lo cual habrá de decidirlo cada uno en su fuero interno y para ello se me antoja imprescindible que se vuelva a estudiar Ética en la Educación Secundaria Obligatoria, que es lo que el Gobierno no contempla en la nueva ley educativa, por más que los partidos que lo sustentan, junto al resto de los que forman parte del arco parlamentario, se comprometieran a ello en el Congreso de los Diputados. 

martes, 7 de diciembre de 2021

A propósito del 25 N

E

l pasado jueves, como cada 25 de noviembre, se celebró el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, un tipo de violencia que, al menos desde la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Beijing, China, en 1995, se define como “todo acto de violencia basado en el género que tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual o psicológico”. De tal definición se desprende que la expresión “violencia de género” alude fundamentalmente a la violencia que se ejerce contra las mujeres por el mero hecho de ser mujeres. Y así es cómo, según creo, se ha venido sosteniendo por parte del feminismo desde hace años. El matiz “por el hecho de ser mujeres” no es trivial, pues resulta fundamental para comprender en qué consiste la violencia machista. Otra cosa es que, desde algunos feminismos, la violencia de género se haya querido diferenciar de la violencia contra la mujer para incluir en la primera expresión la que se puede ejercer contra las personas del colectivo LGTBI.

No es mi intención, en cualquier caso, entrar ahora en el debate interno del feminismo con respecto a esta cuestión, pues lo que me interesa hoy es reflexionar sobre el alcance de la violencia contra las mujeres por el hecho de serlo, independientemente de si se quiere denominar violencia de género o si se prefiere entender este concepto en sentido más amplio. El término de la expresión sobre el que quiero detenerme, entonces, es el de “violencia”. Y es que la violencia se puede ejercer de muchas maneras. Es así que la más clara de ellas es la que llamamos violencia directa, que es la que tiene lugar cuando se produce una agresión física, sexual o psicológica y lamentablemente, incluso en las sociedades que se dicen respetuosas con los derechos humanos, son muchas las mujeres que sufren este tipo de violencia que alcanzaría su máxima expresión en el asesinato.

Pero además de la violencia directa, existe la que se ha dado en llamar violencia estructural, que es la que tiene lugar cuando se atenta contra los derechos humanos de los individuos. Y comoquiera que entre esos derechos humanos se hallan los civiles y políticos, pero también los económicos, sociales y culturales, entonces, cada vez que se atenta contra el derecho de un ser humano al acceso a los recursos materiales mínimos para poder llevar a cabo una vida digna, estaríamos ante un caso de violencia estructural. Un tipo de violencia que, en muchas ocasiones, bien puede ser considerado como violencia contra las mujeres o violencia de género, toda vez que mayormente son las mujeres las que ven conculcados sus derechos económicos y sociales, por más que en nuestras democracias liberales haya un reconocimiento formal de las libertades básicas y de la igualdad entre hombres y mujeres. Prueba de ello sería la tristemente célebre brecha salarial o, lo que es aún peor, el fenómeno de la feminización de la pobreza. Y tengo para mí que el 25 N es un día para reivindicar el imperativo moral de eliminar este tipo de violencia y no solo la violencia física, psicológica o sexual que, por descontado, también debiera ser erradicada.