viernes, 24 de abril de 2015

La sombra de Hobbes

C
ada vez que se produce un atentado terrorista vuelve a salir a la palestra el debate entre libertad y seguridad. La discusión no es nueva y se remonta, al menos, hasta el siglo XVII, cuando el filósofo Thomas Hobbes desarrolló su funesta teoría del contrato social. El autor del Leviatán consideraba que los seres humanos somos malos por naturaleza, razón por la cual en el estado natural, es decir, cuando los hombres aún disfrutaban de libertad plena, antes de que se fundara el Estado y se instaurara la autoridad pública, los individuos vivían en una situación de guerra de todos contra todos. Y es para salir de tal situación que perjudica a todos por lo que los hombres habrían decidido fundar el Estado mediante el pacto social, un acuerdo en virtud del cual los individuos se comprometen a ceder totalmente su libertad al soberano a cambio de que éste les brinde su protección y garantice su seguridad. El contrato social es para Hobbes, pues, el fundamento del Estado absolutista que él pretende justificar.
            La concepción hobbesiana del Estado, al menos en lo que se refiere a la relación entre libertad y seguridad, es la que se halla detrás de todos los intentos de justificar los recortes de libertades bajo el pretexto de ser más eficaces en la lucha contra el terrorismo y, por ende, en la defensa de la seguridad. Mas  se trata, en realidad, de un falso dilema, porque, como ya hemos señalado en otras ocasiones, no es cierto que la libertad constituya una amenaza contra la seguridad. Y es que en la modernidad, a pesar de Hobbes, la legitimidad de las leyes descansa en la libre aceptación de las mismas por parte de los afectados, lo cual hace que los individuos no sean simples súbditos sino ciudadanos y que el Estado tenga como principal función garantizar los derechos y libertades de los individuos. Tal es la seguridad a la que aspiramos, la de ser libres, y por ello recortar la libertad para salvaguardar la seguridad se revela una contradicción.
           Esta contradicción no ha impedido, sin embargo, que periódicamente aflore el falso dilema entre libertad y seguridad. Ocurrió tras los atentados del 11-S en Nueva York, el 19-J en Londres y el 11-M en Madrid, y todos sabemos las infaustas consecuencias que para la libertad y los derechos humanos en general tuvieron las políticas pro seguridad diseñadas desde entonces: la guerra de Afganistán, la guerra de Irak, la infamia de Guantánamo… y hace un par de años supimos lo que ya sospechábamos: la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos se dedica al espionaje masivo de ciudadanos y gobernantes de todo el mundo. Ahora, unos meses después de la barbarie de Charlie Hebdo, es Francia la que ha anunciado que sus agentes podrán espiar a los sospechosos sin necesidad de una autorización judicial. Y ante tanto ataque a la libertad y a los derechos humanos por parte de los gobiernos de los países democráticos, no puede uno dejar de sospechar que por más que el Estado se haya redefinido como social, democrático y de derecho, la sombra de Hobbes siempre está ahí y el Estado es siempre más Estado que social, más Estado que democrático y más Estado que de derecho.

viernes, 27 de marzo de 2015

Lo que la gente no quiere oír

E
l derecho a la libertad de expresión es uno de esos derechos fundamentales de los individuos que se recogen en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en las constituciones de los países democráticos. Se trata, obviamente, de uno de los pilares de la democracia y así es reconocido por todos los demócratas. Es por ello que el atroz atentado contra los humoristas de Charlie Hebdo fue percibido, justamente, como más grave aún que otros actos de barbarie precisamente porque atacaba al derecho a la libertad de expresión, lo que llevó a multitud de ciudadanos espontáneos, así como a hipócritas y oportunistas mandatarios, a proclamar aquello de “Je sui Charlie Hebdo”. Pero no todos somos Charlie. No lo son, no quieren serlo, quienes en su cortedad de miras proclamaron inmediatamente después no identificarse con una revista satírica a la que consideran grotesca y ofensiva sin percatarse de que ser Charlie, entonces y ahora, no implica identificarse con su línea editorial sino sólo con su derecho a tenerla.
            Desde entonces y a pesar del compromiso formal con la libertad de expresión de nuestros demócratas de toda la vida, no paran de sucederse los ataques a este derecho fundamental que todo el mundo dice defender pero que no terminamos de tomarnos en serio, como si no nos percatáramos de que lo que está en juego es la dignidad humana. Un caso flagrante es el tristemente célebre acaecido hace unos días en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba), cuando el ya exdirector del centro, Bartomeu Marí, se empeñó en que una de las obras que formaban parte de la exposición La bestia y el soberano debía ser retirada por resultar ofensiva. Los comisarios no consintieron la censura y la exposición fue inicialmente cancelada. El escándalo ante tal ataque a la libertad de expresión fue tal que Marí reconsideró su postura y un par de días más tarde accedió a que la exposición se mostrara íntegra, y así los visitantes del Macba han podido contemplar la escultura de la discordia en la que se ve al rey Juan Carlos sodomizado por una mujer a la que, a su vez, está sodomizando un perro o un lobo. Pero el mal ya estaba hecho y Marí se vio obligado, ¡menos mal!, a dimitir.
           No es este el único caso en el que la libertad de expresión se ha visto atacada últimamente. Hace unas semanas el Ayuntamiento de Madrid prohibió la actuación de la banda Soziedad Alkoholica después de que un informe de la Policía Municipal señalara que si se celebraba el concierto se corría el riesgo de que se produjeran alteraciones del orden público, como en los años grises, cuando los Rolling Stones no podían venir a España. Ahora le ha tocado el turno al fútbol, o mejor dicho, a aquellos aficionados que gustan de pitar al himno y al rey de España, algo que, gente tan demócrata como el presidente de la Liga de Fútbol Profesional, Javier Tebas, o la secretaria general del PP y presidenta de Castilla-La Mancha, Dolores de Cospedal, no pueden concebir en sus respectivas y biempensantes cabezas. Y es que, como tan acertadamente afirmara George Orwell en el prólogo a su excelente obra Rebelión en la granja, “si algo significa la libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

jueves, 12 de marzo de 2015

Hacia una ciudadanía europea

L
a filosofía moral y política nos enseña que la ciudadanía es la condición de los ciudadanos, es decir, lo que distingue a determinadas personas como tales y los diferencia de los súbditos. Y es que los ciudadanos, en rigor, antes de ser meros habitantes de un país, por más que esa sea también una acepción del término, son sólo aquellas personas a las que se les reconoce una serie de derechos, aquellos seres humanos que son reconocidos como sujetos de derechos. Ello significa reconocer al individuo su derecho a tener derechos, en definitiva, que se le reconozcan sus derechos fundamentales, aquellos que éticamente consideramos que son inherentes a la dignidad humana. Es pues el reconocimiento de los derechos humanos lo que otorga la carta de ciudadanía y puesto que existen diferentes tipos de derechos humanos existen también diferentes clases de ciudadanías, todas ellas igualmente importantes.     
            Como acertadamente ha mostrado Javier Muguerza, tales derechos humanos sólo son exigencias morales hasta que son recogidos en el ordenamiento jurídico, pero una vez incorporados son derechos de los individuos precisamente porque son exigibles, lo cual supone que debe haber alguna instancia a la que el individuo, el ciudadano en tanto que portador de derechos, pueda exigir que cumpla con su obligación de garantizar el respeto de sus derechos. Esta instancia, desde las revoluciones americana y francesa que dieron origen a las democracias modernas, ha sido por lo general el Estado nación, pero nada hay que obligue, desde una perspectiva teórica, a que tenga que ser así. Por lo demás, esa es la razón de que los ciudadanos lo sean siempre de un país, es decir, de un Estado, pues este está obligado a garantizar que los derechos de sus ciudadanos son respetados, pero no está obligado para con el resto de los individuos pues, de hecho, no les reconoce la ciudadanía.
            El ideal cosmopolita que uno suscribe abogaría por una ciudadanía mundial, por que todos los seres humanos fuésemos considerados como ciudadanos del mundo. La existencia de una ciudadanía mundial obligaría a que existiera asimismo una instancia global que garantizara el cumplimiento de los derechos universales de los individuos, una instancia a la que, sin ser un macro Estado mundial, los Estados hubieran de rendir cuentas. Se trataría de una suerte de ONU pero verdaderamente democrática y con auténtica capacidad para que sus resoluciones fueran acatadas por todos, individuos y Estados; en suma, algo similar a lo que Kant apelara en Hacia la paz perpetua cuando se refería a la necesidad de que se constituyera “una federación de pueblos que, sin embargo, no debería ser un Estado de pueblos”. Y en ausencia de una institución de esas características se me antoja exigible que la Unión Europea pudiera operar como tal aunque fuese sólo vinculante para los europeos. Pues el reconocimiento de la ciudadanía europea implicaría la existencia de unas instituciones europeas plenamente democráticas que habrían de garantizar los derechos de todos los europeos por igual. Y puesto que estos derechos no sólo son los civiles y políticos sino también los económicos, sociales y culturales, una Unión Europea digna de ese nombre habría de garantizar la ciudadanía en todas esas dimensiones de sus ciudadanos, sin importar si estos son griegos o alemanes, españoles o franceses.

viernes, 27 de febrero de 2015

El argumento 'boelógico'

E
l hecho de que el Partido Popular se negara sistemáticamente a condenar en el Parlamento la dictadura franquista hasta el año 2002 da una muestra de cuál es la herencia ideológica de la derecha española, esa que se pretende la representativa del liberalismo y se halla, ¡ay!, tan lejos de los principios defendidos por autores como Locke, Kant, Stuart Mill o el mismísimo Adam Smith. Sus reaccionarias ideas en contra de los derechos reproductivos de las mujeres y del papel de la religión en la sociedad revelan que los principios del nacionalcatolicismo siguen siendo constitutivos del ideario pepero. Ahora, el nuevo currículo de la asignatura de Religión Católica publicado en el Boletín Oficial del Estado (BOE) vuelve a poner de manifiesto la añoranza del PP de aquella España que se veía a sí misma como la reserva espiritual de Occidente.
            Y es que el BOE viene a señalar que Dios existe, en serio. En la historia de la filosofía, como bien saben nuestros alumnos de bachillerato y pronto dejarán de saber por obra y gracia del ministro Wert, ha habido distintos intentos de demostrar racionalmente la existencia de Dios, los cuales se resumen en tres: el argumento ontológico, el argumento cosmológico y el argumento físico-teológico, también llamado físico-teleológico. Sin entrar en detalles, me gustaría recordar que el propio Kant, por lo demás creyente, se encargó con gran lucidez de desmontar cada uno de estos argumentos y concluyó que la razón teórica es incapaz de probar que Dios exista, pues el conocimiento no puede traspasar los límites de lo empírico. Sin embargo, Kant no podía contar con la aparición de un nuevo argumento, el argumento boelógico podríamos llamarlo, el cual viene a consistir en derivar la existencia de Dios de afirmar y publicar en el BOE que Dios existe. Porque lo que se publica en el BOE es lo que es, si no ontológicamente, al menos sí oficialmente. De ahí la gravedad del asunto.
         Que el Estado afirme de manera oficial, a través de su propio boletín, que Dios existe no es una cuestión baladí. Al menos no lo es para quienes creemos que el Estado, si es social, democrático y de derecho, tiene que ser laico o aconfesional, que es lo mismo; es decir, tiene que ser independiente de cualquier confesión religiosa. Pues la laicidad del Estado no sólo no atenta contra la libertad religiosa, la libertad de culto, sino que es la única garantía, la mayor al menos, de que se respetan las creencias o increencias de cada cual, tal como se recoge en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero esto es algo que ni la Conferencia Episcopal ni el Partido Popular acaban de entender, acaso porque confunden Estado democrático de derecho con Estado teocrático de derechas.

domingo, 22 de febrero de 2015

Monedero en un país de broma

P
agan con dinero fotocopiado a los vendedores de un goya falso”. Así reza el titular de una noticia que ha salido publicada estos días. Semejante texto bien podría figurar en la portada de El Mundo Today, pero no es el caso: la noticia de marras aparece en la sección de Cultura del muy serio diario El País. A uno personalmente, que no se dedica a invertir en arte más que nada porque no tiene nada que invertir, poco habría de importarle cómo se las ventilan los compradores y vendedores de cuadros y cómo intentan estafarse mutuamente, pero no deja de llamarme la atención que tanto los hermanos que intentaban colar el falso goya como el intermediario del supuesto jeque que lo compró hayan resultado ser unos auténticos timadores. La noticia, qué quieren que les diga, ilustra a la perfección el país en el que vivimos: un lugar donde no sólo este tipo de noticias sino también las más serias, las del mundo de la política, parecen las propias de un país de broma.
            Es este, en efecto, un país extraño en el que tradicionalmente a los que roban, sobre todo si roban mucho y nos roban a todos, los convertimos poco menos que en héroes nacionales. Dicen algunos que la corrupción es algo inherente a la cultura española y argumentan que la existencia de la picaresca, ese género literario tan arraigado entre nosotros, es buena prueba de la veracidad de su afirmación. Mas yo tengo para mí que las argucias de los pobres para llevarse algo a la boca, que es lo que se ensalza en la picaresca, poco tienen que ver con la desvergüenza con la que las élites nos han ido sumiendo en la pobreza en los últimos años. Por lo demás, la aceptación de la corrupción guarda mayor relación con la incultura que con la cultura, pues las sociedades educadas, los pueblos ilustrados, no aceptan de buen grado que se les robe sin más ni que les pisoteen sus derechos. Y acaso sea esa una de las razones, el hecho de que los españoles de hoy son, en general, mucho más cultos que los de antaño, por las que la corrupción ya no se ve de la misma manera: hoy la corrupción ya no causa gracia, más bien al contrario, genera indignación.
          Es esa indignación ante la corrupción la que, en buena medida, alimenta a Podemos, de ahí que el caso Monedero haya generado tanta expectación, con la ayuda, claro está, de los grandes medios de comunicación, siempre fieles a las élites, que pretenden hacernos creer que los ERE de Andalucía o la trama Gürtel son comparables a la declaración complementaria de Juan Carlos Monedero. Y, sin embargo, aun no siendo comparable, es suficiente para sembrar la desconfianza. Pues el hecho de que Monedero haya presentado una declaración complementaria y, consecuentemente, haya tenido que desembolsar 200.000 euros sólo puede significar que en la declaración original no había declarado todo lo que debía. Y así las cosas, por más que al presentar voluntariamente la declaración complementaria sin que se la haya reclamado Hacienda ya no haya delito ni fraude fiscal, Monedero debería apartarse de Podemos, porque ha dejado de ser digno de confianza. Y si se mantiene en su puesto, Podemos no se podrá presentar a sí misma como la alternativa para que las noticias de política dejen de ser las propias de un país de broma, como la de los timadores a la que aludíamos al comienzo de este artículo.