lunes, 15 de junio de 2020

El retorno de la indignación

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no de los efectos de la pandemia ha sido la relativa paz social que durante estos meses se ha vivido en el mundo. Antes de la irrupción del coronavirus en nuestras vidas, el planeta no era ese idílico remanso de paz que ahora fabulamos recordar, sino que era más bien un escenario en el que la conflictividad social iba en aumento. De Chile a Hong Kong, pasando por los chalecos amarillos de Francia o el movimiento independentista en Cataluña, la contestación social era una realidad en expansión que solo el miedo al contagio o a las sanciones derivadas de la suspensión de derechos logró apaciguar. Ahora, la muerte de George Floyd a manos de la policía ha desatado una ola de protestas en Estados Unidos que se ha extendido globalmente, lo cual supone la demostración de que el sentimiento de indignación ante la injusticia es en estos momentos mayor que el sentimiento de miedo al contagio de ese virus que aún anda por ahí.

No hace falta ser un experto sociólogo para darse cuenta de que la muerte de George Floyd es solo el detonante de las protestas, la chispa que ha conseguido prender la gasolina latente de años y siglos de racismo y discriminación en la primera democracia moderna del mundo. Y es que quienes hincan su rodilla en el suelo no solo reclaman justicia ante lo que consideran un crimen racista, sino que claman contra la discriminación racial que lleva a los negros, los latinos y en general a las poblaciones de las minorías étnicas a vivir en peores condiciones, a sufrir las mayores tasas de pobreza del país. Algo que ya era conocido, pero que la pandemia ha puesto de relieve toda vez que se ha cebado en estas minorías, ya que, al ser las más pobres, han sufrido también con mayor virulencia los efectos del coronavirus, han sido las comunidades que han padecido las mayores tasas de mortalidad.

Las manifestaciones contra el racismo han llegado también a España, donde los manifestantes no solo se muestran indignados por la muerte de Floyd, sino que denuncian que en España el racismo también existe. Se trata de una de las grandes lacras sociales aún pendientes de erradicar que se entremezcla con la que aún hoy constituye la mayor contradicción que existe en nuestras sociedades, la que se da entre ricos y pobres. Pero las protestas en España comenzaron antes: en pleno estado de alarma, se iniciaron con las caceroladas del barrio de Salamanca en Madrid, una excentricidad hispánica que viene a corroborar que Spain todavía is different, y han continuado con las movilizaciones de los trabajadores de Nissan en Cataluña y de Alcoa en Galicia. No serán las últimas porque se nos viene encima una crisis peor que la de 2008. Entonces surgió el 15-M y el movimiento de los indignados; no sabemos qué nos deparará el futuro pero sin duda la pospandemia será dura y si no se distribuyen los costes, si la factura la vuelven a pagar los mismos de siempre, lo que está asegurado es el retorno de la indignación.


viernes, 5 de junio de 2020

Un Gobierno de regreso

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uando se constituyó el Gobierno de progreso por aquel lejano enero de este mismo año, ya advertía yo que no esperaba mucho de él, básicamente porque no espero nunca demasiado de ningún gobierno. Entonces, claro, no podíamos saber, al menos no lo sabíamos la inmensa mayoría de nosotros, la que se nos venía encima. Y eso que el coronavirus ya estaba causando estragos en China, pero la cosa no iba con nosotros, o eso, cándidos que somos, creímos, acaso porque era lo que queríamos creer. Así que mi falta de confianza en que el Gobierno nos diera demasiadas alegrías no tenía nada que ver, no podía tenerlo, con la gestión de la pandemia, sino más bien con mi desconfianza hacia cualquier gobierno, hacia el Estado como la institución de opresión que es, “con el que”, en palabras de Javier Muguerza, “sólo nos es dado relacionarnos como el siervo con el señor”; con el convencimiento de que, tal como señalara Henry David Thoreau, “el mejor gobierno es el que gobierna menos”, y mejor aún “el que no gobierna en absoluto”.

            Mas a pesar de la desconfianza que, ya digo, genera en mí cualquier gobierno, no escondí entonces que el pacto de progreso había logrado infundirme ciertas dosis de ilusión, siquiera fuera por librarnos del marianismo, pero sobre todo porque podía traer avances reales hacia una mayor igualdad entre los ciudadanos, hacia un verdadero progreso en la libertad. En lo que a la igualdad se refiere, creo que es de justicia reconocer los esfuerzos del Gobierno, incluso ante la grave crisis económica y social que las medidas contra el coronavirus han generado. La subida del salario mínimo interprofesional, el ingreso mínimo vital, así como la prometida derogación de la reforma laboral del PP son, sin duda, medidas imprescindibles para construir una sociedad más justa, a pesar del rechazo que han causado entre los apocalípticos de la derecha y parte de la izquierda.  Y la derogación de la ley Wert, que todavía hoy sufrimos, si finalmente se produce, será también una buena noticia.

            Sin embargo, en lo que a la libertad se refiere, el Gobierno nos ha venido defraudando cada día un poco más. La suspensión, de facto al menos, de los derechos fundamentales durante el estado de alarma, el uso implacable de la “ley mordaza” que se había prometido derogar por autoritaria, las ruedas de prensa controladas por el ‘censor’ al inicio del confinamiento, la pretensión de que la información oficial fuera la única publicable, el “lapsus”, Marlaska dixit, del jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, el general José Manuel Santiago, que ante los medios de comunicación afirmó que se trabajaba para “minimizar ese clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno”, constituyen severos ataques a la libertad que, a mi juicio, resultan del todo inadmisibles en una democracia. Todo ello, sumado al último escándalo protagonizado por el ministro del Interior, una injerencia en el poder judicial en toda regla, hace que resulte imposible mantener la escasa ilusión que el nuevo Gobierno había generado, porque en algunos aspectos, los referidos a la libertad, más que de progreso parece un Gobierno de regreso.  


sábado, 23 de mayo de 2020

La doble moral


L
a doble moral es esa repugnante propensión a considerar inmorales determinadas acciones cuando es otra persona la que las lleva a cabo, pero pensar que son correctas desde un punto de vista moral si el que las realiza es uno mismo. Como se ve, la doble moral es una inmoralidad en sí misma, al menos si asumimos, con Kant, que las normas morales, para ser verdaderamente morales, han de ser de validez universal, tal como el filósofo de Königsberg señalara en la primera formulación del imperativo categórico, ese principio formal que no da normas con contenido sino que establece las condiciones formales que debe cumplir una norma para ser ley moral, huyendo así de la moralina a la que los practicantes de la doble moral son tan aficionados y sentando las bases de la ética moderna.
            Esta doble moral es práctica habitual entre los españoles tanto si miramos a la izquierda como si miramos a la derecha. La derecha nacional, por ejemplo, no ha dejado de insistir en que se debieron prohibir las manifestaciones del 8-M, pues, a su juicio, constituyeron un importante foco de contagio del dichoso Covid-19 que contribuyó a la expansión del virus y, en última instancia, al incremento de las víctimas mortales. Sin embargo, esa misma derecha, tan indignada, convocó mítines en esos días y no critica con la misma vehemencia los multitudinarios eventos deportivos y de otra índole que tuvieron lugar ese mismo fin de semana por toda la geografía nacional. Es más, ahora sale a la calle exigiendo libertad y la dimisión del Gobierno y comete el mismo atentado contra la salud pública que, en su opinión, cometieron las feministas. Todo lo cual deja ver a las claras que lo que critica la derecha no es que las manifestaciones feministas fueran un foco de infección: se critica la movilización del 8-M por lo que representa, por las ideas de las manifestantes, es decir, se critica el feminismo y la idea de que hombres y mujeres han de ser reconocidos iguales en dignidad y derechos.
            Pero no crean que la doble moral es patrimonio exclusivo de la derecha, qué va. Ya digo que es práctica habitual tanto en la derecha como en la izquierda. La prueba la tenemos, otra vez, a propósito de las manifestaciones contra el Gobierno que desde el barrio de Salamanca de Madrid se han ido extendiendo a otros barrios y ciudades del país, también de Canarias. Y es que anda la izquierda rasgándose las vestiduras por estas protestas que, de nuevo, constituyen un peligro para la salud, dicen los alarmados izquierdistas, y amenazan con echar por tierra lo que con tanto sacrificio han conseguido los españoles. Pero no veo la misma indignación ante la multitud congregada para despedir a Julio Anguita o ante las manifestaciones que han aparecido en Vallecas. Una vez más, se comprueba que lo que preocupa no es tanto la salud sino las ideas de quienes, según los más afines al Gobierno, la ponen en peligro. Y es así como, olvidando las lecciones de Kant, la esfera pública se parece cada vez más a la barra de uno de esos bares en los que los futboleros criticamos las patadas de los defensas del otro equipo mientras aplaudimos las de los nuestros.

jueves, 14 de mayo de 2020

Entre la dignidad y la vida


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n un relativamente antiguo manual de Ética de cuarto de ESO, una asignatura hoy tristemente desaparecida de nuestro sistema educativo, coordinado por la filósofa Adela Cortina, se afirma que los derechos humanos tienen cinco características fundamentales: son universales, inalienables, prioritarios, imprescriptibles e indivisibles. De esas cinco características quisiera ahora detenerme en la última pues, siguiendo a Cortina, durante años he venido insistiendo en la indivisibilidad como uno de los rasgos definitorios de los derechos humanos. Quiere ello decir que los 30 artículos que conforman la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, así como el Preámbulo, constituyen un bloque y que, por lo tanto, han de ser respetados todos a la vez. Es por ello que el Estado, que una vez redefinido como Estado de derecho tiene como función principal garantizar el respeto a los derechos humanos individuales, no puede aducir como pretexto para conculcar alguno de esos derechos fundamentales la protección de otros.
Sin embargo, a la luz que arroja la gestión de la pandemia, acaso convendría revisar este planteamiento, pues, en efecto, algunos de los derechos fundamentales como el derecho de reunión, manifestación o, sencillamente, el derecho a la libre movilidad, han quedado en suspenso durante varias semanas en virtud del decreto de estado de alarma. Y la razón aducida para tal suspensión, que algunos juristas consideran simple restricción pero que de facto al menos va bastante más lejos, ha sido la protección de la salud y, en última instancia, la vida de los ciudadanos. Es un hecho pues que no a todos los derechos recogidos en la Declaración Universal se les ha reconocido la misma validez, que es lo que se pretende cuando se afirma que son indivisibles, pues algunos de esos derechos, los que han quedado en suspenso, han sido supeditados a otros, cuya importancia ha sido considerada mayor por el Gobierno.
A pesar de lo expuesto, tengo para mí que el principio de indivisibilidad mantiene su validez intacta, pues lo más que cabría argüir es que los derechos humanos no son indivisibles de hecho, pero deberían serlo, pues nos va la dignidad en ello. Y es que el establecimiento de una jerarquía de los derechos humanos no solo atenta contra el principio de interdependencia e indivisibilidad de los derechos de marras sino que resulta peligroso para la dignidad del ser humano, pues la dignidad sufre siempre que se conculca uno de esos derechos fundamentales y, una vez abierta la veda, nada hay que impida que en otro momento se suspendan determinados derechos bajo el pretexto de proteger otros: hoy se supedita la libertad a la salud y la vida, quién sabe qué derecho y bajo qué pretexto podrá ser suspendido mañana. Sócrates dejó dicho, a través de la pluma de Platón, que una vida sin ser pensada no vale la pena ser vivida. Hoy, parafraseando al de Atenas, podemos decir nosotros que una vida sin libertad es una vida sin dignidad que no merece vivirse. Aunque, claro está, no todos estemos dispuestos, como hizo Sócrates, a perder la vida para salvaguardar la dignidad.

lunes, 4 de mayo de 2020

Política en vez de ciencia

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ecía Aristóteles que el hombre tiene por naturaleza afán de saber. En efecto, el ser humano ha sentido desde siempre la necesidad de explicar el mundo que le rodea y de explicarse a sí mismo. De ahí que en todas las culturas los hombres hayan construido mitos con los que explicar la realidad: el origen del mundo, los fenómenos de la naturaleza, el propio ser humano, la existencia del bien y del mal, la vida, la muerte… Mitos con los que, en definitiva, los seres humanos hemos tratado de dar respuesta a las grandes preguntas que desde siempre nos han preocupado y, todavía hoy, nos siguen inquietando. En Occidente, ese afán por buscar la verdad dio lugar al nacimiento de la filosofía y de la ciencia en lo que se ha dado en llamar el paso del mito al logos, es decir, con el intento de responder racionalmente a esas grandes cuestiones.
            Con el tiempo, la ciencia se separaría de la filosofía y se convertiría en la forma más avanzada de conocimiento de la que disponemos, pero habría de pagar un alto precio por ello: renunciar a preguntarse por las causas últimas del ser, cuestión de índole metafísica, y reconocer que nada tiene que decir sobre el deber ser. Lo que viene a significar que la ciencia se erige como máxima autoridad para explicar los hechos, la realidad empírica, pero no puede pronunciarse sobre los valores, sobre el bien y la justicia, en una palabra, sobre la moral, asunto este que aún hoy sigue siendo un campo de investigación irreductiblemente filosófico y que constituye el objeto de estudio de la ética o filosofía moral. Todo lo cual no significa que la ciencia no tenga nada que ver con la acción pues, obviamente, presenta una clara dimensión pragmática. Simplemente ocurre que la ciencia puede señalar cuáles son los medios más adecuados para la consecución de un fin, pero nada tiene que decir sobre los fines mismos.
         Resulta claro entonces que la ciencia tiene límites. Incluso en su incesante búsqueda de la verdad, pues no puede hallar la verdad absoluta. Tampoco lo pretende, ya que semejante propósito sería más propio del dogmatismo de las religiones que del criticismo científico. La ciencia ha de conformarse con una verdad mucho más humilde, que aspira a ser objetiva pero que habrá de ser siempre revisable, como revisables han de ser los métodos empleados y los criterios de verdad asumidos. La propia historia de la ciencia muestra que la verdad no es definitiva y lo que ayer la ciencia daba por verdadero hoy puede no serlo. Sin embargo, ante la amenaza del coronavirus, le pedimos a la ciencia lo que no puede darnos, le pedimos certezas en tiempos de incertidumbre. Y exigimos a nuestros representantes que tomen decisiones amparados en la ciencia, cuando ni siquiera en la comunidad científica hay un consenso sobre cómo combatir al virus.  Y olvidamos, ¡ay!, que lo que hacen nuestros gobernantes es política en vez de ciencia.