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martes, 19 de octubre de 2021

Ocurrencias de comunistas

 

E

l triunfo del SPD (Partido Socialdemócrata de Alemania) de Olaf Scholz en las últimas elecciones celebradas en septiembre en el país teutón ha llevado a que algunos analistas hablen directamente del retorno de la socialdemocracia a Europa. En rigor, son varios los países de la Unión Europea en los que gobierna un partido, o una coalición, de izquierdas: desde los países nórdicos como Dinamarca, Finlandia o Suecia, donde es tradición que gobierne la izquierda, hasta los países del sur como Portugal o España, en los que es más habitual la alternancia política. Pero la posibilidad de que un socialdemócrata vuelva a ser investido como canciller en Alemania tras 16 años en los que la cancillería ha estado ocupada por Angela Merkel, de la Unión Demócrata Cristiana de Alemania (CDU), marca un hito en el devenir de la política europea. Y es que ya se sabe el peso que tiene Alemania en la economía y en la política de la Unión Europea. Tanto es así, que uno se plantea si no debería poder votar en Alemania, ya que parece ser que es allí donde se toman las decisiones.

            No es seguro que Olaf Scholz llegue a formar gobierno, ya que la victoria del SPD ha sido ciertamente muy ajustada. Sin embargo, Scholz está dispuesto a intentarlo, aunque para ello necesita llegar a un acuerdo con Los Verdes y los liberales del Partido Democrático Libre (FDP), toda vez que el líder socialdemócrata no quiere volver a reeditar la gran coalición, es decir, un gobierno conformado por el SPD, de izquierdas, y la CDU, de derechas. Decía un viejo conocido, profundamente de derechas, que los ecologistas son como las sandías, verdes por fuera y rojos por dentro, y aunque el análisis no sea excesivamente sofisticado, creo que en lo sustancial tenía razón. Y si esto es así, entonces Scholz no debería tener demasiados problemas para llegar a un acuerdo con Los Verdes; otra cosa es cómo casar los principios de la socialdemocracia que defiende el SPD con el liberalismo propio del FDP que, no en vano, es conocido sencillamente como el partido de los liberales. Mas ni tan siquiera a este respecto debería haber demasiados problemas, pues entre socialdemócratas y liberales no hay tantas diferencias, al menos en lo que se refiere al denominado liberalismo igualitario.

            En efecto, el liberalismo igualitario y la socialdemocracia contemporánea no tienen diferencias insalvables. De hecho, en Estados Unidos es esta suerte de liberalismo, frente al liberalismo conservador de los autodenominados libertarians, el que juega el rol político que en Europa desempeña la socialdemocracia. Algunas de las medidas implementadas por el presidente Joe Biden serían un buen ejemplo. Como quiera que sea, lo que se me antoja inimaginable es que, en el caso de que el acuerdo llegue a fraguar, los líderes de la CDU, virtualmente en la oposición, se dediquen a tildar a los liberales de felones, a Olaf Scholz de presidente okupa, a poner en cuestión la legitimidad del Gobierno y a arremeter contra cualquier medida en materia de política económica o social orientada a la protección de los  derechos sociales, que también forman parte de los derechos humanos, sin otro argumento que su descalificación como comunista y bolivariana. Eso es más propio de las derechas hispanas, siempre tan demócratas, que creen que regular el precio de los alquileres o subir el salario mínimo interprofesional son ocurrencias de comunistas para romper España.

jueves, 14 de octubre de 2021

Políticos en el exilio

 

C

uando a principios de año el todavía vicepresidente del Gobierno y secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, señaló la condición de exiliado de Carles Puigdemont, no fue poco el revuelo mediático y político que se armó. En aquel momento, se recordará, le llovieron las críticas a derecha e izquierda no solo por no considerar que el líder independentista era un simple prófugo de la justicia, como la mayor parte de los líderes de los partidos que se llaman a sí mismos constitucionalistas afirman, sino, sobre todo, por haber comparado a los independentistas catalanes exiliados (o huidos, pongan ustedes el adjetivo que consideren más adecuado) con los republicanos españoles que hubieron de huir de España y exiliarse en el extranjero para escapar de la represión franquista tras la Guerra Civil. Entonces, no solo los simpatizantes del republicanismo de izquierdas consideraron inadmisibles las declaraciones de Iglesias, sino que aun las derechas patrias, tan proclives a veces a exaltar los valores, más bien contravalores, del franquismo, sintieron las palabras del líder morado como una ofensa.

            En estos días, Puigdemont, que ciertamente andaba más bien de capa caída, ha vuelto a ocupar las portadas de los periódicos tras su detención en Cerdeña, adonde había acudido para participar en un encuentro de folclore catalán. Ahora sí que, por fin, iba a ser extraditado a España, juzgado y condenado, pensaron y clamaron los patriotas de turno. Pero hete aquí que finalmente los tribunales italianos suspendieron el proceso de extradición del líder independentista en el exilio, con lo que se diría que han ratificado las declaraciones de Puigdemont, quien, tras su provisional puesta en libertad, había afirmado: “España no pierde nunca la ocasión de hacer el ridículo”. Así que el affaire italiano del expresidente de la Generalitat le ha venido de perlas a él y al independentismo en general: al independentismo, porque le ha servido como un balón de oxígeno ahora que estaba perdiendo algo de fuelle como se reflejó en la última diada; y al propio Puigdemont, porque desde que está en el exilio ha ido perdiendo relevancia en favor de ERC, que no en vano tiene la presidencia de la Generalitat y acapara el protagonismo en la mesa de diálogo.

            Se dirá que el triunfo de Puigdemont en el país transalpino es algo efímero, y que en breve dejará de ser noticia. Mas tengo para mí que constituye un éxito mayor de lo que a priori pudiera pensarse. Pues más allá de los réditos políticos y sociales que Puigdemont y el independentismo hayan podido extraer, el verdadero éxito radica en que, una vez más, y acaso sin proponérselo, el exiliado líder del procés le ha asestado un golpe al Estado en toda la mandíbula. Y es que Italia es ya el quinto país de Europa, tras Alemania, Bélgica, Escocia y Suiza, que se niega a extraditar a Puigdemont, lo que no solo refleja la presumible torpeza de la justicia española, sino que debería hacernos pensar que acaso el sistema jurídico español tiene un déficit democrático a este respecto. La última palabra en este asunto la tendrá la justicia europea, y ya veremos lo que dice, pero, de momento, las declaraciones de Pablo Iglesias con las que comenzábamos este artículo resultan cada día más acertadas. Y es que España no será una democracia plena mientras siga habiendo políticos en el exilio.

miércoles, 14 de julio de 2021

A vueltas con la meritocracia

 

E

n la utopía liberal, cada individuo habrá de disponer de las mismas oportunidades para prosperar social y económicamente en función, únicamente, de sus méritos y capacidades. Esto mismo es lo que señala Kant en Hacia la paz perpetua, cuando establece la igualdad jurídica como el segundo de los principios sobre los que debe sustentarse la constitución republicana: “Solo la constitución establecida de conformidad con los principios, primero de la libertad de los miembros de una sociedad (en cuanto hombres), segundo, de la dependencia de todos respecto a una única legislación común (en cuanto súbditos); y tercero, de conformidad con la ley de la igualdad de todos los súbditos (en cuanto ciudadanos), la única que deriva de la idea del contrato originario y sobre la que deben fundarse todas las normas jurídicas de un pueblo, es republicana”. En opinión de Kant, si la ley es la misma para todos y obliga a todos por igual, tal como establece el segundo principio, entonces las desigualdades sociales ya no serían responsabilidad del Estado, sino que derivarían de las diferencias de mérito y capacidad entre los individuos.

            Esta concepción meritocrática de la justicia distributiva se remonta, como mínimo, a Aristóteles, quien, como es sabido, considera que el reparto de los bienes, para que sea justo, ha de ser proporcional a los méritos. Así lo señala el Estagirita en la Ética a Nicómaco, su más importante tratado de filosofía moral, donde se puede leer: “En efecto, la justicia distributiva de lo que es común está siempre de acuerdo a la proporción que hemos explicado: incluso si la distribución se hace sobre bienes comunes a varios se hará siempre en la proporción en que estén las contribuciones aportadas”. De ahí que, al menos en lo que a la justicia distributiva se refiere, en general se admita que para Aristóteles lo justo no es el reparto igualitario de los bienes sino el reparto proporcional a los méritos. La justicia, entonces, estaría más vinculada al concepto de proporción que al de estricta igualdad. Y acaso sea esta la razón por la que se tienda a contraponer meritocracia con igualitarismo.

            Sin embargo, es conveniente tener en cuenta que, tal como ha señalado el filósofo Ernst Tugendhat, incluso una concepción de la justicia distributiva como la aristotélica está fuertemente vinculada al concepto de igualdad, pues si la distribución de los bienes ha de ser proporcional a los méritos, resulta evidente que a quienes aporten iguales méritos habrán de corresponderles iguales bienes, si no se quiere incurrir en una injusticia flagrante. De donde se desprende que la oposición entre meritocracia e igualitarismo no es del todo acertada. La crítica que cabría hacer a la meritocracia, la que yo suscribiría al menos, no iría tanto contra la meritocracia en sí, cuya equiparación con la justicia también sería discutible, sino que estaría dirigida ante todo contra la falsa meritocracia que se presenta como auténtica en el capitalismo real, el cual dista mucho de la utopía liberal. Pues es un hecho que la desigualdad extrema es una realidad, y si ya resulta difícil creer que la riqueza de unos pocos se deba en general a sus méritos, se me antoja del todo impensable que la pobreza de los más desfavorecidos se deba fundamentalmente a que no se esfuerzan lo suficiente.

viernes, 25 de junio de 2021

Existencialismo y meritocracia

 

E

n su célebre ensayo titulado El existencialismo es un humanismo, Jean-Paul Sartre señala que “el hombre es libertad”. Ello es así, nos dice el filósofo existencialista, porque en el ser humano “la existencia precede a la esencia”, lo que viene a significar que el hombre no dispone de una naturaleza que lo defina y, por lo tanto, tiene que definirse a sí mismo, tiene que hacerse a sí mismo. Así, pues, el hombre, primero existe y luego se define, por lo que el ser humano no es otra cosa que proyecto. Cada uno de nosotros debe por lo tanto decidir quién quiere ser, y habrá de construirse a sí mismo, de realizarse como proyecto, a base de elecciones. Es por ello por lo que Sartre concluye que “el hombre está condenado a ser libre”. En efecto, no podemos escapar de nuestra libertad, puesto que, lo queramos o no, tenemos que elegir, y si elegimos no elegir, ello sería ya una elección.

En opinión de Antonio Perdomo Betancor, esta concepción antropológica según la cual lo característico de la condición humana es la libertad vendría a ser incompatible con las tesis que cuestionan la meritocracia, tal como el propio columnista señala en un artículo titulado precisamente “La negación de la meritocracia”, publicado en La Provincia / Diario de Las Palmas el pasado 8 de junio. Perdomo Betancor critica la posición sostenida por el filósofo Michael J. Sandel, quien en su último libro, La tiranía del mérito, afirma que la posición social que ocupa un individuo, incluso en las consideradas sociedades abiertas, no se debe tanto a los méritos individuales sino a su origen social. Y en opinión de Perdomo Betancor, negar la meritocracia supone arrebatarle al ser humano su condición de sujeto moral y reducirlo a mero objeto, desposeído de su naturaleza, sometido a una suerte de “determinismo rígido” incapaz de llevar a cabo ninguna elección.

En alguna otra ocasión he defendido que, tal como señala Sartre, lo característico de la condición humana, más que de la naturaleza humana, es la libertad. Pero ello, contrariamente a lo que piensa Perdomo Betancor, no implica aceptar sin más la defensa de la meritocracia que, en el fondo, no es sino una justificación de las desigualdades sociales y, en última instancia, de los privilegios de las clases más favorecidas, con lo que, en el colmo de la indignidad, se le atribuye a los pobres la responsabilidad de su pobreza. Cuando Sartre afirma que “el hombre está condenado a ser libre”, no se refiere, ni mucho menos, a que la posición social que cada uno ocupe se deba a sus elecciones y, en definitiva, a sus méritos. Sino que alude al hecho universal de que el ser humano, al no disponer de una naturaleza que lo defina, tiene que elegir cómo actuar, tiene que ajustar su comportamiento a la situación. Por lo tanto, lo que se debe a sus propias elecciones es lo que cada individuo es, no el puesto que ocupa en la escala social que, en buena medida, le viene dado.  

miércoles, 23 de junio de 2021

Vergonzosamente ausentes ( y 2)

 

A

ntes de la ley Wert, la Lomce, que pronto será sustituida por la Lomloe, la ley Celaá, la filosofía estaba presente en 4º de ESO, donde se impartía Ética (Educación Ético-Cívica en los últimos años), Filosofía I, en 1º de Bachillerato, y Filosofía II, en realidad Historia de la Filosofía, en 2º de Bachillerato. Además existía la Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos en 2º de la ESO, materia que desapareció con la aplicación de la ley Wert, pero que en Canarias, con buen criterio, se siguió impartiendo en 3º como asignatura de libre configuración autonómica. La filosofía de 1º de Bachillerato se mantuvo como materia común y la Historia de la Filosofía quedó reducida a una optativa en el itinerario de Humanidades y Ciencias Sociales. Las reivindicaciones del gremio filosófico consiguieron que el Congreso de los Diputados acordara por unanimidad establecer un ciclo de tres cursos de presencia de la filosofía, con Ética en 4º de ESO, Filosofía en 1º de Bachillerato e Historia de la Filosofía en 2º de Bachillerato, todas con carácter obligatorio para la totalidad del alumnado en cada curso.

            Como se ve, lo acordado no es sino que la filosofía vuelva a la situación en la que se encontraba antes de la ley Wert. Sin embargo, como ya se ha denunciado en varias ocasiones, el Gobierno no ha cumplido con el compromiso adquirido: la ministra Celaá se ha olvidado de manera vergonzosa del retorno de la Ética a 4º de la ESO. A mi juicio, la Ética, en tanto que reflexión filosófica sobre la moral, para que nadie se confunda, es fundamental en la enseñanza básica, para que todo el alumnado disponga de una mínima formación que le permita reflexionar de forma autónoma sobre qué valores y convicciones morales está dispuesto a asumir. Esto es algo que, en última instancia, le corresponde decidirlo al individuo en el fuero interno de su conciencia, pero el sistema educativo debe proporcionarle las herramientas necesarias (reflexivas, procedimentales, filosóficas), para poder llevar a cabo esa tarea en las mejores condiciones posibles, con la mayor libertad.

         En lo que al Bachillerato se refiere, creo que, una vez más, se está perdiendo una gran oportunidad para actualizar la enseñanza de la filosofía. Y es que, tal como ha estado planteada desde hace décadas, resulta muy complicado mantener una mínima continuidad entre ambos niveles. Además, la materia de 2º queda reducida a un puñado de autores, lo que encorseta la asignatura y limita la autonomía del profesorado, siempre deseable y más si se trata de una disciplina cuyo sentido último no es otro que fomentar el pensamiento crítico. Es por ello que yo propondría, y así lo he venido defendiendo desde hace años en los foros filosóficos en los que alguna vez he participado, quitar la Historia de la Filosofía y trabajar en los dos cursos por bloques temáticos. Muy básicamente, un bloque introductorio y filosofía teórica en 1º, y filosofía práctica en 2º. Ello posibilitaría una mayor flexibilidad a la hora de elegir los autores a partir de los cuales abordar las distintas cuestiones, lo que permitiría, a su vez, la introducción de la filosofía de los siglos XX y XXI y de las filósofas en 2º de Bachillerato y en la EBAU, hoy, ya lo decíamos en nuestra última entrega, vergonzosamente ausentes. 

jueves, 17 de junio de 2021

Vergonzosamente ausentes (1)

E

l pasado viernes, 4 de junio, Celia Torres publicaba un artículo en El Español en el que se interrogaba por los motivos por los que, todavía hoy, las mujeres siguen ausentes del programa de Filosofía en la EBAU. Para responder a esta cuestión la autora del artículo recoge las voces de algunas filósofas españolas, investigadoras, profesoras de Universidad o de Enseñanza Secundaria, algunas de reconocido prestigio, como Concha Roldán o Marina Garcés y otras que, sin ser tan conocidas, están llevando a cabo una importante labor en la tarea de reivindicar la presencia de las mujeres en los espacios académicos en general y en el Bachillerato y la EBAU en particular. De hecho, el motivo del artículo fue la presentación, ese mismo día, de la recogida de firmas para que al menos una filósofa figure entre los contenidos de la EBAU, ahora que hay una nueva ley de Educación en ciernes.

            Entre las distintas declaraciones recogidas, hay una que me ha llamado poderosamente la atención, la de Xuxa Alemany, a quien la autora presenta como “profesora de Filosofía en un centro educativo de la Comunitat Valenciana”, que se queja de la ausencia de filósofas no solo en los temarios de Bachillerato sino incluso en los programas de Filosofía de las universidades. Y es que, según dice Alemany, estudió la carrera hace aproximadamente 20 años en la Universidad de Valencia y nunca oyó hablar de ninguna. Yo estudié la carrera de Filosofía en la Universidad de La Laguna hace unos 30 años y entonces eran frecuentes en distintas materias los nombres de Victoria Camps, Celia Amorós, Adela Cortina, Amelia Valcárcel, Hannah Arendt, Ágnes Heller o Seyla Benhabib, intelectuales de una talla tan incontestable que me resulta incomprensible que en alguna universidad española en la que se estudie Filosofía no se nombraran nunca. Quiero pensar, aunque lo desconozco, que a día de hoy este error ha sido ya corregido.

        Cuestión distinta, a mi juicio, es la presencia de las mujeres en la EBAU. Si nos ceñimos a Canarias, son cinco los autores principales del temario, Platón, Aristóteles, Kant, Marx y Nietzsche, y al menos otros 15, entre los que se encuentran Rosa Luxemburgo y Simone de Beauvoir, los que el alumnado debe preparar en menor profundidad y siempre en relación con los anteriores. En las reuniones de coordinación de la EBAU del profesorado de Filosofía en las Islas, este asunto ha sido tema de debate durante años. Y por más que la ausencia de mujeres entre los autores principales resulte chocante, no es tan fácil de resolver. Pues por importante que sea la aportación de algunas filósofas, ¿alguien cree que deberíamos quitar a Platón o a Aristóteles para incluir a Hipatia o Hiparquia? ¿Sustituir a Kant por alguna de las modernas como Olympe de Gouges o Mary Wollstonecraft? ¿Apartar a Marx o a Nietzsche, del XIX, para dar cabida a Simone de Beauvoir, del XX, como se ha planteado aquí? ¿Seguro que la importancia de Beauvoir es mayor que la de Heidegger, Wittgenstein o Habermas, quienes, por otra parte, también están vergonzosamente ausentes como toda la filosofía del siglo XX? Sin duda, las filósofas deben estar presentes en la EBAU, pero ello debe ir de la mano de una remodelación total de la Filosofía en el Bachillerato, asunto éste del que habré de ocuparme en un próximo artículo. 

viernes, 11 de junio de 2021

Tan real como cualquiera

 

U

na de las virtudes que todo español de bien ha de reconocerle al independentismo catalán es su capacidad para poner de acuerdo a las derechas hispanas (que es donde, como todo el mundo sabe, se ubican ideológicamente los españoles de bien), siempre que las derechas catalanas no se consideren derechas españolas, por paradójico que esto suene. En efecto, ahora que los indultos a los líderes independentistas encarcelados parece que están al caer, el trío de Colón, el trifachito lo llaman algunos, los muy socialcomunistas, vuelve a reunirse en el mismo lugar y con la misma gente, que diría la canción, y hasta con el mismo propósito, añadiría yo, que no es otro que, además de oponerse a los indultos, intentar, por enésima vez, desestabilizar al Gobierno de coalición al que de nuevo volverán a acusar de ser ilegítimo, traidor de lesa patria, que no humanidad, y no sé yo cuántas barbaridades más, de las que, en última instancia, el responsable, además de Pedro Sánchez, seguramente es Pablo Iglesias, por más que este ya no esté en el Gobierno ni ocupe ningún cargo institucional.

Al líder del PP, Pablo Casado, le molesta que la prensa, que por algo la llaman la canalla, haya señalado que su partido vuelva a aparecer al lado de Vox, formación de la que quiso desentenderse en la fallida moción de censura. Casado acusa a los periodistas de confundir el dedo con la Luna, pues, a su juicio, en lugar de centrarse en lo importante, el presunto escándalo de los indultos, ponen el foco en los partidos políticos que acudirán a la manifestación. Estas declaraciones de Casado, como era de prever, no han sentado nada bien en los círculos mediáticos y, una vez más, son muchas las voces que no solo muestran su discrepancia sino que señalan que los líderes políticos no son quienes para criticar a los medios de comunicación. En lo que a mí respecta, no tengo nada que objetar a que los políticos critiquen a la prensa, pues ni los medios de comunicación ni los periodistas están exentos del análisis crítico, ni los políticos, por serlo, deben renegar de su derecho a la libertad de expresión, por más que no pueda compartir la opinión del líder de los populares.

Y es que, por mucho que le pese a Casado, que él haya decidido acudir a una manifestación a la que previamente Vox había confirmado su asistencia no deja de ser un hecho noticioso, así que, a este respecto, los dedos y las lunas no parece que se confundan. Por lo demás, yo diría que Casado hace bien en secundar la convocatoria contra los indultos si esa es su posición independientemente de cuáles sean los partidos con los que tenga que compartir el acto. Lo que ya no me parece tan bien es que diga que los que se oponen a los indultos son la España real, porque tal afirmación resulta excluyente y, por ende, poco democrática. En España hay muchas personas a las que los indultos no les parecen mal y eso nos las hace menos españolas ni mucho menos irreales. Este humilde columnista vocacional y aspirante a filósofo figura entre ellas y mientras Canarias siga formando parte de España, qué le vamos a hacer, seguirá siendo español, lo cual no es más que una cuestión jurídica; y por supuesto, mientras viva, español o no, seguirá siendo tan real como cualquiera. 


jueves, 3 de junio de 2021

Para no ser borregos

H

an pasado dos semanas desde que decayera el estado de alarma y, que se sepa, el apocalipsis aún no ha llegado, para alegría de la ciudadanía y decepción de quienes se apresuraron a afirmar que Pedro Sánchez, siempre tan malévolo, había dejado a los españoles a la intemperie frente al coronavirus. A pesar de que esa misma noche se congregaron en multitud de plazas de España cientos de jóvenes dispuestos a celebrar botella en mano que el estado de alarma había terminado, lo cierto es que la incidencia de la COVID sigue, dos semanas después, bajando. Lo cual es sin duda motivo de alegría pero nos debe llevar a todos a reflexionar y a más de un sesudo analista a hacer un ejercicio, siquiera sea por una vez, de la tan saludable como escasa autocrítica. Y es que tras el linchamiento mediático de los “descerebrados” que salieron a festejar por las plazas de España, la evidencia empírica lo que nos muestra es que los denostados botellones no han hecho que los contagios hayan ido al alza.

            Dicen los expertos que las aglomeraciones constituyen uno de los mayores focos de contagio de la COVID, toda vez que el virus se propaga por el aire. Sin embargo, no conozco ningún estudio que demuestre que haya habido una relación de causa efecto entre la aglomeración de personas en espacios abiertos por el motivo que sea y el incremento de la incidencia de la pandemia. Desde que el SARS-CoV-2 irrumpió en nuestras vidas, son varios los momentos en los que han tenido lugar grandes concentraciones de individuos y se diría que la evolución de la pandemia ha ido al margen de estos hechos, expandiéndose en diferentes olas con distintos momentos de subida y bajada. Desde las manifestaciones organizadas por el movimiento Black Lives Matter en Estados Unidos, hasta las protestas en contra del encarcelamiento del rapero Pablo Hasél en Barcelona, pasando por diversas concentraciones y hasta celebraciones de logros deportivos, son muchos los momentos en los que la gente ha tomado la calle a lo largo de todos estos meses y, que se sepa, ello no ha tenido consecuencias significativas en la expansión del COVID.

        Todo ello me lleva a preguntarme si tantos meses de estado de alarma no habrán sido excesivos, si tanta restricción de las libertades básicas no habrá sido arbitraria. En su célebre ensayo ¿Qué es la Ilustración?, Immanuel Kant criticaba duramente a sus coetáneos por permanecer instalados en la minoría de edad, por no atreverse a pensar por ellos mismos, a tomar sus propias decisiones dejándose guiar por su propia razón. Más de dos siglos después, demandamos del Gobierno que piense por nosotros y hasta le pedimos que restrinja nuestra libertad en una dejación de responsabilidad impropia de una ciudadanía madura, capaz de autogobernarse, de dirigirse a sí misma como exigen los más elementales principios de la democracia. Llevamos muchos meses soportando restricciones de la libertad, toques de queda incluidos, que han supuesto de facto la suspensión de varios derechos fundamentales. Ahora que los estamos recuperando, no es el momento de lamentarse, ni mucho menos de pedir una vuelta a la tutela, sino de ejercer nuestros derechos responsablemente, con prudencia, que diría Aristóteles, pero con libertad, para que la búsqueda de la inmunidad de rebaño no nos termine de convertir en borregos. 

jueves, 20 de mayo de 2021

Si lo progresista es prohibir

L

a primavera es el tiempo en el que la vida se renueva, en el que aparecen las flores que traerán los nuevos frutos. No es de extrañar, pues, que la primavera, que la sangre altera, sea también la estación revolucionaria por antonomasia, con permiso de los nostálgicos de la Unión Soviética, para quienes, sin duda, octubre es un mes mucho más revolucionario que mayo. En rigor, son muchas las revoluciones cuyo inicio no tuvo lugar en los meses primaverales. Sin embargo, en el imaginario colectivo, se diría que la primavera es la estación más revolucionaria, acaso porque la nueva era que toda revolución promete casa mejor con esta época del año, acaso porque fue durante este tiempo de flores cuando, allá por 1871, fraguó la Comuna de París, celebrada, añorada y llorada por todos los libertarios y socialistas autogestionarios que en la historia ha habido. O tal vez sea porque, en nuestra más bien corta memoria, siga pesando aquel Mayo del 68 que habría de traer consigo una transformación cultural nada desdeñable.

    Desde entonces, mayo ha sido el mes revolucionario por excelencia. Ciertamente no fue este un movimiento que desembocara en una revolución social, en una transformación de las estructuras económicas de la sociedad: el cambio se produjo en la cultura, en eso que Marx llamaba la superestructura, pero no fue ni mucho menos un cambio menor. Pese a que se ha tildado a los jóvenes de entonces de simples hedonistas, de pequeños burgueses que solo buscaban pasarlo bien, de consentidos cuya revolución no iba más allá del sexo, droga y rock & roll, lo cierto es que la generación de los 60 transformó la sociedad encorsetada, puritana y rígida de mediados del siglo XX en una sociedad a todas luces más libre, más abierta y tolerante. Y es que el hedonismo de los rebeldes de entonces era también una reivindicación de la libertad individual, del derecho de cada uno a vivir su propia vida como estime oportuno. Por lo demás, el ambiente contestatario no se limitó a la búsqueda del placer, sino que trajo consigo la eclosión de movimientos sociales como el pacifismo, el ecologismo, el feminismo o la lucha contra el racismo.

    Hace 10 años, también en mayo, surgió el movimiento 15-M a raíz de la indignación generada por la crisis de 2008. Los jóvenes, y no tan jóvenes, de hace una década tomaron las plazas reivindicando un futuro. Indignada ante las élites económicas y políticas, ante el hecho inaudito de ser la primera generación que viviría peor que sus padres, la juventud reclamaba justicia social, el fin de la corrupción e, incluso, cambios profundos en el sistema democrático que llevaran a una democracia más plena, más directa y participativa. Hoy asistimos con asombro a la toma de las plazas por jóvenes que, aparentemente, solo buscan diversión, aun a riesgo de su salud y la de sus personas cercanas. Y nos escandalizamos por ello, olvidando que también en Sol, paradigma de plaza tomada por el 15-M, hubo buenas dosis de hedonismo y diversión, como en Mayo del 68, como en cualquier movimiento a favor de una vida mejor. El “prohibido prohibir” sesentayochista lo hemos cambiado por el “prohibido salir” de los guardianes de la salud. Y es que, quién nos lo iba a decir, hoy, en mayo de 2021, lo progresista es prohibir.   

sábado, 15 de mayo de 2021

Los debates robados

T

ras la rotunda victoria de Isabel Díaz Ayuso en las elecciones de la Comunidad Autónoma de Madrid, me viene a la memoria uno de los más vergonzosos episodios protagonizados por su excelsa presidenta, Isabel Díaz Ayuso, quien el pasado mes de septiembre afirmara que “Madrid es España dentro de España”. Entonces, se recordará, se criticó la puesta en escena escogida por la lideresa, con un escenario plagado de banderas españolas,  para anunciar el acuerdo al que había llegado con Pedro Sánchez para coordinar las medidas con las que combatir la pandemia en Madrid. Identificar España con Madrid se consideró, con razón, un ejemplo más del peor centralismo, una apropiación inaceptable del conjunto de España, otra de las excentricidades verbales a las que Ayuso nos tiene acostumbrados. Sin embargo, siete meses después, se diría que tanto los partidos políticos como los medios de comunicación vinieron a darle la razón a Ayuso, a juzgar por el modo en el que se desarrolló la campaña electoral y el tratamiento mediático recibido.

Tanto exceso no podía terminar bien y lo que debía ser la gran fiesta de la democracia se convirtió en un cenagal más bien poco democrático. Sabido es que nuestra democracia, al igual que el resto de las democracias modernas, por muy plena que se considere, tiene bastantes déficits, sobre todo en lo referido a las desigualdades sociales y a la escasa participación de la ciudadanía en los procesos de toma de decisiones públicas, que es lo que, en rigor, constituye, o habría de constituir, el núcleo de un régimen democrático. Que la participación en la vida pública de los ciudadanos se limite a votar periódicamente no dice mucho de nuestro sistema, pero que ya ni siquiera se pueda asistir a la confrontación de ideas por parte de los distintos líderes políticos que participan en una contienda electoral resulta incluso antidemocrático. Si encima ello se debe a una escalada de violencia inadmisible entre quienes aspiran a ser los representantes de la ciudadanía, entonces, además de antidemocrático, deviene esperpéntico.

La escalada de violencia empezó a gestarse cuando la derecha, la ultramontana y la que se suponía más moderada, se negó a aceptar la legitimidad del Gobierno de Pedro Sánchez salido de la moción de censura a Mariano Rajoy, siguió con la acusación de ilegítimo, ¡otra vez!, al Gobierno de coalición del PSOE y Unidas Podemos, por socialcomunista, bolivariano, traidor de España y no sé qué más, y terminó por explotar, como hemos visto, en la campaña electoral madrileña. El “comunismo o libertad” de Ayuso, desde luego, no ayudó, pero la insistencia de Pablo Iglesias en su misión autoimpuesta de salvarnos del fascismo, tampoco. Y es que, seamos serios, ni el Gobierno de coalición es una amenaza para la libertad, no más que cualquier otro gobierno democrático, ni Vox es, en rigor, un partido fascista, por más que su candidata, Rocío Monasterio, con sus maneras monjiles, se negara a tomarse en serio las cartas y las balas. De estas elecciones nos queda la incontestable victoria de Ayuso que ya es el PP dentro del PP; pero también, ¡ay!, las malas mañas de los candidatos que incendiaron la campaña y hasta robaron a la ciudadanía los debates electorales. 

viernes, 23 de abril de 2021

La vida plena

 

A la memoria de mi madre,

Pilar Limiñana

U

na persona relativamente cercana a mí, más en lo laboral que en lo personal, a quien no voy a nombrar por respeto a su privacidad, pero sin duda se reconocerá en estas líneas, me envió una nota de condolencia tras el fallecimiento de mi madre en la que, además de expresarme su apoyo, me decía que esperaba que hubiera tenido una vida plena y feliz. ¿Fue mi madre feliz? ¿Tuvo una vida plena? Más de una vez, estando ella viva, me lo pregunté, y en estos días, ¡ay!, me lo he seguido preguntando sin remedio. Mas si les cuento esto ahora no es porque me haya propuesto hacer pública la intimidad familiar,  sino porque la muerte nos recuerda que estas preguntas que ahora formulo en tercera persona debiéramos hacérnoslas en primera persona del singular cada uno de nosotros de vez en cuando, si no queremos dejarnos arrastrar por la corriente de la vida sino vivirla con autenticidad. Ya lo decía Sócrates, una vida sin ser pensada no merece la pena ser vivida.

            Preguntarnos si somos felices, si estamos viviendo una vida plena, nos lleva a la pregunta general por la felicidad, una cuestión esta que viene ocupando a los filósofos desde los inicios de la filosofía. Y para quien quiera conocer las respuestas que a esta pregunta fundamental ha dado nuestra secular disciplina a lo largo de los siglos, recomiendo la lectura de La búsqueda de la felicidad, de Victoria Camps, una obra a la que a todas luces se le podrá sacar bastante más provecho que a todos esos mal llamados libros de autoayuda que tanto proliferan en el mercado editorial. La búsqueda de la felicidad, desde luego, no nos da una respuesta definitiva, como por otra parte suele ocurrir con las cuestiones de las que se ocupa la filosofía, ni nos exime, por lo tanto, de pensar por nosotros mismos en qué ha de consistir la felicidad, pero nos proporciona un conjunto de valiosas herramientas con las que llevar a cabo nuestra propia investigación sobre este asunto. Y es que, con permiso de Aristóteles, la felicidad se dice de muchas maneras.

            Una de esas maneras es la que aquí, siquiera sea de modo implícito, se está intentando defender al identificar la felicidad con la vida plena, pues, en efecto, la felicidad se puede concebir de múltiples modos que poco tendrían que ver con la vida plena de la que estamos hablando. Y esta vida plena habrá de estar indefectiblemente vinculada a la libertad, ya que cuando nos preguntamos si realmente somos felices, si estamos llevando una vida plena, lo que nos estamos preguntando es si estamos viviendo la vida que queremos vivir. La vida plena, la felicidad, habrá de consistir entonces en el ejercicio de la libertad, en vivir la vida que uno quiere vivir, sea esta la vida que sea. Esto es lo que nos enseña la muerte: ante la certeza de la finitud, tal como señalara Heidegger, se nos abren dos posibilidades: vivir una existencia inauténtica, sometidos al se, a lo que se considera correcto, o vivir una existencia auténtica desde la autodeterminación. Y desde esta perspectiva creo poder afirmar que mi madre, a su manera, fue feliz, tuvo una vida plena, toda vez que, al menos en parte, vivió la vida que quiso vivir.

viernes, 16 de abril de 2021

La Tierra no es plana

 

P

or más que los supersticiosos se empeñen en lo contrario, si un individuo ve un gato negro por la calle antes de entrar en una cafetería y posteriormente el camarero le derrama el café encima, es absurdo atribuir al inocente felino la causa del accidente. En este caso, la sucesión temporal de los dos acontecimientos sería una simple casualidad.  Y es que el hecho de que haya una relación de contigüidad temporal entre dos sucesos no significa necesariamente que el primero sea la causa del segundo. Pretender establecer una relación de causalidad entre dos hechos solo porque uno sucedió a continuación del otro supone incurrir en aquella falacia informal que técnicamente se conoce como post hoc ergo propter hoc. Una falacia en la que es fácil caer cuando a partir de los efectos intentamos encontrar las causas y solo atendemos a lo que sucedió con anterioridad, pues si ciertamente la causa ha de ser anterior al efecto, no basta con ello para que, como decimos, se pueda establecer sin más una relación de causalidad entre dos fenómenos.

            Viene esta aclaración de la falacia de marras a cuento de la polémica que rodea a la vacuna AstraZeneca. Como se sabe, son varias las personas que han sufrido episodios de trombosis, en algunos casos han conllevado la muerte, tras haber recibido la polémica vacuna de Oxford. Tras detectarse estos casos, se dejó de administrar en España hasta que se pronunciara la Agencia Europea del Medicamento (EMA). Ésta concluyó que no se podía confirmar que hubiese una relación de causa efecto entre la vacuna de la discordia y los casos de trombosis, y que, aunque tampoco se podía descartar tal relación, como los beneficios son mayores que los riesgos, debía reanudarse la administración de la vacuna. Casualmente, que no causalmente, me habían citado para vacunarme el 16 de marzo, el mismo día en que se suspendió la campaña. Al reanudarse la vacunación con AstraZeneca comencé a plantearme seriamente, siguiendo el espíritu kantiano de “sapere aude”, si lo más adecuado sería vacunarme en cuanto me volvieran a citar o si lo más prudente sería decir no a la vacuna AstraZeneca.

            El azar quiso, otra vez, que me volvieran a dar cita para vacunarme el pasado miércoles, justo el día en que la EMA debía pronunciarse de nuevo. El martes, tras enterarme de que a juicio del jefe de estrategias de vacunación de la propia EMA ya no se puede seguir sosteniendo que no haya relación de causa efecto entre la vacuna AstraZeneca y los casos de trombosis, llamé para anular la cita. La propia EMA señaló el miércoles que existe ese vínculo, aunque insistió en que los beneficios siguen siendo mayores que los riesgos y que, por lo tanto, no debe restringirse su uso. Sin duda ello es así, y me parecería razonable esta postura si no fuera porque existen otras alternativas, hay otras vacunas. No sé si me volverán a citar, pero, de momento, sin temor a incurrir en la falacia post hoc ergo propter hoc, me alegro de haber rechazado la vacuna de AstraZeneca, y les aseguro que, en general, creo en los beneficios de las vacunas, creo que la pandemia es real y estoy convencido de que la Tierra no es plana.

miércoles, 7 de abril de 2021

El retorno de AstraZeneca

E

n el célebre ensayo titulado ¿Qué es la Ilustración?, el aún más célebre filósofo Inmanuel Kant da un tirón de orejas a sus coetáneos por no tener el coraje de atreverse a pensar por sí mismos. La Ilustración, nos dice el de Königsberg, consiste precisamente en eso, en valerse de la propia razón para tomar las propias decisiones, para desenvolverse uno en la vida sin la necesidad de estar bajo la tutela de un tercero. Sin embargo, según denuncia Kant, la mayoría prefiere no tener que pensar, no tener que decidir, pues le resulta más fácil que sea otro el que tome las decisiones, que sea otro el que piense: “Es tan cómodo ser menor de edad. Basta con tener un libro que supla mi entendimiento, alguien que vele por mi alma y haga las veces de mi conciencia moral, a un médico que me prescriba la dieta, etc., para que yo no tenga que tomarme tales molestias”.

Casi dos siglos y medio después, parece que no hemos progresado demasiado en este aspecto, lo que, entre otras cosas, viene a dejar a las claras que el progreso científico no implica necesariamente el progreso moral. En rigor, ello había sido constatado tras la experiencia del siglo XX, pues la barbarie de los fascismos, de los campos de exterminio, del Gulag o de las dos guerras mundiales nunca hubieran sido posibles sin el avance de la ciencia y de la técnica. Y es que la ciencia, como toda construcción humana, no es independiente del contexto social en el que se desarrolla. De ahí que en la actualidad, en el marco de un capitalismo globalizado, la investigación aplicada haya ido cobrando cada vez más protagonismo en detrimento de la investigación básica. Y si alguna vez la ciencia tuvo su razón de ser en la búsqueda de la verdad por el valor mismo del conocimiento, hoy en día no es que la ciencia haya renunciado a la verdad, pero esta ya no parece tener un valor en sí misma sino en tanto que medio para satisfacer las necesidades humanas y, en última instancia, para generar beneficios económicos.

La ciencia es la responsable de buena parte de los problemas que asuelan a la humanidad y al medio ambiente en general, pues sin el concurso de la ciencia los problemas ecológicos derivados de la acción humana nunca habrían tenido lugar, ni el hombre habría alcanzado jamás tal capacidad para generar dolor, sufrimiento y muerte como la que tiene hoy. Empero, la misma ciencia que genera todos estos problemas es la única que puede ayudarnos a solventarlos. Y es que la ciencia, qué duda cabe, no es solo una industria al servicio de la muerte, está también, por supuesto, al servicio de la vida. De hecho, es gracias a la ciencia que los seres humanos cada vez vivimos más tiempo, con una mayor calidad de vida y con unas comodidades que, sin la ciencia moderna, no podríamos disfrutar. Mas todo ello no debe hacernos olvidar la exigencia de Kant, su exhortación a que el individuo se atreva a pensar por sí mismo, a emanciparse de cualquier suerte de tutela, civil, religiosa, política o científica. Todo lo cual me viene a la mente en estos días en los que la campaña de vacunación con AstraZeneca vuelve a estar en marcha.

                

viernes, 19 de marzo de 2021

Mantener la paz social

 

H

ace ahora casi un año que el movimiento Black Lives Matter resurgió con fuerza en Estados Unidos a raíz del asesinato de George Floyd a manos de la policía. El crimen de marras desencadenó una ola de protestas no solo para denunciar la mencionada actuación policial sino para rechazar el racismo que, todavía hoy, trufa la sociedad estadounidense. El asesinato de Floyd no fue sino el detonante del estallido social contra la discriminación secular de los negros en Estados Unidos. Discriminación que también sufren, en mayor o menor medida, otras minorías étnicas. Las protestas, se recordará, no fueron pacíficas: hubo disturbios y violencia en las calles, pero, así y todo, fueron aplaudidas por las sociedades de los países democráticos. Tan solo Donald Trump, todavía presidente, y sus afines criticaron los disturbios callejeros y fueron vilipendiados por ello, pues ante la violencia descomunal que supone el racismo en general y el asesinato de Floyd en particular, la violencia callejera era, a todas luces, una cuestión menor.

            En el otoño de 2018 emergió en Francia el célebre movimiento de los chalecos amarillos. El detonante del conflicto, entonces, fue la subida del precio del combustible, pero la realidad es que los chalecos amarillos protestaban por las políticas implementadas por Emmanuel Macron que, a su juicio, habían causado la progresiva pérdida de poder adquisitivo de las clases medias y bajas francesas. La violencia captó la atención de los medios de comunicación y de la opinión pública francesa e internacional, pero no solo la practicada por los chalecos amarillos, sino también la ejercida por la policía para reprimir la protesta. En la primavera de 2019, tras el resurgir del movimiento, se abrió un debate en torno a los métodos policiales. Incluso la comisionada de la ONU para los derechos humanos, Michelle Bachelet, instó en una declaración pública a que se investigara el uso excesivo de la fuerza por parte de la policía. Un año después del inicio de las protestas, Macron declaraba que los chalecos amarillos le habían enseñado a escuchar a los ciudadanos.

            En el otoño de 2019 la violencia se adueñó de las calles de Chile. El detonante del estallido social, esta vez, fue la subida del precio del billete de metro. Un año más tarde Chile tenía una nueva Constitución. En estos días, el estallido social ha tenido lugar en España. El encarcelamiento de Pablo Hasél a cuenta de unas canciones ha sido la chispa que ha encendido las llamas de la revuelta. Se protesta en defensa de la libertad de expresión, un derecho fundamental, y la violencia ha vuelto a centrar la atención. A diferencia de lo que ha ocurrido en otros lugares, afortunadamente, aquí no ha habido muertos: el mayor daño personal se lo ha llevado una de las manifestantes, que ha perdido la visión de un ojo. Pero parece haber mayor interés en los contenedores quemados y en los escaparates rotos que en el trasfondo de la protesta. No estaría de más que recordáramos que los jóvenes de hace 10 años, los del 15-M, son la primera generación en la historia de España que vive peor que sus padres y que a los jóvenes actuales se les está robando el futuro. Y así es muy difícil, además de profundamente injusto, mantener la paz social.

sábado, 6 de marzo de 2021

Yo soy Pablo Hasél

 

E

s evidente que en España tenemos un problema con los derechos humanos y, según creo, para darse cuenta de ello, “no se requiere ninguna capacidad de aguda distinción ni cabeza de metafísico”, que diría David Hume. Basta con ver las cifras de pobreza, en la que ya se encuentra casi el 29 por ciento de la población, más del 30 por ciento en el caso de Canarias, para comprobar que nuestra democracia, tan plena, tiene un déficit importante en lo que se refiere al respeto efectivo de los derechos humanos de la segunda generación, los económicos, sociales y culturales, los denominados derechos positivos, que también figuran, con el mismo rango de importancia, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Unos derechos que, siendo derechos humanos, están presentes en la Constitución, pero ni tan siquiera forman parte del capítulo dedicado a los derechos fundamentales, tal es la importancia que nuestro régimen jurídico les otorga.

            El problema de España con los derechos humanos no se agota en la falta de respeto a los derechos positivos, pues también en el ámbito de los derechos civiles y políticos España tiene problemas que resolver, como nos recuerda el Tribunal Europeo de Derechos Humanos con más frecuencia de la que cabría esperar en una democracia que pretende ser de las más avanzadas del mundo. Y es que dejando a un lado la escasa capacidad de autogobierno real de los ciudadanos, esencia de la democracia y problema común a todos los regímenes democráticos realmente existentes, resulta evidente que en España tenemos un problema con la libertad de expresión. No se trata de que este derecho fundamental no esté reconocido, ni mucho menos que se persiga sistemáticamente, como prueba la pluralidad de medios de comunicación y de opiniones diferentes publicadas a diario. Pero desde luego no está suficientemente bien protegido, como también nos recuerdan los casos de los tuiteros, raperos y titiriteros que han visto cercenado su inalienable derecho a la libertad de expresión, condenados en un Estado que se define como social y democrático de derecho y cuya función principal habría de ser, por ello mismo, garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos.

            Mas ocurre que el Estado, por muy social y democrático de derecho que se defina, es siempre, antes que nada, Estado, una institución violenta por definición, ya lo decía Max Weber, que en el mejor de los casos ejerce el poder a través del derecho, un sistema normativo que es siempre coactivo y heterónomo, y con el que, para expresarlo en palabras de Javier Muguerza, “solo nos es dado relacionarnos como el siervo con el señor”. Sin embargo, es obvio que no todas las formas de Estado son iguales, y que mientras más democrático sea un Estado, más respetuoso será con los derechos humanos. De ahí que, pese a todo, merezca la pena seguir luchando por democratizar más el Estado, seguir aspirando a formas cada vez más genuinas de democracia. Y ello pasa por exigir el más profundo respeto a la libertad de expresión de todos: de aquellos que piensan como nosotros, pero, sobre todo, de quienes piensan de un modo distinto, incluso de quienes defienden opiniones que nos puedan parecer repugnantes moral, estética o políticamente. Y es desde esta convicción que hoy afirmo y creo que todos deberíamos afirmar: Yo soy Pablo Hasél.

sábado, 27 de febrero de 2021

Una democracia genuina

 

L

as declaraciones de Pablo Iglesias en torno a la normalidad democrática en España han vuelto a abrir el debate público sobre la democracia, lo cual no ocurría desde la irrupción del 15-M, hace ahora casi 10 años. Ciertamente, no está siendo éste un debate reflexivo, sosegado, como sería deseable, sino que más bien es una discusión en la que se apela más a las emociones que a las razones, como viene siendo habitual en esta era de la postverdad y de crispación política nacional. Se comprende así la ingente cantidad de reacciones que han generado las declaraciones de Iglesias, procedentes tanto desde la clase política como mediática, las cuales más que argumentos en contra de lo planteado por el vicepresidente, que también los ha habido, han consistido en la exasperada exhibición de los sentimientos patrióticos, siempre tan susceptibles de ser ofendidos. Mas a pesar de que la discusión sea más emotiva que racional, hay debate sobre la calidad de nuestra democracia, y ello es siempre una buena noticia para los demócratas.

            La valoración que cada uno haga de la democracia española dependerá de lo que considere que debe ser una democracia genuina, pues ésta constituye el ideal democrático con el que se debe comparar la democracia realmente existente para poderla valorar en su justa medida. En lo que a mí respecta, considero que la democracia es antes que nada una exigencia ética, pues deriva de la obligación moral de respetar los derechos humanos. Y es que, si convenimos en que los derechos humanos son “exigencias morales”, como afirmaba el filósofo Javier Muguerza, entonces la democracia es, como digo, una exigencia ética, pues la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) establece que “toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país” y que “la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público”. La democracia consiste pues en el autogobierno de los ciudadanos, y aunque en la propia DUDH se señala que la participación política se puede llevar a cabo directamente o a través de los representantes libremente elegidos, tengo para mí que una ciudadanía que se autogobierna no puede limitar su participación política a la elección periódica de representantes: una democracia genuina, que no plena, debe ser deliberativa, directa y participativa, y no meramente representativa.

    En tanto que autogobierno de los ciudadanos, la democracia es, en primera instancia, un procedimiento para la toma de decisiones públicas. Mas si la razón de ser de la democracia es el respeto a los derechos humanos, entonces parece claro que las decisiones democráticas no pueden ir nunca en contra de lo establecido por esos derechos, de lo que se desprende que la democracia, además de procedimental, habrá de ser también sustantiva. Procedimental, porque se deben respetar escrupulosamente, desde el punto de vista formal, los procedimientos en los procesos de toma de decisiones públicas, así como los derechos civiles que protegen la libertad de los individuos, lo que en España no siempre se cumple. Y sustantiva, porque en una democracia genuina se debe garantizar la efectiva realización de los derechos económicos, sociales y culturales, los que protegen la igualdad entre los individuos y por ende la libertad de todos y cada uno, lo cual es incompatible con los niveles de pobreza existentes en la, según algunos, plena democracia española. 

viernes, 19 de febrero de 2021

¿Una democracia plena?

 

P

ablo Iglesias lo ha vuelto a hacer. Una vez más ha conseguido soliviantar al patio político y mediático con sus reflexiones sobre la calidad de la democracia española. Y es que, según Iglesias, “en España no hay plena normalidad democrática”. Lo ha dicho en varias ocasiones en los últimos días y, al menos en la primera de ellas, lo afirmó en calidad de vicepresidente del Gobierno, que es lo que no le perdonan los más críticos con las palabras del líder de Podemos. Es así que desde el otro lado del Gobierno, han sido varias las ministras que se han lanzado a discrepar públicamente de la denuncia de Iglesias, insistiendo en que España es una de las pocas democracias plenas que existen en el mundo según la revista The Economist. Tal es la indignación, que hasta la asociación La España que reúne ha presentado un manifiesto, firmado por antiguos dirigentes del PSOE, el PP y Ciudadanos, entre otros, en el que se pide que Pedro Sánchez destituya a Pablo Iglesias.

            A mi juicio, el concepto de democracia plena que emplea The Economist y enarbola la España biempensante no puede ser más desafortunado, pues se diría que cuando una democracia alcanza su plenitud ya no puede seguir avanzando en calidad democrática. Y es que cuando se afirma que España es una democracia plena se está diciendo que es una democracia completa, luego no le falta nada y no puede mejorar. Ello no casa bien con la escala que la propia revista establece, porque España ocupa el puesto 22, lo que significa que hay otras 21 democracias que son más plenas, lo cual es un sinsentido: si son democracias plenas deberían estar todas al mismo nivel o, sencillamente, cambiar el calificativo de plena por otro más preciso. Sea como fuere, que España ocupe el puesto 22 de las democracias mundiales es una buena noticia, pero ello no significa que nuestra democracia no sea manifiestamente mejorable ni que las críticas de Iglesias, que bien pueden entenderse como autocríticas, no sean pertinentes.

            El filósofo español José Luis L. Aranguren distinguió la “democracia establecida”, la democracia realmente existente, de la “democracia como moral”, régimen ideal, siempre por realizar, que constituye el fundamento de la democracia establecida y ha de servir, asimismo, de instancia crítica desde la que vigilar la democracia establecida en aras de su mejora y superación. Y si asumimos la validez de la perspectiva de Aranguren, entonces creo que las críticas de Iglesias a la democracia española no están en absoluto fuera de lugar. Y es que más allá de la anomalía democrática que supone que los líderes independentistas estén en la cárcel o en el exilio, España presenta algunos déficits democráticos insoslayables: los ataques a la libertad de expresión, la quimera de la separación de poderes, la pestilencia de las cloacas del Estado, el trato a los migrantes en Canarias, la desigualdad entre hombres y mujeres son solo algunas muestras de las faltas democráticas de España, amén de los inaceptables niveles de pobreza, una violación de los derechos humanos económicos, sociales y culturales en toda regla, que hacen que la democracia española siga estando muy lejos de su plenitud.

jueves, 11 de febrero de 2021

El derecho a decidir

L

a caída del Muro de Berlín y el desmantelamiento del socialismo real supuso la crisis de los movimientos sociales emancipatorios, al menos de aquellos movimientos más radicales en el sentido de que se oponían a la raíz de la alienación de los individuos, es decir, el sistema capitalista. En ausencia de un movimiento social fuerte que se marcara como objetivo el derrocamiento del capitalismo, la emancipación humana por la vía de la abolición de las clases sociales, han proliferado y cobrado protagonismo otros movimientos sociales que han sido calificados de débiles en el sentido de que, aun promoviendo transformaciones importantes, no se centran en la superación del capitalismo. Entre estos movimientos destacan sobre todo tres, el pacifismo, el ecologismo y el feminismo, por su pervivencia en el tiempo y por su transversalidad nacional e internacional, al menos en lo que a los países democráticos se refiere: estos movimientos están presentes en todas las democracias, también en regímenes no democráticos, y además atraviesan todas las clases sociales.

De los movimientos sociales débiles que hemos mencionado, el pacifismo y el ecologismo estarían más vinculados al paradigma de la supervivencia; el feminismo, en cambio, es el único que seguiría instalado en el paradigma de la emancipación, pues la liberación de las mujeres constituye, como es obvio, su razón de ser. El potencial emancipador del feminismo resulta a todas luces indudable, tanto si atendemos a las conquistas sociales logradas, como a las que aún están por alcanzar. Por lo demás, pese a que, creo que con justicia, lo hayamos caracterizado de movimiento social débil, a nadie se le esconde que el feminismo es un movimiento plural y que en su seno alberga también a corrientes que consideran que la emancipación de las mujeres no está al margen de la lucha de clases y que sin la superación del capitalismo no será posible la liberación femenina, afirmación esta que, evidentemente, no aceptan las militantes del denominado feminismo liberal o, si se me permite, feminismo de derechas. Mas las divergencias en el seno del feminismo no se agotan aquí, acaso ni siquiera sea este, hoy en día, el principal de los desacuerdos, sino que éstos tienen más que ver con la relación del feminismo con el movimiento LGTBIQ y con la prostitución femenina.

Quienes seguimos militando a favor de la autonomía del individuo, se trate de hombres, mujeres o lo que cada quien quiera ser, no podemos sino disentir de aquella corriente del feminismo, por muy hegemónica que sea si es que lo es, empeñada en negar el derecho del individuo a elegir su propia identidad, en comunión con la más rancia de las derechas, como tampoco podemos ver con buenos ojos que se niegue el derecho de cada cual a disponer de su cuerpo como considere oportuno, que es lo que, en última instancia, se ventila en el debate en torno a la prostitución. Se trata de cuestiones que han de resolverse en el seno del propio movimiento feminista, pero que, no lo olvidemos, nos afectan a todos los seres humanos, pues la emancipación de las mujeres es asunto de la humanidad entera, toda vez que cuando se atenta contra la dignidad humana, siquiera sea en un solo individuo, se atenta contra la humanidad. Y ello ocurre siempre que se niega al individuo el derecho a decidir: a decidir quién quiere ser o a decidir qué quiere hacer con su propio cuerpo. 

sábado, 6 de febrero de 2021

Volver la vista atrás

A

 finales de los 80 yo era un estudiante de lo que entonces se llamaban Enseñanzas Medias, el BUP y el COU. Fue un tiempo de eclosión del movimiento estudiantil que emergió sobre todo entre el estudiantado universitario pero que también caló en quienes, como yo, aún estábamos en el instituto. Recuerdo bien aquellas manifestaciones en Tomás Morales, los cortes de tráfico en la Avenida Marítima, las tremendas cargas policiales, las asambleas… Estas llegaron a ser tan tediosas que, en ocasiones, algunos amigos y yo las pasábamos jugando a la baraja. Así éramos, contestatarios, rebeldes, pero, sobre todo, a qué negarlo, hedonistas, aunque para entonces ni tan siquiera sabíamos qué era eso del hedonismo. Manifestaciones, asambleas, debates y algunas lecturas, más bien pocas, eran las actividades en torno a las que giraba nuestra forma de vida entonces. Todo ello bien aderezado de sexo, drogas, alcohol y rock, que juntos constituían el eje transversal, que se dice ahora, de nuestro estar en el mundo.

            No obstante, y contra todo pronóstico, la mayor parte de nosotros salimos adelante. Mas si traigo esto ahora a la memoria y se lo cuento a ustedes, no es porque al cincuentón que hoy soy le haya entrado un ataque de nostalgia de su primera juventud, sino porque en este tiempo de pandemia y de crisis económica y social hay algo de lo que entonces solíamos afirmar que, quién lo iba a decir a estas alturas, se ha cumplido. Los jóvenes de entonces, al menos en mi círculo social, éramos bastante críticos con el turismo, pues aunque fuéramos capaces de reconocer que había traído cierto progreso económico a las Islas, lo veíamos con recelo por el empleo de mala calidad que generaba y por su devastador impacto ecológico. “El día en que los turistas dejen de venir”, decíamos, “los gobernantes, las élites, se darán cuenta de que ni el cemento ni los bloques se pueden comer”. Y ese día, ay, ha llegado.

            Canarias atraviesa una crisis económica y social que deja chica a la de 2008. El problema sanitario que la ha generado es en sí mismo un problema tremendo, aunque, por fortuna, en Canarias la incidencia no es tan alta como en el resto de España. Pero ello no quita para que las restricciones para combatir la expansión del COVID-19 sean cada vez más difíciles de sobrellevar. Para colmo hemos de lidiar con una crisis migratoria que Europa y España se han empeñado en que Canarias afronte sola, convirtiendo a las Islas en una suerte de cárcel para los migrantes. Todo ello hace que el malestar en las Islas no pare de crecer y que el Archipiélago sea un volcán a punto de entrar en erupción. Y sin embargo, la responsabilidad moral sigue siendo un asunto estrictamente individual y cuando todo esto pase, que pasará, cada uno de nosotros habrá de volver la vista atrás y tendrá que recordar, como yo recordaba al comienzo de este artículo, y decirle a sus hijos, a sus amigos, a sus familiares, si en 2021 se posicionó en defensa de los derechos humanos de los migrantes en Canarias o si, por el contrario, se dedicó a acudir a manifestaciones xenófobas y a mandar mensajes a través WhatsApp incitando a la violencia racista. 

jueves, 28 de enero de 2021

Exiliados

 

H

ay que ver el revuelo que se ha armado a cuenta de las declaraciones de Pablo Iglesias en las que el secretario general de Podemos afirmaba que el exilio de Puigdemont es comparable con el que sufrieron los republicanos españoles tras el triunfo del fascismo en la Guerra Civil. En un intento de matizar las declaraciones de Iglesias, la portavoz de Podemos, Isabel Serra, señaló al día siguiente de emitirse la entrevista de la discordia que comparar no es equiparar y que, en cualquier caso, si atendemos a la definición de la Real Academia Española (RAE) del término exiliado, tan exiliado es Puigdemont como lo fueron los republicanos españoles. Mas Serra tuvo escaso éxito en su afán de quitar hierro al asunto, entre otras razones porque el propio Iglesias, en declaraciones posteriores, más bien se ratificó en su posición, lo que nos lleva a pensar, descartando que sea una cuestión de pura cabezonería, aunque el líder de Podemos sea muy “cabezón”, Montero dixit, que la respuesta al entrevistador no fue un desliz, sino un nuevo intento de marcar diferencias frente a su socios en el Gobierno y de erigirse en único interlocutor entre el PSOE y el independentismo catalán.      

La estrategia de Serra, no obstante, merece la pena ser retomada, a su pesar, pues, ciertamente, la RAE puede arrojar alguna luz sobre este asunto. Y si atendemos a la Academia podemos constatar que, en efecto, comparar y equiparar no son sinónimos, pero, la segunda acepción del primer verbo: “Establecer la semejanza de una persona o cosa con otra”, se parece bastante al significado del segundo: “Considerar a alguien o algo igual o equivalente a otra persona o cosa”. De lo que se desprende que Iglesias no considera que el exilio de Puigdemont sea igual que el republicano, pero es, al menos, semejante, lo cual constituye suficiente motivo de indignación no solo para buena parte de la progresía patria, incluida la que se encuentra en el otro lado del Gobierno, sino también para las derechas hispanas, desde las más moderadas hasta la ultramontana de Vox.  Y es que hasta los nostálgicos del franquismo se suman al sentimiento de empatía con los expatriados republicanos con tal de lanzar sus biliosas críticas contra los que gustan de llamar socialcomunistas y sus mefistofélicos aliados independentistas.

Si esta indignación está justificada o no depende, en buena medida, del significado del otro término de la polémica, exiliado, que, de nuevo según la RAE, significa: “Expatriado, generalmente por motivos políticos”. Y es esta condición de exiliado la que los más críticos con Puigdemont, entre los que se encuentra la vicepresidenta primera, Carmen Calvo, no están dispuestos a concederle pues, en su opinión, el líder independentista no es sino un delincuente huido de la justicia. Honestamente, no creo que el sufrimiento de los republicanos en el exilio sea comparable con la situación en la que vive Puigdemont, pero tampoco creo que sea ilegítimo reconocerlo como exiliado. Esto no implica, en ningún caso, que la democracia española sea comparable con el régimen de Franco, ni mucho menos equiparable, pero algún déficit presenta cuando los líderes independentistas que no huyeron están en la cárcel y ha resultado imposible extraditar a aquellos que viven, no de forma clandestina, en distintos países de Europa a los que España, orgullos patrios aparte, no está en disposición de dar lecciones de democracia.