jueves, 28 de abril de 2011

El sujeto frente a la filosofía de la sospecha

M
arx es el primer gran crítico de la modernidad, lo que le ha valido para ser considerado por Paul Ricoeur como uno de los tres grandes maestros de la sospecha, junto a Nietzsche y Freud. En efecto, tal como señala el filósofo francés, estos tres maestros de la sospecha contribuyeron, cada uno a su modo y desde diferentes perspectivas, a poner en tela de juicio la noción de sujeto característica de la filosofía moderna desde que Descartes expresara su celebérrimo cogito ergo sum. En rigor, tal idea había sido ya cuestionada por Hume, quien llevando las tesis empiristas hasta las últimas consecuencias, mostró su escepticismo incluso con respecto a la existencia del yo entendido como sujeto cognoscente. Y aunque de una manera no tan radical, el propio Kant discrepó de la idea cartesiana de sujeto, por más que acabara sustituyendo el yo del cogito por el sujeto trascendental. Tales diferencias en el seno de la modernidad son las que han llevado a Alain Renaut a sostener que la modernidad debe ser entendida en toda su pluralidad y que no se puede concebir la historia de la modernidad de manera lineal, pues en su seno coexisten diversos momentos, todos igualmente modernos, y, sin embargo, dispares entre sí, como el momento racionalista, el momento empirista y el momento criticista[1]. Pero lo que diferencia a los maestros de la sospecha de los anteriores, es que lo que van a poner en tela de juicio es, sobre todo, la idea de autonomía inherente al sujeto, la idea netamente moderna de que el hombre, dotado como está de razón, pueda ser no sólo sujeto de conocimiento, sino dueño de sí mismo, de la naturaleza y de la historia. Marx inicia este desenmascaramiento del sujeto al revelar el peso de las estructuras socioeconómicas y de la historia sobre la conciencia de los individuos, Nietzsche nos muestra cómo las normas y valores morales, lejos de estar racionalmente fundamentadas, se sustentan en realidad en la voluntad de poder y Freud señala cuán lejos está el hombre de ser el dueño de sí mismo, pues la voluntad de los individuos vendría a estar en última instancia determinada por su inconsciente.
La crítica de Marx al ideal moderno de autonomía se deriva de la inversión de la dialéctica de Hegel y de su concepción materialista de la historia. En efecto, el punto de partida en el análisis de la sociedad y de la historia son “los individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de vida, tanto aquellas con que se han encontrado como las engendradas por su propia acción”.[2] Y es que, para Marx, el rasgo distintivo del ser humano no es tanto la conciencia como el trabajo, la producción: “Podemos distinguir al hombre de los animales por la conciencia, por la religión o por lo que se quiera. Pero el hombre mismo se diferencia de los animales a partir del momento en que comienza a producir sus medios de vida, paso éste que se halla condicionado por su organización corporal. Al producir sus medios de vida, el hombre produce indirectamente su vida material”.[3] Esta producción de la vida material es elevada a modo de vida en la concepción marxiana, y ello en el sentido más pleno de la expresión, pues tal modo de vida se revela determinante para la constitución del ser del hombre, ya que, en definitiva, los hombres no son otra cosa que lo que producen. “Tal y como los individuos manifiestan su vida, así son. Lo que son coincide, por consiguiente, con su producción, tanto con lo que producen como con el modo cómo producen. Lo que los individuos son depende, por tanto, de las condiciones materiales de su producción”.[4] Las relaciones entre los individuos, las relaciones sociales, dependen pues del proceso de producción hasta el punto de que la propia organización social y el Estado se erigen sobre la base real de la sociedad, es decir, sobre el modo de producción de los medios materiales de vida y no, como sostiene la concepción idealista de la historia, sobre las ideas, pensamientos o representaciones de sí mismos que tengan los seres humanos. Éstas son siempre producciones de los hombres, mas de “los hombres reales y actuantes, tal y como se hallan condicionados por un determinado desarrollo de sus fuerzas productivas y por el intercambio que a él corresponde, hasta llegar a sus formaciones más amplias. La conciencia no puede ser nunca otra cosa que el ser consciente, y el ser de los hombres es su proceso de vida real […]. También las formaciones nebulosas que se condensan en el cerebro de los hombres son sublimaciones necesarias de su proceso material de vida, proceso empíricamente registrable y sujeto a condiciones materiales. La moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad. No tienen su propia historia ni su propio desarrollo, sino que los hombres que desarrollan su producción material y su intercambio material cambian también, al cambiar esta realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia”.[5]
Puesto que los procesos de producción llevan siempre aparejados formas de cooperación entre los individuos inmersos entre tales procesos, es decir, dado que para cualquier modo de producción existe un modo de relaciones sociales que es a su vez considerado como una fuerza productiva, y puesto que, como acabamos de ver, los cambios en los modos de producción no pueden ser explicados a partir de los cambios ideológicos porque, antes bien, son éstos los que se explican a partir de aquéllos, resta por esclarecer cuál es la razón por la que, en el curso de la historia, los hombres pasan de un modo de producción a otro, con los consiguientes cambios en las formas de organización política y en las percepciones ideológicas que de tal evolución de los modos de producción se derivan. Y esta razón la halla Marx en las contradicciones que se dan entre las relaciones sociales y las fuerzas productivas, contradicciones que tienen su origen en la división del trabajo, la cual, a su vez, es un producto del desarrollo social, del aumento de la producción, del incremento de las necesidades y del crecimiento de la población. Con la división del trabajo aparece la propiedad, que no es sino la forma jurídica de la distribución desigual, tanto cuantitativa como cualitativamente, del trabajo, así como de los bienes producidos, y con ella se genera la gran contradicción entre los intereses individuales y colectivos. Por mor de la división del trabajo, los hombres se ven obligados a realizar un número reducido de actividades que les sirven de medio de vida, pero que no pueden dejar de llevar a cabo ni pueden sustituir por otras. De este modo, los hombres se ven dominados por el producto de su trabajo y tal dominio se halla a la base del poder del Estado que, en el fondo, no es sino el instrumento mediante el cual la clase dominante, en un determinado momento histórico, impone sus intereses como si fueran constitutivos del interés común, aun cuando vayan en contra de los intereses reales individuales y colectivos. “Esta plasmación de las actividades sociales –escriben Marx y Engels-, esta consolidación de nuestros propios productos en un poder material erigido sobre nosotros, sustraído a nuestro control, que levanta una barrera ante nuestra expectativa y destruye nuestros cálculos, es uno de los momentos fundamentales que se destacan en todo el desarrollo histórico anterior, y precisamente por virtud de esta contradicción entre el interés particular y el interés común, cobra el interés común, en cuanto Estado, una forma propia e independiente, separada de los reales intereses particulares y colectivos y, al mismo tiempo, como una comunidad ilusoria, pero siempre sobre la base real de los vínculos existentes, […] y, sobre todo, como más tarde habremos de desarrollar, a base de las clases, ya condicionadas por la división del trabajo, que se forman y diferencian en cada uno de estos conglomerados humanos y entre las cuales hay una que domina sobre todas las demás”.[6] Por todo ello, Marx concluye que todas las luchas supuestamente ideológicas que se puedan producir dentro del Estado son en realidad las formas aparentes de la única y real confrontación que se da en el seno de la sociedad: la lucha de clases. Y que cualquier clase que pretenda hacerse con la hegemonía e imponer su dominio a las demás clases debe conquistar el poder político. En palabras del propio Marx, “todas las luchas que se libran dentro del Estado, la lucha entre la democracia, la aristocracia y la monarquía, la lucha por el derecho de sufragio, etc., no son sino las formas ilusorias bajo las que se ventilan las luchas reales entre las diversas clases […]. Y se desprende, asimismo, que toda clase que aspire a implantar su dominación, aunque ésta, como ocurre en el caso del proletariado, condicione en absoluto la abolición de toda forma de la sociedad anterior y de toda dominación en general, tiene que empezar conquistando el poder político, para poder presentar su interés como el interés general, cosa a que en el primer momento se ve obligada”.[7]   
La lucha de clases es pues el motor de la historia y ésta, a tenor de lo expuesto por Marx, parece evolucionar siguiendo sus propias leyes, al margen de la voluntad de los hombres. Son las condiciones objetivas, las contradicciones en las relaciones sociales de producción, las que generan el paso de un modo de producción a otro y no el mero deseo de los hombres. La posición de Marx parece clara cuando señala que para acabar con la enajenación, para que los individuos puedan echar abajo ese poder social que se les presenta en la forma del Estado, que no sólo es siempre ajeno a ellos sino que incluso dirige su voluntad, es necesario que se den dos requisitos: la existencia de una gran masa desposeída que ha de constituirse en sujeto revolucionario y el desarrollo de las fuerzas de producción. Si no se dan estas dos condiciones, no es posible que se produzca la transformación social, que, como decimos, depende menos de la voluntad de los hombres que del propio curso de la historia. “Para nosotros –escriben Marx y Engels-, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual”.[8]  
Esta concepción de la historia como un proceso universal cuyo curso no responde a la voluntad subjetiva de los hombres, sino a leyes objetivas es afirmada con mayor rotundidad por Engels en el prólogo a la tercera edición alemana de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, donde el amigo y benefactor de Marx atribuye a éste el logro de haber descubierto la ley fundamental que rige el curso de la historia: “Fue precisamente Marx -escribe Engels- el primero que descubrió la gran ley que rige la marcha de la historia, la ley según la cual todas las luchas históricas, ya se desarrollen en el terreno político, en el religioso, en el filosófico o en otro terreno ideológico cualquiera, no son en realidad sino la expresión más o menos clara de luchas entre clases sociales, y que la existencia y, por tanto, también los choques de estas clases están condicionados, a su vez, por el grado de desarrollo de su situación económica, por el modo de su producción y su cambio, condicionado por ésta. Dicha ley, que tiene para la historia la misma importancia que la ley de la transformación de la energía para las ciencias naturales, fue también la que dio aquí la clave para comprender la historia de la segunda República francesa”. El propio Marx se muestra mucho más comedido cuando en la obra de marras, que bien puede ser considerada como la aplicación del materialismo histórico al estudio de un caso concreto, concede a los hombres la facultad para crear su historia, por más que para ello deban soportar el peso de las realizaciones históricas de sus antecesores: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias directamente dadas y heredadas del pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.[9]  Mas por mucho que Marx deje abierta la posibilidad de que los seres humanos sean agentes de la historia, lo cierto es que el abandono de la dialéctica hegeliana, o más exactamente su traslación del plano ideológico al plano de las condiciones materiales, no parece tener vuelta atrás. Y esta encarnación de la dialéctica en el mundo material implica que sean las relaciones de producción las que generen las formas ideológicas y no, como se entendía en la filosofía moderna hasta Hegel, al revés. Las formas del Estado, las construcciones intelectuales, políticas, religiosas, estéticas, en definitiva, las concepciones ideológicas de cualquier índole, ya no pueden ser explicadas como las diferentes fases de la evolución dialéctica del espíritu, sino que encuentran su raíz en las condiciones materiales de existencia, más concretamente, en la contradicción que se da siempre entre las fuerzas de producción y las relaciones de producción. Y esto lo manifiesta Marx con claridad cuando expone sus conclusiones generales tras los años dedicados al estudio de la economía política: “El resultado general al que llegué y que, una vez obtenido, me sirvió de guía para mis estudios, puede formularse brevemente de este modo: en la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; estas relaciones de producción corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real, sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia”.[10] Y son precisamente estas contradicciones en la base material de las sociedades, las que se dan entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, las que originan no sólo toda la superestructura sino también los cambios que hacen que en la historia de la humanidad se puedan distinguir diferentes etapas, las cuales, obviamente, se corresponden con los distintos modos de producción identificados por Marx, aunque más bien habría que decir que cada uno de estos modos de producción constituye una fase de la historia. “Durante el curso de su desarrollo, las fuerzas productoras de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o, lo cual no es más que su expresión jurídica, con las relaciones de propiedad en cuyo interior se habían movido hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas que eran, estas relaciones se convierten en trabas de estas fuerzas. Entonces se abre una era de revolución social. El cambio que se ha producido en la base económica trastorna más o menos lenta o rápidamente toda la colosal superestructura. […] Esbozados a grandes rasgos, los modos de producción asiáticos, antiguos, feudales y burgueses modernos pueden ser designados como otras tantas épocas progresivas de la formación social económica. Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso de producción social, no en el sentido de un antagonismo individual, sino de un antagonismo que nace de las condiciones sociales de existencia de los individuos; las fuerzas productoras que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa crean al mismo tiempo las condiciones materiales para resolver este antagonismo. Con esta formación social termina, pues, la prehistoria de la sociedad humana”.[11] La historia de la humanidad habría de empezar, cómo no, con la instauración del comunismo, que, como ya hemos señalado, nada tiene que ver con el deber ser, sino que es el modo de producción hacia el que avanza la evolución dialéctica y materialista de la historia.
Al entender la conciencia como un producto social, como derivada de la base real de la sociedad; al concebir la historia como regida por una ley fundamental, la lucha de clases, Marx pone en tela de juicio la idea de sujeto propia de la modernidad, pues el propio hombre aparece como un producto de las grandes estructuras sociales y de los procesos históricos. Obviamente, nos servimos ahora de la lectura más antihumanista de Marx, para mostrar su lado más crítico no ya contra el modo de producción capitalista, sino contra el proyecto moderno en general. Pues aunque haya habido otras interpretaciones, acaso más plausibles, que nos presentan a un Marx más comprometido con los ideales del humanismo, lo que nos interesa para el objeto de este trabajo no es cuál de las lecturas de Marx es la correcta, en el sentido de cuál es la más fiel al genuino pensamiento de Marx; lo que nos interesa es destacar que es posible realizar una lectura de Marx en clave determinista. En efecto, esta lectura no sólo es posible sino que de hecho ha sido realizada por el marxismo estructural, con mayor o menor acierto, y además constituye la antesala de la proclamación postestructuralista de la muerte del hombre y de la eclosión del pensamiento postmoderno que a la postre ha devenido pensamiento postmoderno neoliberal. Así como Marx pensaba que las condiciones materiales de existencia de las relaciones sociales propias del comunismo se hallaban ya incubadas en el seno del modo de producción capitalista, podemos nosotros decir que en el interior de su crítica al capitalismo se encuentra el germen que ha hecho posible, a partir de una interpretación determinista de su pensamiento, la erección del neoliberalismo postmoderno como pensamiento único propio de la globalización del siglo XXI.   
Por lo demás, el propio Marx es ciertamente ambiguo con respecto a la cuestión de si el hombre puede ser o no sujeto de la historia, es decir, si podemos entender la historia como un proceso dirigido por los hombres o si, por el contrario, su curso es ajeno a la voluntad humana. En cualquier caso, el debate en torno a cuál es el genuino pensamiento de Marx sólo puede preocupar a quienes pretendan hacer una lectura escolástica de su obra, mas para quienes carezcamos de un interés de este tipo, lo verdaderamente importante del pensamiento de Marx, como de cualquier otro autor, estará constituido por aquellos elementos que consideremos que pueden ser aprovechables para el desarrollo del pensamiento crítico actual. Y en este sentido, para quienes seguimos militando por la causa de la autonomía del sujeto, por la inalienable libertad del individuo, el Marx humanista habrá de parecernos no el más auténtico, pero sí, desde luego, el mejor Marx.  Y este Marx humanista no sólo aparece en los escritos tempranos, pues también en las obras de su madurez podemos rastrear muestras del interés de Marx en el hombre. Porque aunque el padre del socialismo científico se centrara en el análisis de las grandes estructuras sociales, la razón última de su trabajo eran los hombres, los individuos concretos; porque por más que el objeto de estudio de sus investigaciones fueran las clases sociales siempre envueltas en luchas o el curso de la historia, el Leitmotiv de su imponente programa intelectual no era otro que la liberación humana. Es por ello por lo que Marx sigue inmerso en el paradigma de la modernidad, pues éste encuentra su centro precisamente en la idea de la emancipación. Y es que, el objetivo del viejo Marx no era otro que la instauración del comunismo, un modo de producción con el que la humanidad entraría por fin en la historia –hasta entonces había permanecido en la prehistoria-, una vez que hubiese sido abolida toda forma de dominación, erradicada la enajenación y alienación y que, por tanto, los hombres pudieran desarrollar todo su potencial y llegaran al cabo a ser auténticos hombres.
El segundo de los grandes maestros de la sospecha es Nietzsche, el gran martillo de la filosofía tradicional, quien ya desde sus primeras obras dirige su pensamiento hacia la demolición de las bases de la cultura occidental. Al margen de si Nietzsche consigue o no romper con la metafísica tal como ésta había venido desarrollándose desde los tiempos de Sócrates, lo que no ofrece dudas es su pretensión de llevar a cabo esa ruptura radical[12]. La gran crítica nietzscheana arranca con la revisión de la cultura occidental a partir de dos conceptos propios de la estética que impregnan todas las esferas de lo humano: lo apolíneo y lo dionisíaco[13]. El primero, en clara referencia al dios Apolo, alude a la belleza, la claridad, la nitidez, la mesura, el equilibrio, el orden, la medida, lo trascendente, lo eterno, lo inmutable… en definitiva: lo racional; el segundo se refiere al dios Dionisos y, por tanto, nos remite a todo lo contrario, a saber, la oscuridad, el desorden, el desenfreno, la desmesura, lo caótico, lo tenebroso, lo confuso, lo inmanente, lo contingente, lo efímero, lo pasional, lo irracional, lo que no permanece, lo cambiante, lo que fluye… el devenir. Estos dos caracteres opuestos, en continua lucha, se necesitan y estimulan mutuamente y por ello son la esencia de todo arte auténtico y, lo que es más importante, representan las dos tendencias inherentes a los hombres, al sentido trágico de la existencia humana. En opinión de Nietzsche, sólo los hombres que sepan hacer confluir en sus vidas estos dos caracteres podrán alcanzar la plenitud, tal como la alcanzaran los antiguos griegos antes de la inversión llevada a cabo por Sócrates mediante el sometimiento de lo dionisíaco a lo apolíneo. Sócrates es pues para Nietzsche el gran traidor, el artífice de la escisión, el iniciador de la decadencia en la que consiste toda la historia de la cultura occidental, al anteponer lo apolíneo frente a lo dionisíaco, al poner la vida en función de la razón, del logos que desde entonces ha venido sirviendo de fundamento de la voluntad y de la libertad. Sócrates inicia un proceso que consolidará su más conspicuo discípulo, Platón: la percepción metafísica de la realidad según la cual el mundo del devenir, cambiante, no es real, es sólo apariencia, imagen o representación del mundo verdadero, suprasensible, enteramente racional, trascendente, inmutable, eterno. Sobre esta separación entre el mundo verdadero y el de las apariencias, una vez recogida y matizada por la tradición judeocristiana, se levantarán la religión y la moral occidental, pues, en última instancia, tanto una como otra se hallan ancladas en la metafísica y, de hecho, la idea de Dios aparece como la idea suprema del mundo de las ideas, pues en la idea de Dios se concentran las ideas de Verdad, Bien y Belleza. Por ello no es de extrañar que todo el programa destructor de Nietzsche tenga como punto de partida la muerte de Dios.
“Cuando Zarathustra estuvo solo –escribe Nietzsche-, vino a decirle a su corazón: ‘¿Será posible? Ese santo varón, metido ahí en su bosque, ¡no ha oído aún que Dios ha muerto!”.[14] Con esta sentencia Nietzsche realiza un ataque frontal a la religión predominante en Occidente y nos remite al descrédito total en el que ha caído el dios de los cristianos. Pero la muerte de Dios representa mucho más que la inmersión de los hombres en un estado de ateísmo: supone asimismo el ocaso de la metafísica y el fin de una moral que se halla indefectiblemente unida a la distinción entre el mundo aparente y el mundo verdadero, entre el mundo sensible y el suprasensible, pues los valores morales, o bien proceden directamente de Dios, o bien están fundados en la razón, y tanto uno como otra se circunscriben al ámbito de lo inteligible. Y es que Dios es el fundamento y principio del mundo, la razón última en la que se sustenta no sólo la religión, sino también la metafísica y la moral. De ahí que, muerto Dios, no tenga ya ningún sentido seguir distinguiendo entre dos mundos y que los valores morales dejen de tener validez por carecer de fundamento. “Antaño, los crímenes contra Dios eran los máximos crímenes, la blasfemia contra Dios era la máxima blasfemia. Pero Dios ha muerto, y con él han muerto esas blasfemias y han desaparecido esos delitos. Hogaño el crimen más terrible es el crimen contra la tierra; es decir, poner por encima del sentido de la tierra las entrañas de lo incognoscible”.[15] La muerte de Dios abre las puertas al nihilismo, que en su sentido negativo hace referencia al proceso de decadencia en que consiste la historia de la cultura occidental, iniciada por Sócrates, desarrollada por Platón y exaltada por la tradición judeocristiana, una historia que es en sí misma decadente y nihilista por despreciar los valores de la vida, por ir en contra del sentido de la tierra en nombre de unos falsos valores que se fundamentan en un más allá igualmente falso e inexistente. Y una cultura decadente como ésta sólo podía culminar su historia aniquilándose a sí misma; el final de esta historia de la decadencia es la destrucción de todos los valores acaecida tras la muerte de Dios. Pero el nihilismo presenta también un sentido positivo, pues sólo después de la muerte de Dios, únicamente cuando han desaparecido todos los valores negadores del sentido de la tierra, pueden surgir los nuevos valores afirmadores de la vida. La muerte de Dios es la condición de posibilidad de que se produzca esta transvaloración, esta transmutación de los valores, y ése es el sentido positivo del nihilismo.
¿Y quién será aquél capaz de llevar a cabo la transvaloración? No será otro que el superhombre, el único que está en disposición de romper las viejas tablas de valores y crear una nueva tabla de valores, el que está dotado de voluntad de poder, expresión del devenir y el impulso vital, de la actitud activa, creadora y espontánea ante la vida. La noción de superhombre, pues, nada tiene que ver con una concepción biológica, antes bien, se trata de un concepto moral, porque, como acabamos de decir, el superhombre es el que realiza la transmutación de los valores, el que rompe con los viejos valores y se da a sí mismo unos radicalmente nuevos. Pero estos nuevos valores, para cuya creación ha sido necesaria la muerte de Dios, es obvio que ya no podrán encontrar su fundamento en la razón, pues de lo que se trata precisamente es de sustituir la ética del deber ser, que alcanza su máxima expresión en el racionalismo kantiano, por una ética de la voluntad. En este sentido, dice Nietzsche en boca de Zarathustra: “¿Cuál es ese gran dragón a quien el espíritu no quiere seguir llamando señor o Dios? Ese gran dragón no es otro que el ‘tú debes’. Frente al mismo, el espíritu del león dice: yo quiero”.[16] Ahora bien, el superhombre nietzscheano no va a crear los valores de manera arbitraria, pues tendrá a la vida como criterio último para distinguir los valores positivos de los negativos: estos últimos son los propios de la religión y la moral occidental, valores que niegan la vida, que hallan su fundamento en el mundo suprasensible, que han sido creados por los débiles para enmascarar su incapacidad de vivir, valores que, en definitiva, constituyen lo que Nietzsche llama una moral de esclavos. Frente a ésta, se levanta la moral de los señores[17], constituida por valores que afirman la vida, que van en concordancia con el sentido de la tierra y son, pues, los propios del superhombre: “El Superhombre es el sentido de la tierra. Que vuestra voluntad diga: ¡sea el Superhombre el sentido de la tierra!”.[18]
En definitiva, la crítica nietzscheana a la modernidad se halla enmarcada en su ataque a la totalidad de la cultura occidental, pues al arremeter contra la metafísica niega la existencia de ningún otro mundo distinto al mundo sensible, y con ello sucumbe el fundamento tanto de la religión como de la moral. Los valores, por tanto, ya no pueden estar fundamentados en la razón, porque ésta estaba adscrita al ámbito de lo suprasensible, de lo inteligible, de lo que según Nietzsche no es más que pura invención. Invención que además fue hecha precisamente para dar validez a la moral de los débiles, de los resentidos contra la vida, en detrimento de los fuertes, de los que dicen sí a la vida. Y este pensamiento demoledor se condensa en cuatro tesis que son ciertamente esclarecedoras:
Primera tesis. Las razones por las que ‘este’ mundo ha sido calificado de aparente fundamentan, antes bien, su realidad, - otra especie distinta de realidad es absolutamente indemostrable.
Segunda tesis. Los signos distintivos que han sido asignados al ‘ser verdadero’ de las cosas son los signos del no-ser, de la nada, - poniéndolo en contradicción con el mundo real es como se ha construido el ‘mundo verdadero’: un mundo aparente de hecho, en cuanto es meramente una ilusión óptico-moral.
Tercera tesis. Inventar fábulas acerca de ‘otro’ mundo distinto de éste no tiene sentido, presuponiendo que en nosotros no domine un instinto de calumnia, de empequeñecimiento, de recelo frente a la vida: en este último caso tomamos venganza de la vida con la fantasmagoría de ‘otra’ vida distinta de ésta, ‘mejor’ que ésta.
Cuarta tesis. Dividir el mundo en un mundo ‘verdadero’ y en un ‘mundo aparente’, ya sea al modo del cristianismo, ya sea al modo de Kant (en última instancia, un cristiano alevoso), es únicamente una sugestión de la décadence, - un síntoma de vida descendente”.[19]
Por su ataque frontal a la razón y al sujeto es por lo que Nietzsche puede ser considerado como el primer postmoderno. Y es que, sin necesidad de llegar tan lejos, Nietzsche es un claro predecesor de todos esos filósofos que hacen hincapié en la imposibilidad de fundamentar racionalmente la moral, que reivindican una suerte de individualismo no subjetivista y ponen el énfasis en la diferencia y la inconmensurabilidad de los discursos, que apuestan por el relativismo moral frente al universalismo moderno, que entienden que los valores morales sólo pueden fundamentarse en las prácticas sociales, es decir, que son éstas las que les proporcionan su legitimidad y validez. Nietzsche es pues el antecesor –si es que no el primero- de esos filósofos que consideran la modernidad un proyecto caduco y afirman que estamos inmersos en una nueva era: la postmodernidad.
Y, sin embargo, es precisamente otro de los inspiradores de los filósofos postmodernos quien acusa a Nietzsche de permanecer anclado a la metafísica de la subjetividad, por más que éste quisiera romper radicalmente con ella. En efecto, el último Heidegger señala que Nietzsche no consigue escapar al subjetivismo moderno por seguir manteniendo una actitud axiológica, por seguir instalado en el pensar valorativo, lo cual le impide superar el nihilismo. En opinión de Heidegger, la filosofía de Nietzsche, lejos de ser el detonante del fin del subjetivismo moderno, representa su consumación, pues al entender al hombre como voluntad de poder se pone el énfasis en la capacidad creadora del ser humano y se incurre en el mismo error en el que ha venido cayendo toda la filosofía occidental desde Sócrates: el olvido del ser.  La superación del nihilismo, a juicio de Heidegger, requiere abandonar la valoración, pues el valor supone la degradación del ser: “El ser se ha convertido en valor. La estabilidad de la permanencia de las existencias es una condición necesaria, planteada por la propia voluntad de poder, del aseguramiento de sí misma. Ahora bien, ¿puede estimarse más al ser que de este modo, elevándolo expresamente a valor? Lo que pasa es, que desde el momento en que el ser recibe la dignidad de valor, se le ha rebajado al nivel de una condición planteada por la propia voluntad de poder. Previo a esto, en la medida en que es estimado y dignificado en general, se le ha arrebatado al propio ser la dignidad de su esencia. Si el ser de lo ente recibe el sello del valor y si, con ello, su esencia queda sellada, entonces, dentro de esta metafísica, o lo que es lo mismo, dentro de la verdad de lo ente como tal durante esta época, se ha borrado todo camino hacia la experiencia del propio ser. […] Pero no hay que olvidar que Nietzsche concibe la metafísica de la voluntad de poder precisamente como superación del nihilismo. En verdad, mientras el nihilismo sólo sea entendido como la desvalorización de los valores supremos y la voluntad de poder como el principio de la transvaloración de todos los valores a partir de una nueva instauración de valores supremos, la metafísica de la voluntad de poder será una superación del nihilismo. Pero en esta superación del nihilismo queda elevado a principio el pensamiento según valores.
Pero si, con todo, el valor no le permite al ser que sea el ser que es en cuanto ser mismo, esta supuesta superación será, ante todo, la consumación del nihilismo. […] Pero si, pensando en relación con el propio ser, el pensamiento que piensa todo según valores es nihilismo, entonces hasta la experiencia de Nietzsche del nihilismo –la de que se trata de la desvalorización de los valores supremos- es nihilista”.[20]
Heidegger se halla bien lejos de pretender la reivindicación del sujeto, mas la interpretación heideggeriana del nihilismo nietzscheano nos revela cuán difícil ha de resultar la liquidación del sujeto, tantas veces aclamada por los adalides de la postmodernidad. Y es que, siguiendo a Heidegger, lo característico de la modernidad es precisamente que el hombre se pone a sí mismo en el centro y actúa sobre lo ente siempre desde un sistema de valores que es subjetivo. Lo mismo da, para Heidegger, que esos valores se pretendan fundamentados –ya sea en Dios, la tradición o la razón- o se entiendan como provenientes del propio y simple querer, de la voluntad sin más. Pero independientemente de si Nietzsche consigue o no escapar a la metafísica de la subjetividad, lo que nos interesa ahora es indagar sobre las consecuencias que extrae Nietzsche de la muerte de Dios, del ocaso de la metafísica. Pues aunque ciertamente Kant entendiera la razón como perteneciente al ámbito del mundo inteligible, tengo para mí que asumir la muerte de Dios no nos obliga a arrumbar a la razón. Y es que siempre podríamos preguntarnos por qué asumimos unos valores y no otros, a lo que sólo cabría dar razones como respuesta. Incluso en el caso de Nietzsche, donde la afirmación de la vida aparece como el criterio para distinguir los valores positivos de los negativos, cabría preguntarse por la validez de tal criterio, es decir, podríamos preguntarnos por qué razón o razones habríamos de asumir tal criterio como pertinente a la hora de establecer nuestra tabla de valores. Por lo demás, parece obvio que Nietzsche no consigue, a su pesar, situarse más allá del bien y del mal, sino que sólo acierta a condenar la caracterización hecha por la cultura occidental sobre lo bueno y lo malo y la sustituye por otra, la que, como ya hemos dicho, tiene a la vida como criterio para distinguir lo bueno de lo malo. En este sentido, no parece tampoco nada claro que Nietzsche consiga sustituir el deber por el querer, ya que, en última instancia, concibe la afirmación de la vida como un deber y es tal concepción la que se halla a la base de su condena a los valores de los que él llama resentidos contra la vida. Además, sublimar una voluntad totalmente apartada de la razón no parece que tenga mucho sentido, pues el verdadero querer no puede ser el de las inclinaciones inmediatas, sino que es, antes bien, un querer racional, un querer que sin estar determinado por la razón a la manera kantiana, está sin embargo basado en razones.[21]     
 Si Marx había cuestionado la idea moderna de sujeto al poner el acento en las grandes estructuras sociales, al identificar a la lucha de clases con el motor de la historia y, en definitiva, al señalar que son las condiciones materiales de existencia las que determinan la conciencia, las implicaciones de la concepción de Freud de la estructura de la mente sobre la metafísica de la subjetividad son aún más radicales. En efecto, tanto su temprana división de la mente en el consciente y el subconsciente, área ésta en donde se integran el preconsciente y el inconsciente, como su posterior estructuración en el yo, el ello y el súper-yo, nos alejan de la idea del hombre como un sujeto autónomo que dirige libremente su voluntad.
En la terminología freudiana, el consciente hace referencia a aquella zona de la mente mediante la cual el individuo aprehende la realidad, tanto la exterior a él como la interior. El consciente, pues, es el lugar donde se ubica la concepción del mundo y la idea de sí mismo que tiene el sujeto y es, por tanto, el que le proporciona al hombre una idea clara de su posición en el mundo, así como una identidad durante toda su historia vital. El subconsciente, como hemos dicho, abarca tanto al preconsciente como al inconsciente. El primero se sitúa entre el inconsciente y el consciente y es el espacio en el que se encuentran aquellos recuerdos que el individuo no tiene presentes en la consciencia, pero que en cualquier momento puede llevar al consciente si así lo desea, es decir, que puede tener conciencia de ellos siempre que quiera. El segundo, el más importante para el asunto que nos ocupa, es el lugar donde quedan registrados un montón de recuerdos que el individuo es incapaz de elevar a la consciencia. Allí habitan los deseos reprimidos, todo lo instintivo del ser humano, que se rige por el principio del placer que muchas veces está en contradicción con el principio de realidad. El inconsciente es ilógico, pues es ajeno al principio de no contradicción; atemporal, el tiempo no rige para él; incapaz de realizar abstracciones, siempre apunta a lo concreto; primitivo y ancestral, pues para él no existe el término medio y los sentimientos que le provocan otros seres son siempre radicales; y mágico, en el sentido de que constituye en su seno unidades cerradas uniendo elementos que o bien guardan algún parecido, o bien han estado en contacto. Todo este mundo escondido, que subyace a la consciencia del individuo, influye de manera decisiva en su vida, pues presiona sobre el consciente y emerge al exterior a través de las decisiones que el sujeto cree tomar libre y conscientemente y que, en última instancia, vienen determinadas por el inconsciente. Así, pues, la existencia del inconsciente cuestiona radicalmente la idea moderna de un sujeto autónomo y convierte a la autoconciencia en un fenómeno engañoso. Y tal sujeto, despojado de su autoconciencia y de su autonomía, desposeído de su propia voluntad y dominado por sus impulsos irracionales, aparece incapaz de ser dueño de sí mismo, no digamos ya de la naturaleza y de la historia.[22]
La segunda caracterización de la mente humana ofrecida por Freud, la que divide a ésta en el yo, el ello y el súper-yo, no es menos demoledora con respecto a la noción de sujeto que la que acabamos de abordar. Aquí es el ello el que comprende todo lo desconocido de la psique, la parte instintiva del ser humano. Al igual que el inconsciente, el ello es primitivo, ilógico, amoral, atemporal, se rige por el principio del placer y está siempre presente en la vida del individuo pese a que éste no sea consciente de tal presencia. Sin embargo, aunque es obvio que el ello está estrechamente relacionado con el inconsciente, no llega a identificarse con él, pues éste también abarca algunas partes del súper-yo, e incluso del yo. Del ello emana el yo, el cual está situado en una esfera superior. El yo surge a raíz del contacto del ello con el mundo social, de las exigencias de la vida cotidiana en sociedad. Puesto que la función principal del yo es asegurar la propia conservación, éste se rige por el principio de realidad, es decir, vigila que las acciones del sujeto no pongan en peligro su supervivencia. De ahí que sea el encargado de controlar al ello, de frenarlo cuando sus impulsos, siempre regidos por el principio del placer, puedan ir contra la vida del individuo. El yo, por tanto, ha de tomar conciencia de la realidad para poder ejercer este papel de censor de los deseos contraproducentes del ello, rol que motivará el surgimiento de la esfera superior de la mente: el súper-yo. El súper-yo, por tanto, tiene su origen en el yo y se constituye en el proceso de socialización consistente en la asimilación de los valores y de la cultura. Aunque es ilógico, el súper-yo es moral, se rige por el principio del bien, presiona al yo para que éste ejerza la represión y la censura y genera los sentimientos de culpa y la autocrítica. En el súper-yo es, pues, donde se halla ubicada la conciencia moral así como el ideal del yo, que es la imagen que el individuo tiene de sí mismo.
La concepción del hombre que mantiene Freud es la de un ser en continua tensión puesto que el hombre no es sino el resultado del conflicto constante entre las pulsiones biológicas, instintivas, y la cultura, que es siempre represiva. Y tiene que serlo por fuerza porque la naturaleza instintiva de los seres humanos trasciende el mero principio del placer y se halla atravesada por el principio de agresión. La agresión, la propensión a la destrucción, se encuentra fuertemente anclada a lo más primitivo de lo humano, está enraizada en el ello y el inconsciente de cada individuo de la especie. El súper-yo es el encargado de reprimir este impulso de agresión a través de la cultura y sobre todo de la moral. De este modo, Freud entiende que toda la energía que el individuo debería dirigir hacia el exterior mediante la agresión es interiorizada, es canalizada hacia dentro del propio ser. Y todo ello le genera un enorme dolor y una gran infelicidad que es contra lo que, desde la perspectiva hedonista de Freud, trata el ser humano de luchar. La victoria de la cultura y la moral sobre los impulsos instintivos, del súper-yo sobre el ello, absolutamente necesaria para la supervivencia, sólo se consigue al precio de renunciar a la felicidad. Y en el camino, obviamente, se ha quedado también la libertad, pues la cultura es, por definición, represiva.
Con esto Freud despide definitivamente al ideal moderno de sujeto fuera de la realidad humana. Las aspiraciones modernas a la autonomía, al dominio de los hombres de sí mismos y de la naturaleza, a la emancipación por la vía de la ilustración, de la cultura, aparecen como meras ilusiones imposibles de seguir manteniéndose tras el demoledor análisis freudiano. Y si ni tan siquiera la felicidad le es dado al hombre alcanzar, cuánto menos lo será la libertad. Mas, con todo, cabe todavía preguntarse si este pesimismo al que nos aboca el pensamiento de Freud es inevitable. Porque, de entrada, no está en absoluto claro que la felicidad consista en dejarse llevar por las pasiones, por nuestro querer instintivo. Y ello aun identificando la felicidad con el mero placer corporal, pues incluso éste está íntimamente ligado a la cultura, como lo muestra, por citar un ejemplo, el hecho de que el gusto pueda ser educado y que varíe de un contexto sociocultural a otro. Además, también es harto dudoso que los simples placeres del cuerpo, que la satisfacción de nuestras apetencias inmediatas, nos proporcionen por sí solos la ansiada felicidad. Pues si el goce sensorial es sin duda condición necesaria para alcanzar el fin de la felicidad, no es condición suficiente. Antes bien, la felicidad parece necesariamente conectada con la idea de plenitud, de vida plena, de autorrealización, y tal idea, obviamente, está íntimamente ligada con la idea de libertad, pues ningún proyecto vital puede ser pleno en ausencia de libertad. Desde la perspectiva de Freud, en la que la libertad se identifica con la satisfacción del querer inmediato, ni siquiera después de mostrar los vínculos entre la felicidad y la libertad, podrían los hombres ser felices. Pero nuestro concepto de libertad dista mucho del mantenido por Freud, porque, como acertadamente ha mostrado Tugendhat, la verdadera libertad no puede consistir en dejarse llevar por nuestras inclinaciones, por nuestras apetencias espontáneas. Es necesario distinguir entre el querer inmediato, el de las inclinaciones, y el querer auténtico, el propio de la libertad, que es un querer racional, es decir, un querer que se apoya en razones, si bien no está absolutamente determinado por la razón. En efecto, para el esclarecimiento de su propia voluntad, el individuo debe llevar a cabo un proceso de deliberación a través del cual busca razones que justifiquen sus tomas de posición, sus decisiones, mas en ese proceso llega un momento, en el punto más alto de la cadena argumentativa, en que las razones se agotan, donde ya sólo se puede apelar a la voluntad. Por ello decimos que en la libertad confluyen el momento volitivo y el momento racional, ambos necesarios para poder afirmar que las decisiones del sujeto son realmente sus decisiones, pues en ausencia de la razón, las decisiones se tornan arbitrarias y, en rigor, no pertenecen al individuo que las toma porque no las puede justificar ante sí mismo, pero si fueran absolutamente racionales, tampoco tales decisiones serían stricto sensu  suyas, porque estarían predeterminadas por la razón.
Desde esta perspectiva, el hombre, lejos de estar incapacitado para ser libre, estaría más bien “condenado a la libertad”, por decirlo en palabras sartreanas, precisamente por tener que estar continuamente tomando decisiones, a falta de un patrón predeterminado que guíe su conducta. Y esta libertad inherente al ser humano es la que le proporciona al hombre su dimensión moral. Como afirmara Aranguren, el hombre es un ser constitutivamente moral y ello precisamente por estar dotado de libertad. La moral, por tanto, ya no es intrínsecamente represiva sino que aparece indefectiblemente ligada a la libertad humana. Por más que las normas y valores morales procedan siempre del exterior y hayan sido forjados en el marco de un contexto sociocultural e histórico concreto, tales normas y valores sólo tienen validez para el individuo si éste los asume como propios, para lo cual presumimos que habrá de tener buenas razones. Así las cosas, la conciencia moral es más una instancia liberadora que represora, pues se reserva para sí el papel de juez supremo en materia de moral, y le permite al individuo disentir frente a aquellas normas que, incluso viniendo social y aun jurídicamente impuestas, carezcan ante ella de legitimidad. Y es que se podrá obligar a un individuo a actuar de una u otra manera, pero lo que es imposible hacer es obligarle a considerar dicha acción como correcta si así no lo estima, pues tal consideración sólo puede llevarla a cabo cada uno en el irreductible fuero de su conciencia.  

 







[1] Cfr. A. Renaut, La era del individuo, Barcelona, Destino,  1993.
[2] K. Marx y F. Engels, La ideología alemana, Montevideo, Pueblos Unidos, 1975, p. 19.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd., pp. 19 y s.
[5] Ibíd., p. 26.
[6] Ibíd., pp. 34 y s.
[7] Ibíd., p. 35.
[8] Ibíd., p. 37.
[9] K. Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Madrid, Sarpe, 1985.
[10] K. Marx, Contribución a la crítica de la economía política, Madrid, Alberto Corazón, 1976, p. 37.
[11] Ibíd., pp. 37 y s.
[12] Heidegger sostiene que a pesar del gran esfuerzo llevado a cabo por Nietzsche al objeto de romper con la filosofía occidental, éste se mantiene aún atrapado en la metafísica de la subjetividad, pues no consigue desembarazarse de la actitud propia del sujeto, a saber, la propensión a valorar, a pensar desde valores. (Cfr. M. Heidegger, Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1998).
[13] Cfr. F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 2005.
[14] F. Nietzsche, Así habló Zarathustra, Barcelona, Planeta-De Agostini, 1992, p. 26.
[15] Ibíd., p. 27.
[16] Ibíd., p. 42.
[17] Cfr. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid, Tecnos, 2003.
[18] F. Nietzsche, Así habló Zarathustra,  p. 27.
[19] F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, 2002, p. 56.
[20] M. Heidegger, ob. cit., pp. 233 y s.
[21] Cfr. E. Tugendhat, Autoconciencia y autodeterminación. Una interpretación lingüístico analítica, Madrid-México, FCE, 1993, p. 48.
[22] Cfr. Juan G. Morán, “Retorno al sujeto”, en Fernando Quedada (Ed), La filosofía política en perspectiva, Barcelona, Anthropos, 1998, p. 21.

miércoles, 27 de abril de 2011

No a la guerra, de nuevo

L
a ministra de Defensa, Carme Chacón, consiguió la semana pasada que el Congreso aprobara su iniciativa para prolongar la misión española en Libia durante dos meses, con el apoyo de todos los diputados que integran la Comisión de Defensa, salvo la honrosa excepción de Gaspar Llamazares, de Izquierda Unida. La prórroga fue aprobada unos días después de que el todavía ZuperPresidente anunciara, con el bombo, el platillo y la polémica que suelen acompañar a ZP cada vez que se pone a lanzar titulares,  que China ayudará a España a salir de la crisis invirtiendo en las cajas de ahorros y comprando deuda pública española. Todo lo cual estaría muy bien -o no, pero eso es otra cuestión-, si no fuera porque el gigante asiático no es precisamente el paradigma del respeto a los derechos humanos: aún queda en nuestra memoria la silla vacía de Liu Xiaobo, disidente chino y defensor de los derechos humanos, en la ceremonia donde había de entregársele el premio Nobel de la Paz.
            Mas a pesar de que ZP fuera a China a pedir dinero y no a defender la Alianza de las Civilizaciones ni los derechos fundamentales, lo cierto es que hizo una mención a este asunto en el foro económico de Boao, aunque fue más bien tímida, en plan que no se diga que estuve en China y ni siquiera nombré los derechos humanos. Y es que la defensa contundente de la dignidad la deja el gobierno soecialista, de momento, para el malo de Gadafi, que por tirano, por no respetar los derechos fundamentales de los libios, que deben de ser más humanos que los chinos, y por bombardear a los civiles, ha obligado a las potencias occidentales y a Catar, modelo de la democracia en Oriente Próximo, a proteger a los civiles rebeldes mediante una guerra -perdón, operación militar con bombas-, ahora bajo el mando de la otrora terrible OTAN, cuya finalidad todavía no está del todo clara, por más que la ministra insista en que se están alcanzando los objetivos. ¿Cómo se puede saber si se alcanzan o no los objetivos de esta guerra si no se sabe cuáles son?
            La guerra de Libia se ha estancado, como era de prever, y cada día que pasa es más urgente que pare la barbarie, pero por alguna razón que no alcanzo a comprender los pacifistas del mundo no salen a la calle a exigir la paz con la vehemencia con la que salimos contra la guerra de Irak y el grito de No a la guerra apenas se escucha. Para colmo, las revueltas en el mundo árabe no cesan, cosa que todos los demócratas aplaudimos, pero tiranos amigos como Bachar Al Asad se resisten a marcharse y no dudan en emplear al ejército contra su pueblo. ¿Qué hará Occidente ahora? ¿Iniciará otra guerra en Siria para defender los derechos humanos? ¿Y en Yemen? ¿Y en Bahréin? ¿Por qué no contra Estados Unidos, habida cuenta de la violación sistemática de los derechos humanos perpetrada en Guantánamo?

viernes, 22 de abril de 2011

De crisis y cajas de ahorros

L
a semana pasada el todavía ZuperPresidente estuvo de gira por China, pero no crean que viajó a Oriente a defender la Alianza de las civilizaciones, ni mucho menos a reclamar a los dirigentes del gran gigante asiático el respeto debido a los derechos humanos de los chinos, por más que hiciera una tímida mención a ello en el foro económico de Boao. ZP fue a China a recabar fondos que ayuden a España a salir de la crisis y parece ser que lo consiguió, lo cual habría sido un rotundo éxito si no fuera porque la afición del ZuperPresidente a lanzar grandes titulares le volvió a jugar una mala pasada. Y es que tras anunciar a bombo y platillo que China invertiría 9000 millones de euros en las cajas de ahorros españolas, tuvo que rectificar porque desde el propio gobierno del país asiático se insistió en que en ningún momento de la reunión mantenida con ZP se dio cifra alguna.
            ZP rectificó sólo en lo que se refiere a los números, porque siguió insistiendo en que China se había comprometido a invertir en deuda pública española y en la reestructuración de las cajas de ahorros. Y en éstas estábamos, esperando al Mr. Marshall oriental para saber cuántas perras traía consigo, cuando llegó el Financial Times y publicó, el pasado miércoles, que China no haría efectiva la anunciada inversión. Menos mal que el ministro de Asuntos Exteriores chino, Hong Lei, señaló ayer que lo publicado por el periódico británico carece de fundamento y que China siempre cumple sus compromisos. Hasta dónde, medido en plata, llega el compromiso de China con España y las cajas de ahorros es algo que, de momento, seguimos sin saber.
            Y hablando de cajas de ahorros, el que también ha estado de gira, aunque más modesta que la de ZP, es Rodrigo Rato, quien se halla al frente de Bankia, ya saben, la nueva entidad bancaria de la que la Caja de Ahorros de Canarias forma parte aunque no pinte nada, y fuera ministro de Economía en la era Aznar, director del Fondo Monetario Internacional (FMI) y presidente de Caja Madrid. Rodrigo Rato goza de gran prestigio en el universo de los economistas, esa suerte de ideólogos del neoliberalismo disfrazados de científicos, y cuenta entre sus méritos el haber sido el artífice del milagro económico español de los 90, el mismo milagro que sustentó el crecimiento en el ladrillo y ha traído como consecuencia que España tenga una economía débil y que, por ello, entre otras cosas, le esté costando salir de la crisis mucho más que a sus socios europeos. Asimismo fue el que en 2007, cuando aún se hallaba al frente del FMI, no supo ver venir la crisis que estalló en 2008 y en la que aún estamos inmersos. Ahora, con la genialidad que le caracteriza, ha venido a Canarias a decir que la crisis ya pasó, que la economía mundial crece y que, en suma, la situación española se puede convertir en crónica si no se toman medidas.  Y aunque no aclaró qué medidas son ésas, suponemos que se refiere a las de siempre, es decir, las encaminadas a seguir desmantelando el ya maltrecho Estado de bienestar, a recortar los derechos sociales y a enriquecer, aún más, a los que nos metieron en esta crisis que, según él, ya ha pasado.


viernes, 8 de abril de 2011

El relevo de ZP

E
l pasado fin de semana nos enteramos de que el ZuperPresidente no será el candidato del PSOE en las elecciones generales de 2012, para alegría de unos, desgracia de otros e indiferencia de la mayoría. Los soecialistas están contentos porque, a poco más de un mes de las elecciones municipales y autonómicas, piensan que les beneficia que ZP haya anunciado, por fin, su renuncia a renovar en el cargo; los impopulares, en cambio, se frotan las manos porque consideran que la renuncia de Zapatero bien puede interpretarse como el reconocimiento de su fracaso al frente del Gobierno, aunque por otra parte les molesta haberse quedado sin el que hasta ahora ha constituido el blanco de sus ataques; y al común de los ciudadanos, sencillamente, nos da lo mismo. Y me permito generalizar porque tengo para mí que a la ciudadanía en general le importa poco quién encabece las listas electorales de los partidos, habida cuenta de los índices de participación electoral y del descrédito que, según las encuestas, tiene la clase política ante los ciudadanos. Se lo han ganado a pulso, la verdad.
            Supongo que el descrédito tiene que ver sobre todo con los casos de corrupción que afectan a todos los partidos, sirvan los soecialistas de Andalucía y los impopulares de Valencia de ejemplo de lo que digo, pero también con la desfachatez con la que los políticos despilfarran el dinero público y el tren de vida que llevan en los tiempos que corren. Y es que cuesta entender, para poner otro ejemplo, que un eurodiputado gane unos 8000 euros al mes y que entre dietas y complementos llegue a los 13000, según la Cadena Ser, cuando España padece una tasa de paro que en 2010 superó el 20 por ciento y en 2011 no bajará del 19 por ciento. Y eso por no hablar de nuestras ultraperiféricas islas, donde los casos de corrupción se multiplican casi tan rápido como los parados, que ya representan el 30 por ciento de la población activa, y donde buena parte de los trabajadores que aún no han perdido su empleo son mileuristas.
            Mas la indiferencia con la que muchos ciudadanos nos tomamos el relevo de ZP tiene tanto que ver con el descrédito de la clase política como con la falta de legitimidad de nuestra democracia. Pues cuando el Gobierno toma medidas que van en contra de la voluntad popular, cuando con el pretexto de paliar la crisis asistimos al progresivo deterioro de los derechos sociales, y cuando, encima, se nos dice que todo ello es necesario para satisfacer a los mercados y que, en definitiva, se trata de medidas que nos vienen impuestas por no se sabe muy bien quién, uno no puede sino preguntarse qué clase de democracia es ésta en la que la política está al servicio del capital y los ciudadanos no nos podemos dar a nosotros mismos las leyes que luego tenemos que cumplir, porque éstas las redactan los consejos de administración de las grandes empresas.