miércoles, 7 de diciembre de 2011

La legitimidad de las urnas

L
as recientes elecciones han servido para que la derecha oficial, la oficiosa ha venido gobernando durante los últimos ocho años, haya vuelto a recuperar el poder. Pero las elecciones han servido también para poner de manifiesto, una vez más, la crisis de legitimidad de la que adolece nuestro (nuestro de ellos, claro) sistema democrático. Y es que, por más que los representantes electos apelen a la legitimidad de las urnas, hay cuestiones que no se pueden conciliar con los más elementales principios democráticos. Es así que uno no alcanza a comprender cómo es posible que el Partido Popular, con menos de la mitad de los votos, disponga de bastantes más de la mitad de los escaños en el Congreso de los Diputados. Como tampoco resulta fácil explicar que el partido de marras haya pasado de ser la segunda fuerza política a ostentar una abrumadora mayoría absoluta cuando, en realidad, ha obtenido medio millón de votos más que en las elecciones anteriores. Obviamente, la explicación radica en los cuatro millones de votos que han perdido los soecialistas, pero ello no es sino una muestra más de la baja calidad de nuestra democracia. Si además tenemos en cuenta el número de abstenciones y de votos nulos, nos damos cuenta de que con el respaldo de una minoría, la minoría más amplia, pero minoría al fin y al cabo, se puede gobernar como si se tuviera el apoyo de una mayoría aplastante de los ciudadanos.
            En alguna ocasión se ha dicho que el mayor riesgo que corre la democracia es que puede llegar a convertirse en la tiranía de la mayoría y que, para evitarlo, el propio sistema democrático debe garantizar el respeto a las minorías y la salvaguarda de los derechos fundamentales. Pero hete aquí que en nuestra democracia no es que las minorías estén sometidas a la mayoría, sino que, sencillamente, una minoría somete a la mayoría y lo hace con toda la legitimidad del sistema democrático. Ante esta situación, alguien podría pensar que lo que tienen que hacer los ciudadanos es ejercer su derecho al voto para evitar estas contradicciones. Mas tengo para mí que la abstención constituye, junto con el voto nulo intencionado, el último recurso de quienes deseamos expresar el día de las elecciones nuestro rechazo a un sistema que consideramos ilegítimo por no respetar algunos de los principios democráticos mínimos.
            Y es que la democracia no puede consistir en que los ciudadanos elijan cada cierto período de tiempo a sus representantes, pues, en rigor, para que una comunidad política sea realmente democrática es necesario que los miembros de tal comunidad puedan participar en la elaboración, o cuando menos aprobación, de las normas que luego se ven obligados a cumplir. Porque la democracia es el sistema político que pretende proteger la libertad de los individuos y, tal como nos advirtieran Rousseau y Kant, ningún individuo está obligado a cumplir ninguna ley que no se haya dado a sí mismo, pues, cuando lo hace, sencillamente permanece en un estado de servidumbre. Y sería un exceso de candidez pensar que por el mero hecho de que los legisladores sean elegidos por los ciudadanos, ya éstos participan en la elaboración de las normas o tan siquiera dan su consentimiento a las mismas.