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ntre las
distintas citas célebres que se le atribuyen a Winston Churchill, acaso la más
recordada sea la pronunciada en su primer discurso como primer ministro ante la
Cámara de los Comunes: “No tengo más que ofrecer que sangre, esfuerzo, lágrimas
y sudor”, espetó el político conservador entonces, al tiempo que anunciaba la
entrada de Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial. Algo similar podría
decirles Pedro Sánchez a los que todavía le siguen en el PSOE, aunque sin duda
la anécdota de Churchill que mejor viene para entender lo que está sucediendo
en el partido de la rosa es aquella otra en la que el viejo político le
aclaraba a un joven diputado que los adversarios se encontraban en la bancada
de enfrente, mientras que los enemigos, si quería encontrarlos, había de mirar
en su propio partido. Si esta anécdota tuvo realmente lugar o no es algo que
desconozco, pero de lo que estoy seguro, como seguro estará Pedro Sánchez, es
que lo que dice es cierto.
En efecto, a nadie se le esconde que
el todavía secretario general del PSOE ha tenido que ir sorteando cuchillos
desde el mismo momento en que accedió al cargo, pero lo sucedido en estos días,
que algunos han calificado de golpe de estado, es algo que ni los más
descreídos y suspicaces podrían haber imaginado. Que 17 miembros de la
ejecutiva federal del PSOE hayan dimitido con la única intención de impedir que
su secretario general intente formar un gobierno alternativo resulta más kafkiano
que los avatares de Josef K. Tanto es así que la maniobra llevada a cabo por
los halcones SOEcialistas, con el inestimable apoyo de Felipe González que
antes de que se celebraran las elecciones de diciembre ya venía abogando por la
gran coalición, ha conseguido que en los círculos izquierdistas en los que no
se tenía ninguna simpatía por Pedro Sánchez, éste haya empezado a caer hasta
casi bien, por más que su empeño en no dejar gobernar al PP tenga seguramente
más que ver con salvarse a sí mismo que con salvar sus pretendidos principios.
Y es que tiene gracia que quien se
presumía el menos izquierdista de los que en su día optaron a la secretaría
general haya venido a erigirse en el velador de las esencias socialistas del
partido. Sea como fuere, lo que el último capítulo del culebrón de la rosa ha
dejado claro, una vez más, es que el PSOE hace ya tiempo que dejó de ser un
partido de izquierdas y representa más bien, como ya he dicho en anteriores
ocasiones, a la derecha moderada, aunque, eso sí, con algunas mañas más propias
de la izquierda estalinista, como hemos podido ver, que de ninguna suerte de
liberalismo. Habrá pues que dar la razón a quienes hablan del PPSOE para
identificar a las derechas si finalmente los de la rosa optan por abrir las puertas
del Gobierno al PP antes de intentar un acuerdo con Podemos, cuya sola mención
evoca en algunos despachos de Ferraz el olor del azufre.
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