sábado, 21 de mayo de 2011

Un viejo artículo para ¿nuevos? tiempos

Bajo el título "Yo me abstengo", publiqué en la revista Anarda el artículo que sigue en mayo de 2003, aunque bien pudiera haber sido escrito ayer. Es por ello que lo traigo a este espacio y les pido disculpas de antemano. Y es que hay cosas que no parecen cambiar.

L
a abstención parece haber sido la auténtica protagonista en las últimas citas electorales acaecidas en estas islas ultraperiféricas, en España y en muchas de las democracias occidentales. Tanto es así que me pregunto si no deberían repartirse los escaños atendiendo no sólo a los votantes sino también a los no votantes, es decir, si los porcentajes deberían ser sobre el total de los ciudadanos con derecho a voto y no sólo sobre el número de los que lo ejercen. Y es que, aunque puede resultar esperpéntico, al menos de esta forma se tendría siempre presente qué porcentaje de la población ha elegido realmente a los legítimos representantes, para que no se olvidara nunca que incluso las mayorías absolutas son siempre elegidas nada más que por una minoría, la más amplia quizá, pero minoría al fin.
            Sea como fuere, a nadie debe extrañar demasiado que la ciudadanía se muestre cada vez más reacia a interpretar su papel en el gran teatro de las elecciones, ya que lo que sectores cada vez más amplios de la sociedad están demandando es poder participar activamente en los ámbitos de decisión política. Por ello, cuando se tacha de irresponsables a quienes se niegan a votar, cabría al menos cuestionarse si no es ésta la manera más coherente de protestar por parte de quienes consideramos que el orden normativo vigente es ilegítimo por ser impuesto –la elaboración de las normas corresponde a los representantes, que no sólo se hallan totalmente desvinculados de los representados, sino que se ven determinados por los denominados poderes fácticos- y, en consecuencia, no queremos participar en la legitimación del mismo. 
            Podrá argüirse que de esta manera no se contribuye en nada a la transformación de este sistema, pero lo cierto es que, si de actuar conforme al pragmatismo se trata, ya me dirán ustedes para qué sirve votar: vivimos en un mundo en el que los partidos representan su papel en la gran función de la democracia a sabiendas de que aun si llegan a instalarse en el poder no gozarán de la autonomía necesaria para gobernar, pues es el capital el que dicta cuáles son las actuaciones políticas que se deben llevar a cabo, aunque tampoco parece que a los políticos eso les moleste demasiado... más bien se diría que existe una confabulación entre ambos. 
            En cualquier caso, la farándula electoral ya está en marcha y los políticos afrontan la recta final en la carrera por hacerse con un puesto relevante, unos más y otros menos, para los próximos cuatro años. En medio de este alboroto que nos acosa por doquier, parece haber un consenso para que nadie haga lo que dice que hay que hacer, o viceversa: acuerdan no utilizar la inmigración como reclamo electoral y todos lo hacen; a falta de auténticas diferencias ideológicas y programáticas de envergadura -son todos tan parecidos que llevan años luchando por hacerse con el centro, que por lo visto es la mejor lanzadera para conseguir sus objetivos- se dedican a descalificar no ya los programas de los demás partidos sino a sus integrantes, como si quisieran reclamar al electorado el voto por eliminación de los contrincantes y no por méritos propios; la anteprecampaña, la precampaña y la campaña –ya sólo falta que inventen la postcampaña- se convierten en un cruce de declaraciones que a veces alcanza cotas de surrealismo tales que lleva a los dirigentes de algunas fuerzas políticas a arremeter contra miembros de su misma formación; en suma, ningún partido es el que dice ser en su obsesión por alcanzar el poder: los populares, más impopulares que nunca, nos demuestran a diario que por muy centrorreformistas que se definan siguen siendo la derechona de siempre que anda viendo comunistas y rompeespañas por todas partes; los nacionalistas no quieren saber nada de soberanía y están comodísimos con su antítesis ideológica; los socialistas hace tiempo que abandonaron el socialismo y en las Islas, aunque no quieran hablar de pactos hasta después del 25-M, ya han anunciado que todos son pactables; los otros nacionalistas, tras las purgas realizadas, presentan como principal valor la venganza por los mil puñales clavados en la espalda; y los demás partidos abrazarán las mismas formas, si no lo han hecho ya, a poco que dejen de ser minoritarios. Yo me abstengo.

viernes, 20 de mayo de 2011

En defensa de la dignidad

E
l pasado domingo miles de ciudadanos, en su mayoría jóvenes, salieron a la calle en las principales ciudades españolas para mostrar su indignación frente a los poderes económico y político y con respecto a cómo se ha venido gestionando la crisis por las autoridades (in)competentes. Bajo el lema “No somos mercancía”, la plataforma Democracia Real Ya convocó a todos los indignados a mostrar su disconformidad y ello ha derivado en una serie de concentraciones permanentes que constituyen lo que se ha dado en llamar el movimiento 15 de mayo, el cual ya ha suscitado la reacción de las principales fuerzas políticas y de los medios de comunicación. Así, mientras los partidos políticos que dicen ser de izquierdas hacen guiños a los disidentes, la derecha no ha cejado en su empeño por deslegitimar esta iniciativa, y sus medios afines, que en principio se resistieron a hacerse eco de las protestas, han terminado por arremeter contra estos defensores de la dignidad.
            Aunque algunos críticos con el movimiento señalan que las protestas no conducirán a nada, lo cierto es que el asunto ha trascendido las fronteras españolas y ha sido recogido por diversos medios internacionales. Es el caso del diario norteamericano The Washington Post, que habla de “revolución española”. Quizás el término revolución pueda resultar un tanto exagerado, pero desde luego no creo que se pueda decir con fundamento que el movimiento no va a servir para nada. Y es que, de entrada, ha servido para abrir el debate en torno al modelo de democracia que tenemos, el cual, desde el punto de vista de los integrantes del movimiento y de quien suscribe, adolece de graves problemas de legitimidad. Pues si la democracia se basa en el principio de soberanía popular según el cual sólo los ciudadanos tienen la potestad para elaborar las leyes que luego habrán de cumplir, parece claro que nuestro sistema representativo tiene  un serio déficit, ya que no sólo la distancia entre los representantes y los ciudadanos es excesivamente grande, sino que el propio Gobierno reconoce que las leyes que elabora y aprueba después el Parlamento, así como buena parte de las medidas que toma, son en realidad exigencias de los mercados.
            Así las cosas, sobran razones para que nos sintamos indignados. No se trata sólo de que la denominada generación perdida tenga derecho a exigir un futuro. Se trata de que todos los individuos exijamos que se nos reconozca nuestro legítimo derecho a la plena ciudadanía. Ciudadanía que habrá de ser política, con el consiguiente derecho a participar en la vida pública, en la toma de decisiones que nos afectan, pero también económica y social, pues no es posible ejercer los derechos civiles y políticos cuando no se disfruta en las mismas condiciones del acceso a los recursos. Es por ello que si nos tomamos la democracia en serio debemos luchar por la conquista de la efectiva distribución igualitaria de la riqueza y del poder, que, a mi juicio, es en lo que ha de consistir la lucha por la dignidad que los protagonistas del movimiento 15 de mayo defienden.