jueves, 23 de junio de 2011

¿Quién teme a los indignados?

C
onspiraciones de universitarios son bromas. Cuando los generales se ponen a conspirar ya es más serio. Y mucho más si conspiran con socios del Club Nacional”. Esto es lo que Cayo Bermúdez, el hombre encargado de realizar los trabajos sucios del Estado, le espeta a don Fermín, un potentado afín al régimen que, sin embargo, está involucrado en una conspiración contra el presidente en Conversación en la catedral, la magistral novela escrita por Mario Vargas Llosa en 1969.  Si traigo este pasaje a colación es porque no he podido evitar recordarlo al hilo de la escasa importancia que desde las instancias del poder político y del poder económico se le ha dado al movimiento 15 - M.
            Entre los indignados, obviamente, no se hallan los miembros de las cúpulas militares ni las élites económicas; tampoco es un movimiento estudiantil, ni tan siquiera un movimiento obrero: se trata de un movimiento social cuyos protagonistas mayormente forman parte de lo que se ha dado en llamar el precariado, una nueva clase social constituida por todos aquellos individuos abocados a vivir en condiciones de precariedad, con empleos temporales, bajos salarios, jornadas excesivas, sufriendo largas temporadas sin poder acceder a un puesto de trabajo, etc. Y aparentemente este precariado vendría a representar en la actualidad una amenaza tan poco importante para el establishment como la que los universitarios rebeldes representan para el poder en la novela de Vargas Llosa. Cosa distinta es lo que suponen para la democracia las élites económicas. Baste recordar la infame reunión mantenida por el todavía ZuperPresidente con los grandes empresarios españoles, con el banquero Emilio Botín a la cabeza, que bien pudiera ser considerada una conspiración no contra el poder ni mucho menos, sino contra la ciudadanía, que poco a poco ve cómo sus derechos le están siendo arrebatados en lo que constituye un ataque en toda regla al Estado de bienestar y cuyas víctimas primeras son, precisamente, los integrantes de ese precariado que se niega a seguir permaneciendo impasible  ante su utilización como mera mercancía.
            Desde el poder económico la única respuesta ofrecida a los indignados ha sido la indiferencia, acaso la mayor forma de desprecio, mientras la clase política ha oscilado entre la comprensión paternalista en tono jocoso y la crispación reaccionaria.  Entre estos últimos se encuentran algunos líderes del Partido Popular, como Esperanza Aguirre, que no ha dudado en asimilar el comportamiento de los indignados al mantenido por todos los precursores del totalitarismo que en la historia ha habido. Entre los paternalistas se lleva la palma el vicepresidente del Gobierno y ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, Alfredo para la militancia soecialista, quien en un nuevo alarde de cinismo señalara hace unas semanas que de tener 25 años estaría también en la Puerta del Sol. Pero como tiene bastantes más y además es responsable de la seguridad del Estado, se dedica a permitir, si es que no a ordenar, la brutal represión contra los indignados que reclaman sus derechos de plena ciudadanía. ¿Será que la movilización del precariado supone una amenaza para el poder mayor de lo que parece?

jueves, 9 de junio de 2011

A vueltas con la sociedad del miedo

E
n alguna otra ocasión me he referido a que lo característico de las sociedades democráticas en el siglo XXI es el miedo, en el sentido de que los ciudadanos viven en un continuo estado de alarma debido a que se sienten permanentemente amenazados por algún peligro real o ficticio. Ejemplo de ello es el miedo, más bien infundado, a contraer alguna enfermedad extraña y letal que se ha instalado de forma generalizada en diversas ocasiones desde la última década del siglo pasado. Así, del miedo a contraer el mal de las vacas locas pasamos a temer al virus de la gripe aviar. Esta última enfermedad se tornó mucho más amenazante en el invierno del año pasado, cuando gracias a la Organización Mundial de la Salud (OMS) y a los medios de comunicación se generó una alarma social a todas luces excesiva. Y el último episodio en cuanto al miedo a las patologías lo estamos viviendo en estos días a propósito de la bacteria Escherichia coli, que ya se ha llevado por delante a 17 personas.
            Mas si preocupante es el miedo generalizado a contraer alguna enfermedad, mucho más lo es el miedo a sufrir algún atentado terrorista con el que vivimos desde que se produjera el ataque a las torres gemelas. Desde entonces, los diferentes gobiernos no han escatimado esfuerzos en su tarea de recortar los derechos individuales de los ciudadanos ante la pasividad de los mismos. Además, bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo, se bombardeó e invadió Afganistán con el beneplácito de la ONU, la aprobación de los dirigentes políticos y el asentimiento de las poblaciones de los países democráticos; se llevó a cabo la guerra contra Irak, aunque en esta ocasión sí hubo una contestación social a escala mundial; se instaló el campo de torturas de Guantánamo y Estados Unidos configuró una red de cárceles secretas repartidas por diversos países del mundo donde torturar a presuntos terroristas.
            La última entrega de este esperpento la recibimos hace unas semanas cuando Estados Unidos anunció que había acabado con la vida de Osama Bin Laden en Pakistán. Tal acción de terrorismo de Estado no sólo no fue criticada por constituir un flagrante ataque al Estado de derecho, sino que fue aplaudida por los líderes europeos, entre ellos nuestro todavía ZuperPresidente. Tan sólo unos días más tarde nos enteramos por La Provincia de que durante varios años vivió entre nosotros, en el barrio de Las Alcaravaneras de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, un supuesto correo de Bin Laden; esta misma semana fue detenido en Maspalomas un marroquí al que se acusa de captar a jóvenes para convertirlos en terroristas. Y ante esta situación uno ya no sabe a qué temer más, si a que se vuelva a producir un atentado como el del 11-M, o a que a los epígonos de Rambo les dé por presentarse en el barrio pegando tiros con la excusa de librarnos de un peligroso terrorista.