miércoles, 30 de enero de 2013

La perversión de los 'contrafácticos'


L
as últimas declaraciones de la ministra de Empleo, Fátima Báñez, con respecto a los resultados de la Encuesta de Población Activa (EPA) publicada hace unos días muestra una vez más la afición de nuestros gobernantes a los contrafácticos. Y es que según la ministra, a pesar de que en España haya casi seis millones de parados y de la grave recesión económica por la que atraviesa el país, el Gobierno está implementando las medidas necesarias para salir de la crisis y, seguidamente, crear empleo. Medidas estas en las que Báñez incluye la reforma laboral, como si de una medida de gran éxito se tratara. El sentido común y la lógica más elemental nos dicen que la reforma de marras sólo ha servido para facilitar el despido de cientos de miles de trabajadores, pero la ministra invierte el argumento por la vía del contrafáctico y señala que si no se hubiese llevado a cabo la reforma laboral, la destrucción de empleo habría sido mucho mayor.
            El término contrafáctico no está recogido en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) de la lengua, pero, en mi modesta opinión, debiera estarlo. Ello es así porque, si nos atenemos a la teoría del significado desarrollada por Ludwig Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas, el significado de las palabras viene dado por el uso que los hablantes hacen de las mismas, y resulta claro que el palabro tiene un uso lo suficientemente extendido y consolidado, al menos entre los filósofos y científicos sociales, quienes han dedicado no pocas páginas a esta cuestión, como para ser recogido en el DRAE. Como se echa de ver, contrafáctico cobra su significado por oposición a fáctico, a lo acontecido, a lo que es un hecho, de manera que un contrafáctico vendría a estar constituido por todo aquello que sin haber ocurrido podría haberlo hecho, es decir, aquello que sin formar parte de la realidad presente o pasada, forma parte, en cambio, de la realidad posible, de la que pudiera acontecer o, incluso, de la que podría haber ocurrido.
            Los contrafácticos, que  toman la forma del razonamiento de Báñez en el que el antecedente es falso, son pues de suma importancia en el campo de la lógica, por las implicaciones que tienen de cara a las reglas del razonamiento. Mas son asimismo de la máxima relevancia en el ámbito de la ética, pues si no dispusiéramos de ellos entonces estaríamos sometidos al imperio de los hechos en el peor sentido de la expresión, es decir, todo lo acontecido habría ocurrido por necesidad y, lo que es peor, todo lo que está por ocurrir seguiría la misma lógica fatalista. Sólo desde una perspectiva contrafáctica podemos intervenir en el curso de los hechos y aspirar a la construcción de un mundo mejor. Sin embargo, el uso que los gobernantes hacen de ellos es a todas luces perverso, pues están orientados a justificar sus decisiones impidiendo toda crítica posible, mediante el tramposo y contrafáctico argumento de si no hubiésemos hecho lo que hicimos, la situación sería muchísimo peor, de manera que, hagan lo que hagan, siempre actúan correctamente. Lo que, por descontado, es indemostrable, además de falso. 

martes, 22 de enero de 2013

La corrupción estructural


Q
ue la ciudadanía está cada vez más alejada de la clase política no es ningún secreto ni, a estas alturas -acaso debiéramos decir bajuras-, debería sorprender a nadie, habida cuenta del deterioro de las condiciones de vida de la mayor parte de los ciudadanos y de los indignantes casos de corrupción vinculados a los grandes partidos políticos que un día sí y otro también ocupan las portadas de los distintos medios de comunicación. Sin embargo, cada vez que algún analista se aviene a hacer algún comentario sobre la corrupción de la clase política, ya sea en una tertulia radiofónica, en un debate televisivo o mediante un artículo de opinión, enseguida aparece alguien, cuando no es el propio analista, que se apresura a señalar que no se puede generalizar y que la mayor parte de los políticos son personas honestas, que su dedicación a la política tiene que ver ante todo con una vocación de servicio público y que, en definitiva, por el hecho de que haya unos cuantos políticos corruptos no se puede colgar a todos la etiqueta de la corrupción.
             Este tipo de argumentaciones en contra de las generalizaciones indebidas en materia de corrupción son cada día más difíciles de sostener. Desde luego, no albergo muchas dudas con respecto a que existan personas honradas que hayan decidido dedicarse activamente a la política, mas ello no me impide pensar que la corrupción en política es algo generalizado, como prueba el hecho de que en todos los grandes partidos políticos hay casos de corrupción en los que están implicadas las élites de los mismos. Para nuestra desgracia, las hemerotecas están llenas de casos, recientes y más lejanos en el tiempo, de corruptelas que implican a las élites políticas en todos los niveles de la administración pública. Y aunque no es cuestión de rememorarlos todos, sí quisiera recordar algo que fue noticia antes de que estallara la crisis, en los primeros años de la década de 2000, y que muestra hasta qué punto la corrupción es ciertamente un fenómeno mucho más generalizado de lo que se quiere reconocer: el hecho de que los bancos condonaran deudas a todos los grandes partidos políticos.
            Alguna razón ha de haber para que los bancos, que no perdonan un céntimo a nadie, los mismos que ordenan los desahucios sin que les tiemble el pulso a sus dirigentes, den un trato diferenciado a los partidos políticos, pues sabido es que nadie da duros a cuatro pesetas y los bancos menos. Lo que nos lleva a pensar que independientemente de si existen o no políticos honestos, la corrupción en la política es algo estructural, pues los partidos son de por sí estructuras corruptas que no tendrían la más mínima oportunidad de participar en la encarnizada lucha por el poder si no acudieran a prácticas deshonestas, ya que las cuotas de sus afiliados se revelan a todas luces insuficientes para financiar el funcionamiento ordinario de los partidos, no digamos ya en campaña electoral, que requiere ingentes cantidades de dinero. Y así las cosas, la honestidad personal de los políticos es lo de menos, pues es el propio sistema el que se revela corrupto.