jueves, 26 de marzo de 2020

La duda


T
ranscurrida una semana de encierro forzoso, el presidente, Pedro Sánchez, anunció su intención de prorrogar el estado de alarma 15 días más: un mes en total, de momento. Desde el pasado 14 de marzo y hasta el 11 de abril, si no hay más prórrogas, quien no cumpla con su obligación de permanecer confinado se arriesga a ser multado, incluso a ser sancionado con pena de cárcel. Es lo que tiene el derecho, la ley, que la dicta el Estado y es de obligado cumplimiento para todo aquel que se halle en el territorio donde el Estado ejerce su soberanía. Y si alguien la incumple es asimismo sancionado por el propio Estado. Un sistema normativo bien distinto, como se ve, a la moral, pues las normas morales, las que regulan el comportamiento desde la perspectiva de lo que se considera que está bien en sí mismo, es justo o es correcto no las puede dictar el Estado: solo el individuo se las puede imponer a sí mismo y, en caso de incumplimiento, es el propio individuo quien se sanciona con el sentimiento de vergüenza moral, es decir, los cargos o remordimientos de conciencia.
            Al Estado le resulta indiferente si un individuo está de acuerdo o no con la ley vigente siempre que la cumpla. Si bien es cierto que, en los Estados democráticos, la ley emana, siquiera sea indirectamente, de la soberanía popular, así que se espera, en cualquier caso, que la ciudadanía dé su consentimiento; consentimiento que, por otra parte, constituye la única fuente de legitimidad posible de la ley en la modernidad. Pero incluso tratándose de un Estado no democrático, el ejercicio del poder necesita de cierto grado de legitimación, de cierto grado de consentimiento. Ello explica que el Gobierno no solo imponga la cuarentena coactivamente, que lo hace, sino que trate de persuadir a la ciudadanía de la conveniencia de cumplirla por el bien de la salud propia y la de los demás.
            Así, pues, el Gobierno apela a la fuerza coactiva del derecho, pero también al carácter persuasivo de la moral: a la virtud de la prudencia, tan aristotélica, quédate en casa para no contagiarte, y al deber moral, tan kantiano, de ser solidario, quédate en casa para no contagiar. Y así, poco a poco, va asumiendo uno la necesidad de tan drástica medida, lo dicen los expertos, y va aceptando el estado de alarma, qué remedio, con el Estado hemos topado, la suspensión (limitación, dicen los juristas) temporal de derechos, y se queda en casa, porque hay que ser prudente y solidario. Pero a ratos me asalta la duda y leo las cifras y las comparo y me pregunto por qué se publica cada nuevo fallecimiento por coronavirus y no cada nueva muerte por cualquier otra enfermedad, que se producen a diario, para tener una perspectiva más amplia, más de conjunto. Y entonces, mientras dudo, me siento mal por dudar. Pero también si no dudo, porque lo que a otros les resulta evidente a mí me sigue pareciendo más bien una cuestión de fe, fe en los expertos, fe en el Gobierno. Y la fe mueve montañas, o las inmoviliza, pero no lleva a la verdad.

lunes, 9 de marzo de 2020

La expansión del miedo


E
n el momento en que escribo estas líneas ha habido cinco fallecidos en España a causa del coronavirus. Es de esperar, ay, que cuando ustedes las lean haya algunos más. A pesar de que el número de contagiados crece sin parar y lo mismo ocurre con las víctimas mortales en prácticamente todo el mundo, los gobiernos y las autoridades sanitarias nacionales e internacionales insisten en llamar a la calma. En ello están el Gobierno de España y el Gobierno de Canarias, la comunidad autónoma española en la que se detectó el primer caso de contagio del Covid-19 del país. Y desde luego no seré yo quien lleve la contraria a las autoridades a este respecto, pues nada ganamos con dejarnos imbuir por el alarmismo generalizado: la vida, pese a todo, continúa y no merece la pena vivir con miedo, pues el miedo atenaza, oprime, resulta alienante, sobre todo si, como dicen las autoridades, se trata de un miedo infundado.
            Ocurre que el miedo es un sentimiento y los sentimientos son difíciles de gobernar, pues son, por definición, irracionales. Mas ello no significa que no podamos reflexionar racionalmente sobre ellos, incluso que podamos deliberar sobre su justificación, es decir, que nos preguntemos por las razones por las que deberíamos pensar que un sentimiento es adecuado o no. Desde este punto de vista, entonces, la pregunta fundamental no es si sentimos miedo al contagio del Covid-19, sino si hay o no razones que justifiquen ese miedo que, por lo que parece, es ya más bien un hecho, a la vista de las consecuencias económicas y sociales que está generando, así como el modo en que ya empieza a afectar al desarrollo de la vida cotidiana. Y para poder llevar a cabo esa deliberación es fundamental disponer de información fidedigna, lo que nos lleva, a los profanos en asuntos sanitarios, a desechar cualquier información que nos pueda llegar a través de las redes sociales o que nos pueda contar nuestro vecino, compañero de trabajo, pariente o amigo, pues ya se sabe que son las vías más apropiadas para la circulación de bulos y eso que ahora llamamos fake news.
            Conviene entonces prestar atención a la información que ofrecen los medios de comunicación convencionales, prensa, radio y televisión, y, sobre todo, a los expertos y a las autoridades sanitarias. Y ocurre que cuando uno hace un esfuerzo por informarse mínimamente, encuentra que acaso no haya razones para el miedo, pero desde luego tampoco las hay para estar tranquilo. Y es que, aparte de la irresponsabilidad del sensacionalismo en el que hayan podido incurrir algunos medios de comunicación que se tienen por serios, lo cierto es que las autoridades gubernamentales, pese a su reiterado llamamiento a la calma, contribuyen no poco a la expansión del miedo al adoptar unas medidas que contradicen su discurso: si se trata de un virus con una tasa de mortandad del tres por ciento aproximadamente, que afecta letalmente sobre todo a las personas mayores con patologías previas, como ocurre con otras enfermedades, ¿a qué viene entonces aplicar medidas tan drásticas como, por poner un ejemplo, confinar a 1000 personas en un hotel?