martes, 12 de marzo de 2019

Un manifiesto político


E
l PP no acudió a la manifestación del 8M porque, según Pablo Casado, el manifiesto que allí se leyó está politizado y es partidista, lo que suena más bien a pretexto para no participar en una acción de protesta promovida por organizaciones feministas y secundada por diversos agentes sociales entre los que se encuentran, también, partidos políticos. Y es que la negativa de Casado a que el PP participara en la manifestación feminista más bien parece indicar su desacuerdo con el feminismo en sí que con el manifiesto de marras. Tanto más si se tiene en cuenta que el otro partido que compite con el PP por el espacio de centro derecha, Ciudadanos, sí acudió a la manifestación por más que sus dirigentes, Albert Rivera e Inés Arrimadas, hayan mostrado sus discrepancias con el contenido del manifiesto: lo primero es lo primero, supongo que habrán pensado, y ahora, ya sea por convicción o por mero interés electoral, se trata de defender la igualdad entre hombres y mujeres, más allá de si hay algunos párrafos con los que estén completamente en desacuerdo.
            Señalar que el manifiesto es partidista, como ha hecho Casado, porque los partidos de extrema izquierda, siempre tan siniestros, han monopolizado el 8M, además de constituir una muestra de supina torpeza estratégica, habida cuenta del éxito de la convocatoria, viene a ser igual que acusar a las responsables del manifiesto de ser incapaces de defender sus exigencias en pro de la igualdad con independencia de los partidos políticos. Si además tenemos en cuenta que los dirigentes de todos los grandes partidos son hombres, también los de izquierdas, tan feministas, entonces es como decir que las mujeres que han liderado esta movilización han estado tuteladas por los varones que dirigen los partidos de izquierdas, lo cual es algo que debería ser inaceptable para cualquier mujer, feminista o no, de izquierdas o de derechas.
            Por lo demás, si el supuesto partidismo del manifiesto, amén de resultar ofensivo, no se sostiene, aducir que el manifiesto está politizado como razón para no acudir a la manifestación roza el esperpento, pues el manifiesto de marras no es que esté politizado, es que es directamente un manifiesto político, como no puede ser de otra manera. Y es que el feminismo es un movimiento político, y la reivindicación de la igualdad entre hombres y mujeres, por más que hunda sus raíces en convicciones morales, es una reivindicación política, y las manifestaciones y lecturas de manifiestos fueron actos políticos. De ahí que el manifiesto feminista, que por más que incluyera alusiones al capitalismo, así como a la derecha y la extrema derecha, dista mucho de ser una nueva versión del Manifiesto comunista, fuera, qué podría ser si no, un manifiesto político. Pero ello, obviamente, no es razón para desmarcarse, salvo que no se comulgue, por razones igualmente políticas, con la reivindicación política fundamental en las movilizaciones del 8M: la igualdad real entre mujeres y hombres.

lunes, 4 de marzo de 2019

Más allá de la libertad de expresión


E
n más de una ocasión he señalado que la libertad de expresión es tan importante para las democracias que el grado en que esta se respete nos sirve, entre otros factores, para medir la calidad de las mismas. Es por ello que he tratado de llamar la atención sobre el peligro que corre la salud democrática española cuando se persigue, incluso desde los tribunales, a personas por considerar que las letras de sus canciones, sus chistes, sus tuits o, en definitiva, las más variadas formas de expresión resultan ofensivas para alguien. Es peligroso para la democracia que el Estado coarte la libertad de expresión, pero aún lo es más que la ciudadanía no termine de interiorizar que el compromiso con la libertad de expresión lo es, sobre todo, con el derecho a expresarse de los que piensan de un modo distinto al propio.
            Tanto progresistas como conservadores, incluso quienes se autodenominan liberales, se están acostumbrando demasiado a ser muy reivindicativos cuando se condena, o se intenta condenar, a personas cuyo mensaje sintoniza con su modo de pensar, y, en cambio, se olvidan demasiado rápido del derecho a la libertad de expresión cuando se escandalizan ante determinados discursos que quisieran ver censurados. Y es que en estos tiempos que alguna vez he llamado de dictadura de lo políticamente correcto y del imperio de la liga de los ofendidos del mundo, urge seguir escuchando a Orwell, no me cansaré de repetirlo, para quien “la libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”. En este sentido, y para poner un par de ejemplos, que se llegara a juzgar a Willy Toledo por cagarse en Dios constituye un lamentable ataque a la libertad de expresión, pero resulta igualmente lamentable la condena del juez que le dedicó un poema, vejatorio según los tribunales, a la dirigente de Podemos Irene Montero.
            Mas no debemos confundir el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír con el derecho, inexistente, por supuesto, a faltar a la verdad, tan de moda en la era de la postverdad y las fake news, o a insultar impunemente, que es lo que hace la asociación Hazte Oír en su última campaña contra el feminismo. Y es que se puede estar en desacuerdo con las tesis feministas, o con algunas leyes o medidas concretas que se propongan para alcanzar determinados objetivos, pues el propio feminismo es plural y, a mi juicio, es bueno que siga siéndolo. Incluso me parece legítimo que se pretenda reducir la violencia de género a violencia doméstica, aunque, en mi opinión, se trate de un grave error, toda vez que resulta innegable la existencia de diversas formas de violencia que se ejercen sobre las mujeres por el mero hecho de ser mujeres, que es en lo que, en suma, consiste la violencia de género. Pero que se equipare el feminismo con el nacionalsocialismo, causante del exterminio de más de seis millones de judíos por el mero hecho de ser judíos, y se insulte a las feministas llamándolas feminazis es algo que va más allá de la libertad de expresión, resulta inaceptable y no debiera quedar impune.

sábado, 2 de marzo de 2019

De lo que hay que hablar


F
ilosofía y democracia están íntimamente vinculadas, aunque no siempre los filósofos han sido demócratas convencidos. No lo era Platón, quien, como se sabe, a pesar de Wert, consideraba que la polis ideal debía ser la república gobernada por los filósofos, es decir, los sabios. Y ya en la modernidad, acaso Hobbes constituya el caso más paradigmático de filósofo antidemocrático, con su defensa del Leviatán y de la necesidad de que los ciudadanos renuncien completamente a su libertad a cambio de que el soberano les garantice la seguridad. Ni tan siquiera el siglo XX, que no en vano ha sido calificado como el siglo de la barbarie, se libra de haber engendrado monstruos cuya obra es de una grandeza difícilmente cuestionable. Ahí está el caso del que muchos, a derecha e izquierda, consideran el más importante filósofo del siglo XX. Me refiero a Martin Heidegger, quien concebía al hombre como Dasein y sostenía que el modo de ser de este es la existencia, es decir, que el hombre es posibilidad, poder ser, en suma, libertad, y, sin embargo, llegó a militar en el partido nazi.
            Mas a pesar de que no siempre los filósofos han hecho gala del talante democrático que nos hubiera gustado, lo cierto es que filosofía y democracia guardan una estrecha relación. Ello es así no porque también haya habido, por su puesto, una multitud de filósofos comprometidos con la democracia, de Sócrates a Kant, de Rousseau a Habermas, sino porque ambas tienen una característica común que las une: si en filosofía no se acepta nada como verdadero (en la esfera teórica) ni como correcto (en la esfera práctica) sin haberlo sometido antes al juicio crítico y al análisis racional, en democracia, por consistir esta en el autogobierno de los ciudadanos, la validez de las normas y de las decisiones públicas solo puede descansar en su libre aceptación por parte de la ciudadanía, por lo que toda norma o decisión colectiva habrá de ser susceptible de ser sometida a la deliberación pública, al diálogo entre los ciudadanos.
            Negarse pues al diálogo racional sobre asuntos públicos no es propio de demócratas ni de personas filosóficamente educadas. Y es que en una genuina democracia, como venimos señalando, todo se puede discutir. Acaso debieran quedar fuera del debate las cuestiones que afecten a la dignidad humana, a los derechos fundamentales, mas incluso en estos casos habríamos de preguntarnos quién decide qué asuntos pueden debatirse y cuáles no. Es por ello que la negativa de Pedro Sánchez, el resistente, a dialogar con los independentistas catalanes sobre el derecho de autodeterminación nos revela la falta de solidez de las convicciones democráticas del presidente, así como su mala educación filosófica. Pues no se puede resolver democráticamente el mayor problema político que afecta a España sin tan siquiera sentarse a hablar del núcleo del conflicto. Más filosofía y más democracia es lo que necesitamos. Decía Wittgenstein en su célebre séptima tesis con la que cierra el Tractatus logico-philosophicus: “De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca”. Hoy creo que, con permiso del filósofo, haríamos bien en decir: de lo que hay que hablar, no se puede callar más.