domingo, 14 de abril de 2019

La filosofía está de luto


L
a filosofía está de luto desde que en la madrugada del pasado 10 de abril nos dejara Javier Muguerza. Está de luto la filosofía española, por supuesto, pues Muguerza fue, como muchos otros han escrito ya, el filósofo español más influyente de la segunda mitad del siglo XX. Pero está también de luto la filosofía iberoamericana, pues nadie hizo tanto por impulsar la filosofía en español como Muguerza, para quien la filosofía española no era sino un capítulo más de la producida por esa gran comunidad que tiene al español como instrumento para el análisis y el pensamiento filosóficos. Y diría incluso, sin temor a equivocarme, que está de luto la filosofía en general, pues con Muguerza se nos va una figura de primer orden mundial, como prueba la recepción que su obra ha tenido en países de habla no hispana.
            La filosofía está de luto. Particularmente en Canarias, donde Muguerza ejercía una suerte de padrinazgo filosófico desde su paso por la Universidad de La Laguna en los años 70. Y es que, como en alguna ocasión él mismo me indicó, la mayor parte de quienes se dedican a la filosofía en las Islas o bien fueron alumnos suyos o bien han sido alumnos de sus alumnos. En mi caso creo poder decir que se dan las dos circunstancias: fui alumno de sus alumnos en los primeros 90, pues algunos de mis profesores en La Laguna habían tenido la suerte de recibir su magisterio, y, unos años más tarde, cuando realicé el doctorado en la UNED, tuve la enorme fortuna de que Javier Muguerza aceptara dirigir mi tesis doctoral. Una tesis que yo, ingenuamente, le propuse hacer sobre el individualismo ético, es decir, sobre su pensamiento, idea que él, con la modestia de los grandes sabios, desechó al momento para sugerirme que trabajara sobre otro filósofo que también había contribuido a desarrollar el individualismo en el ámbito de la ética: Ernst Tugendhat. Quién me iba a decir a mí, en mis tiempos de estudiante de filosofía en La Laguna, que algún día iba a publicar un libro con prólogo de Javier Muguerza, me pregunté a mí mismo y al maestro cuando al fin el libro de marras se publicó, sin obtener más respuesta que mi asombro y su rubor. Así era él.
            La filosofía está de luto, pero nos quedan, nos quedarán siempre, los recuerdos y sus textos. Entre los recuerdos, me viene a la memoria, me ha venido en muchas ocasiones, la primera vez que lo escuché. Fue en el viejo edificio de la Universidad de La Laguna. Yo estudiaba el segundo curso de la carrera de Filosofía y Pablo Ródenas, un antiguo alumno suyo y profesor nuestro, nos daba Filosofía de la Historia, una asignatura que abordaba también cuestiones de filosofía política. Fue Ródenas, quién si no, el que nos llevó a escuchar la conferencia de aquel filósofo importante como una actividad más del curso sobre la que cada estudiante habría de redactar un comentario. Allí estaba Javier Muguerza hablando de libertad, de igualdad, de individualismo ético, de anarquismo… ¿Cómo no iba a quedar impactado un joven con inclinación hacia las ideas libertarias como yo? Luego me llegarían sus textos, el disenso, la perplejidad, el imperativo de la disidencia, la concordia discorde, la razón como único asidero, razón en minúsculas, razón sin esperanza… Y finalmente la persona, la que ya no está, a la que tanto debo, con quien contraje una deuda impagable, mi maestro, mi amigo… Hoy la filosofía, ¡ay!, está de luto. ¡Y duele!

La dignidad es el límite


L
a democracia es un lugar de encuentro entre la ética y la política, pues se trata de una forma de organización política que pretende estar moralmente justificada. Ello es así porque cuando se reivindica la democracia como la mejor forma de organizar políticamente la sociedad no se apela a su eficacia, ni siquiera a que las decisiones colectivas que se tomen democráticamente sean necesariamente las más acertadas, sino a que la democracia es el sistema que protege mejor que ningún otro esos dos grandes valores morales que hemos heredado de la Ilustración, la libertad y la igualdad. El reconocimiento efectivo de estos dos grandes valores implica que la ley ha de ser la misma para todos y ha de obligar a todos por igual, pero también que, para decirlo kantianamente, ningún individuo está obligado a cumplir ninguna ley a la que previamente no le haya dado su consentimiento. De ahí que, en la modernidad, en democracia, la legitimidad de las leyes solo pueda descansar en la libre aceptación de las mismas por parte de la ciudadanía.
De lo señalado hasta ahora se desprende que la democracia es un espacio de conflicto de valores, pues no resulta sencillo conciliar la libertad y la igualdad así entendidas: ¿cómo sería posible garantizar que todos cumplan las mismas leyes y que, al mismo tiempo, cada uno solo obedezca aquellas leyes que se da a sí mismo? Tan solo cuando las leyes fueran el resultado de un consenso entre los ciudadanos podrían quedar perfectamente conciliados estos dos grandes valores, pues el individuo, al cumplir la ley, en rigor, solo se estaría obedeciendo a sí mismo. Mas ocurre que en las sociedades reales habitadas por individuos reales estos consensos rara vez son posibles, por lo que hemos de conformarnos con el recurso a la regla de la mayoría, lo cual, en principio, serviría para observar el principio de igualdad, la ley sería la misma para todos y obligaría a todos por igual, pero no el de libertad, pues los individuos en desacuerdo, las minorías, se verían obligados a acatar leyes a las que no habrían dado su consentimiento.
El problema de legitimidad de la regla de la mayoría y del conflicto entre libertad e igualdad se podría paliar, que no resolver definitivamente, si todos los ciudadanos estuviéramos de acuerdo en dos normas básicas: primera, las leyes para tener validez han de contar con el consentimiento unánime de los ciudadanos; segunda, en caso de desacuerdo se habrá de recurrir a la regla de la mayoría. De este modo, las leyes aprobadas con el respaldo de la mayoría contarían con la aceptación, en virtud de la segunda norma, incluso de las minorías en desacuerdo. Mas para que ello no supusiera un problema de falta de legitimidad, sería necesario que todos los ciudadanos, además, estuvieran de acuerdo en una tercera norma: las leyes aprobadas por mayoría no podrán atentar contra la dignidad de las personas, pues, obviamente, hay asuntos que no pueden ser, legítimamente, sometidos a votación: la dignidad es el límite. Y si una ley traspasa ese límite, asunto que solo puede decidir cada uno en el fuero interno de su conciencia, entonces el individuo se hallará moralmente autorizado para desobedecerla. Esto es lo que ha hecho Ángel Hernández al ayudar a su mujer a poner fin a tanto sufrimiento: desobedecer la ley por motivos de conciencia. ¿Puede una democracia madura sancionar a un hombre por haber actuado con la dignidad contra la que una ley injusta atenta?

sábado, 13 de abril de 2019

A propósito de la felicidad


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l pasado 20 de marzo, como cada año desde 2013, se celebró el Día Internacional de la Felicidad, una fecha que ha pasado más bien inadvertida a pesar de que fue la propia Asamblea General de la ONU la que proclamó tal día en junio de 2012, en una resolución en la que se insta tanto a los gobiernos de los estados miembros como a la sociedad civil, las ONG y los particulares a celebrar este día y a llevar a cabo actividades educativas y de concienciación. Del escaso éxito de la convocatoria se inferiría que el asunto de la felicidad resulta irrelevante para la ciudadanía si no fuera porque vivimos en una sociedad obsesionada con la felicidad, con un modelo único y a mi juico erróneo de felicidad, en la que ser feliz se ha vuelto un mandato más vinculante, ¡ay!, que el imperativo categórico kantiano. ¿A qué se debe, entonces, ese desinterés en el Día Internacional de la Felicidad?
Acaso alguien pudiera pensar que eso de la felicidad es algo demasiado trivial, incluso una ñoñería, para que la ONU se esté preocupando por ello, pero lo cierto es que la felicidad, la vida buena, es algo de lo que una disciplina tan poco susceptible de ser calificada de trivial como la filosofía ha venido ocupándose desde hace siglos. Y es que, ya lo decía el viejo Aristóteles, la felicidad es el mayor bien y todos los seres humanos la buscan, por más que hoy existan, como ha ocurrido a lo largo de la historia, distintas concepciones de la misma. Algunas de estas concepciones han considerado que ser feliz está vinculado a las condiciones materiales de existencia, que es necesario acceder a unas mínimas condiciones de vida para poder desarrollar un proyecto vital que conduzca a la felicidad.  Este es el sentido en el que la ONU pretende celebrar la felicidad y acaso sea por ello que las instituciones han mostrado tan poco interés: la felicidad no es independiente de la distribución de la riqueza.
Sin duda es necesario un cierto grado de bienestar para poder ser feliz, como resulta imprescindible gozar de libertad para poder escoger cómo vivir, mas todo ello, por más que resulte necesario para la felicidad, es asimismo insuficiente. Al Estado le corresponde garantizar esas condiciones de bienestar y libertad, nada más, ni nada menos. Se trata de generar las condiciones para que el individuo pueda ejercer no el inexistente derecho a ser feliz, sino el derecho fundamental a buscar su propia felicidad. Mas le corresponde al individuo decidir en qué ha de consistir su felicidad, para lo cual, sería conveniente escuchar lo que los filósofos han dicho al respecto a lo largo de la historia. Una buena muestra de ello nos la ofrece la filósofa Victoria Camps en el que creo es su último libro, La búsqueda de la felicidad, donde repasa y comenta las distintas concepciones filosóficas de la felicidad que ha habido de los griegos a hoy con la lucidez y sencillez, que a otros tanto cuesta conciliar, que la caracteriza. Les animo a que lo lean. Yo he sido feliz haciéndolo en mi particular celebración del Día Internacional de la Felicidad.

martes, 2 de abril de 2019

Del proceso al 'procés'

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esconozco si las matemáticas son alguna vez una ciencia exacta, pero tengo claro que hay momentos en los que son profundamente inexactas a la par que subjetivas, tanto que más que una ciencia formal, objetiva, se diría que se trata de una suerte de variante de la hermenéutica: las manifestaciones. Y es que el pasado sábado miles de independentistas catalanes ocuparon las calles del centro de Madrid, pero no podemos saber, a ciencia cierta, ni siquiera en una aproximación razonable, cuántos fueron: 120.000, según la Asamblea Nacional Catalana (ANC); 18.000, según la Policía Nacional; y 55.000, según la estimación del diario El País, cuyo método no sé si consiste en sacar una media ponderada a la baja entre las dos cifras anteriores escorándose, no demasiado, hacia el dato ofrecido por la policía.
            Si ni siquiera con los números parece posible, en el caso que nos ocupa, alcanzar un mínimo de objetividad, no debe sorprender a nadie que cualquier análisis que se haga al respecto del procés y del juicio que se está celebrando contra algunos de sus líderes esté siempre cargado de subjetividad. Se entiende así que mientras unos hablan de políticos presos y fugados de la justicia, otros se refieran a las mismas personas como presos políticos y exiliados; que mientras los primeros afirman que los líderes independentistas están siendo juzgados por, presuntamente, haber quebrantado la ley y no por sus ideas políticas, los segundos insistan en que se trata de un juicio político contra el independentismo que atenta contra los principios más elementales de la democracia. Y entre tanta confusión numérica y lingüística, es posible que el hartazgo haya embargado a más de uno y que a buena parte de la opinión pública el procés y todo lo que lo rodea empiece a resultarle de puro cansino indiferente.
            Mas por cansino que pueda resultar el asunto de marras, lo cierto es que a todos nos va mucho en ello, pues lo que está en juego no es solo si los líderes independentistas finalmente resultan condenados o no; lo que está en juego es si vivimos realmente en una democracia plena o si, por el contrario, como se señala desde el soberanismo catalán, la democracia española es una farsa. Y es que este juicio no sé yo si es exclusivamente penal como debiera, tampoco soy jurista para decirlo, pero es evidente que tiene fuertes connotaciones políticas. Por lo demás, no hace falta ser jurista para darse cuenta de que equiparar los actos de los líderes del procés con el golpe de Estado de Tejero resulta, cuando menos, una extravagancia, como extravagante resulta que un supuesto prófugo de la justicia española campe a sus anchas en Bruselas sin que sobre él pese siquiera una orden de extradición, por no hablar de lo llamativo que es, además de preocupante, sobre todo para los procesados, que el tribunal esté presidido por el mismo que estaba llamado a presidir el Consejo General del Poder Judicial y que hubo de renunciar por culpa de un whatsapp en el que, a día de hoy, no sabemos si Cosidó se tiró un farol o decía la verdad.