jueves, 28 de enero de 2021

Exiliados

 

H

ay que ver el revuelo que se ha armado a cuenta de las declaraciones de Pablo Iglesias en las que el secretario general de Podemos afirmaba que el exilio de Puigdemont es comparable con el que sufrieron los republicanos españoles tras el triunfo del fascismo en la Guerra Civil. En un intento de matizar las declaraciones de Iglesias, la portavoz de Podemos, Isabel Serra, señaló al día siguiente de emitirse la entrevista de la discordia que comparar no es equiparar y que, en cualquier caso, si atendemos a la definición de la Real Academia Española (RAE) del término exiliado, tan exiliado es Puigdemont como lo fueron los republicanos españoles. Mas Serra tuvo escaso éxito en su afán de quitar hierro al asunto, entre otras razones porque el propio Iglesias, en declaraciones posteriores, más bien se ratificó en su posición, lo que nos lleva a pensar, descartando que sea una cuestión de pura cabezonería, aunque el líder de Podemos sea muy “cabezón”, Montero dixit, que la respuesta al entrevistador no fue un desliz, sino un nuevo intento de marcar diferencias frente a su socios en el Gobierno y de erigirse en único interlocutor entre el PSOE y el independentismo catalán.      

La estrategia de Serra, no obstante, merece la pena ser retomada, a su pesar, pues, ciertamente, la RAE puede arrojar alguna luz sobre este asunto. Y si atendemos a la Academia podemos constatar que, en efecto, comparar y equiparar no son sinónimos, pero, la segunda acepción del primer verbo: “Establecer la semejanza de una persona o cosa con otra”, se parece bastante al significado del segundo: “Considerar a alguien o algo igual o equivalente a otra persona o cosa”. De lo que se desprende que Iglesias no considera que el exilio de Puigdemont sea igual que el republicano, pero es, al menos, semejante, lo cual constituye suficiente motivo de indignación no solo para buena parte de la progresía patria, incluida la que se encuentra en el otro lado del Gobierno, sino también para las derechas hispanas, desde las más moderadas hasta la ultramontana de Vox.  Y es que hasta los nostálgicos del franquismo se suman al sentimiento de empatía con los expatriados republicanos con tal de lanzar sus biliosas críticas contra los que gustan de llamar socialcomunistas y sus mefistofélicos aliados independentistas.

Si esta indignación está justificada o no depende, en buena medida, del significado del otro término de la polémica, exiliado, que, de nuevo según la RAE, significa: “Expatriado, generalmente por motivos políticos”. Y es esta condición de exiliado la que los más críticos con Puigdemont, entre los que se encuentra la vicepresidenta primera, Carmen Calvo, no están dispuestos a concederle pues, en su opinión, el líder independentista no es sino un delincuente huido de la justicia. Honestamente, no creo que el sufrimiento de los republicanos en el exilio sea comparable con la situación en la que vive Puigdemont, pero tampoco creo que sea ilegítimo reconocerlo como exiliado. Esto no implica, en ningún caso, que la democracia española sea comparable con el régimen de Franco, ni mucho menos equiparable, pero algún déficit presenta cuando los líderes independentistas que no huyeron están en la cárcel y ha resultado imposible extraditar a aquellos que viven, no de forma clandestina, en distintos países de Europa a los que España, orgullos patrios aparte, no está en disposición de dar lecciones de democracia.

viernes, 22 de enero de 2021

El año de la esperanza

 

E

l año que ahora comienza estaba llamado a ser el año de la esperanza, el del principio del fin. Sin embargo, ha empezado bastante mal; de hecho, los primeros días de 2021 están siendo bastante peores de lo que lo fueron los inicios de 2020, el año maldito. Y es que en enero del año pasado aún vivíamos instalados en la vieja normalidad, que no es que fuera la panacea, pero, desde luego, era bastante mejor que la nueva. Ajenos al COVID, que por entonces era para nosotros un asunto que afectaba a la lejana y oscura China, no supimos o no quisimos darnos cuenta de lo que se nos venía encima, a pesar de las alertas de la OMS, ni siquiera cuando en la vecina Italia explotó la pandemia. Pero entonces llegó marzo y la realidad se impuso y se nos manifestó con toda la violencia con la que siempre termina revelándose cuando nos empeñamos en negarla.

    2021 ha empezado peor que 2020, pero todos albergamos la esperanza de que termine bastante mejor y tenemos, intentando no caer en un exceso de optimismo, razones para pensar que ello pueda ser así. Y es que ha comenzado la campaña de vacunación y ello supone que, si todo va bien, quizás no en verano pero al menos para el último trimestre, hayamos alcanzado la inmunidad de grupo y con ella podamos volver a hacer vida normal. Lo peor de la pandemia, las hospitalizaciones, los ingresos en UCI y los fallecimientos lo habremos dejado atrás. Pero eso será, insisto, a finales de año según los expertos, en verano en el mejor de los casos. Así que hasta entonces quedan meses muy duros en los que muchas personas no es que se vayan a quedar atrás, es que no van a seguir estando. Por eso conviene tener puesta la mirada en el futuro más inmediato, porque esta lucha, como dice el Cholo Simeone, se gana partido a partido. Y por eso lo razonable es que todos, por hastiados que estemos, sigamos cumpliendo con las recomendaciones sanitarias: higiene de manos, uso de mascarilla y distancia social.

    La otra cara de la crisis es la económica y social, tan terrible como la sanitaria, frente a la cual, no obstante, también hay razones para ser moderadamente optimistas. Es cierto que la economía se ha desplomado a causa de la pandemia y que ello ha traído consecuencias socioeconómicas terribles: cierre de empresas, los ERTE, el paro, el aumento de la pobreza… Pero los fondos procedentes de la Unión Europea para paliar tanta devastación tendrán que surtir efecto en algún momento y es razonable esperar que paulatinamente vayan calando en el entramado social y que, poco a poco, hagan que la economía remonte y con ella la tremenda crisis social que estamos padeciendo se vaya superando. Mas igual que ocurre con los beneficios de las vacunas, todo ello llevará tiempo y es difícil que la situación mejore sensiblemente antes de final de año. Y así las cosas, por más que 2021 sea el año de la esperanza, no puede uno evitar el deseo de que 2022 llegue cuanto antes.

domingo, 17 de enero de 2021

El año de la solidaridad

 

Q

ue le den a 2020. Lo dicen hasta en la tele. Que le den a este año maldito. Por fin se acabó este funesto año que sonaba tan bien, veinte veinte. La verdad es que suena bastante mejor que veinte veintiuno, pero por más que el año que ahora comienza tenga menos musicalidad, le damos la bienvenida siquiera sea porque su nacimiento trae consigo la muerte del año de la pandemia, el año del coronavirus, el año del COVID. 2020 ha sido un mal año, qué duda cabe; nos ha dejado 50.000 muertos, en términos oficiales, por culpa de esta enfermedad que nos tiene atenazados. 50.000, digo, que fueron diagnosticados, que dieron positivo con alguna prueba, pero si contamos a todos los que murieron con síntomas compatibles, suman unos cuantos miles más. Llegan hasta 70.000 los fallecimientos de más con respecto al año anterior, lo que invita a suponer que detrás de ese exceso se halle el COVID, queramos contabilizarlos o no.

            Lo peor de 2020 ha sido ese exceso de mortalidad, pero no es el único drama. Los meses de confinamiento sirvieron para doblegar la curva, pero también dejaron secuelas, algunas irreversibles, a parte de la población. Además trajeron la tan evidente como funesta paralización de la economía y las trágicas consecuencias sociales que de ello se derivaron: los ERTE, el paro, la incertidumbre, las terribles colas del hambre… Para colmo, el confinamiento no sirvió para evitar la segunda ola que, en algunas comunidades autónomas, ha costado más vidas que la primera. Y sin embargo, dicen que un nuevo confinamiento es impensable. ¿Por qué en marzo se consideró la única forma de doblegar la curva y ahora, con más muertos, nadie quiere hablar de volver a encerrarnos en nuestras casas? ¿Será que, ahora sí, se le está dando prioridad a la economía por encima de la salud y nadie en el Gobierno (ni en la oposición) se atreve a decirlo?

La búsqueda del  equilibrio entre salud y economía es sin duda una tarea compleja, pero deberíamos tener claro que el precio por minimizar los contagios y por ende las hospitalizaciones, los ingresos en las UCI y, finalmente, las muertes, debemos pagarlo entre todos. Y es que, seamos francos, no se le puede pedir a nadie que para contribuir a luchar contra la pandemia su aportación sea tal que termine yendo a comer junto a su familia a los comedores de Cáritas o a recibir una compra en los bancos de alimentos. Y eso es lo que termina ocurriendo cuando la actividad económica se para: no se trata de contraponer economía a salud sino de comprender que si bien es cierto que sin salud no hay economía posible, tampoco sin economía es posible la salud. Y que, en cualquier caso, los sacrificios nos corresponden a todos y la factura debemos pagarla entre todos, aportando más quien más tiene. No sabemos si 2021, que ha empezado mal, será el año del fin de la pandemia, ojalá, pero al menos debiera ser el año de la solidaridad, del reparto justo de esfuerzos, sacrificios y facturas.

lunes, 11 de enero de 2021

Cuidar las palabras

 

N

adie echará de menos a 2020, pero, a buen seguro, todos lo recordaremos. Son muchos los adjetivos con los que podemos calificar al año que acaba de irse y casi ninguno lo deja bien parado, pero si he de elegir uno, me quedo con extraño: este ha sido un año extraño marcado por la irrupción de un virus aún más extraño. Un virus tan extraño que hasta nos ha sido difícil distinguir su nombre de la enfermedad que genera. Y es que cuando todos lo llamábamos Covid-19, nos dijeron que no, que Covid es el nombre de la enfermedad, que el virus, el coronavirus, se llama SARS-CoV-2. Hasta la Real Academia Española (RAE) se puso manos a la obra, con una diligencia que asombra, para poner orden y señalar la manera correcta de referirnos a esta funesta enfermedad: COVID es su nombre correcto en español o COVID-19, según la RAE, y en ambos casos es tanto masculino como femenino. Eso sí, todo con mayúsculas, nada de las irreverentes minúsculas que usábamos hasta ahora, que el COVID, o la COVID, no es una gripe cualquiera.

            Habrá quien piense que todo esto es una estupidez, que da lo mismo cómo denominemos a la enfermedad, que se trata solo de palabras, como si estas carecieran de importancia. Y ciertamente no le falta razón, pues a quien se ha infectado con la nueva peste del siglo XXI, no digamos ya si la infección ha conllevado un padecimiento grave, poco le importa cómo escribamos el nombre de la enfermedad o el del virus que se la ha provocado. Qué decir de los familiares y seres queridos de los más de 50.000 muertos oficiales que en España ha habido a causa de la COVID desde que empezó la pandemia… Pero si es importante, y los medios de comunicación nos lo recuerdan todos los días, cuál es la causa de la muerte cuando se trata de COVID (de la causa del resto de los fallecimientos que se producen cada día no nos enteramos), entonces conviene aclararnos con la terminología, pues mientras más clara y comprensible sea, mayor será también la comprensión que tengamos de lo que está aconteciendo.

            Y es que las palabras son importantes, pues en buena medida son las que nos constituyen como seres humanos. Ya lo decía Aristóteles en la Política: “Sólo el hombre, entre los animales, posee la palabra… la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio de los humanos frente a los demás animales”. En efecto, el hombre es el “ser racional”, así lo define la RAE, y lo es gracias al lenguaje, a las palabras. Así lo ha mostrado Ernst Tugendhat, uno de los grandes filósofos vivos a nivel mundial, quien afirma que la racionalidad humana tiene una estructura lingüística. Ello no quiere decir que todo el pensamiento tenga que ser lingüístico, pero es el lenguaje el que nos permite deliberar, preguntarnos por las razones que justifican nuestras creencias acerca de la realidad o el comportamiento adecuado. Es el lenguaje, pues, el que nos hace humanos, de ahí la conveniencia de cuidar el lenguaje, pues al cuidar las palabras, nos cuidamos a nosotros mismos.

sábado, 2 de enero de 2021

El racismo es una realidad

E

l asesinato de George Floyd a manos de la policía en Estados Unidos desencadenó, la pasada primavera, el resurgir con fuerza del movimiento social Black Lives Matter. Entonces, multitudes de ciudadanos tomaron las calles de las principales ciudades estadounidenses para protestar contra el racismo aún vigente en la primera democracia del mundo, por paradójico que ello suene. Y es que la discriminación por razón de raza (término polémico donde los haya pues, según relata la Antropología, no hay más raza que la raza humana) sigue siendo una realidad en la cuna de los derechos humanos. En poco tiempo, la ola antirracista se extendió por el mundo y las manifestaciones proliferaron por las capitales europeas. También en España tuvieron lugar protestas en las calles de diferentes ciudades, Madrid y Barcelona principalmente. Y aunque en Canarias la ola apenas llegó, el sentimiento antirracista también caló, si bien se reflejó más en las redes sociales que en las calles.

Al movimiento Black Lives Matter solo cabría reprocharle haber tomado las calles en plena pandemia, con el riesgo para la salud de todos que ello comporta, pues el virus, qué le vamos a hacer, no entiende de indignación moral. Mas dejando esa cuestión aparte, parece claro que quienes afirmamos estar a favor de los derechos humanos, y creo que no hace falta acudir a Tezanos para asegurar que somos una gran mayoría, no podemos sino simpatizar con el movimiento Black Lives Matter. Y es que el derecho a la vida es uno de esos derechos que figuran en la Declaración Universal de 1948, donde se añade, como no puede ser de otra manera, que los sujetos de los derechos humanos son todos los seres humanos sin distinción de ningún tipo. Que en pleno siglo XXI haya que seguir insistiendo en que las vidas de las personas negras tienen el mismo valor que las del resto de las personas no es sino una muestra del fracaso, en este aspecto al menos, de las democracias contemporáneas.

En Canarias nos ufanamos con demasiada ligereza, a mi juicio, de no ser racistas, algo que me gustaría poder confirmar diariamente, pero no lo consigo. Resulta mucho más fácil no ser racista cuando la comunidad en la que se vive constituye un único grupo étnico, diferenciado, más o menos homogéneo culturalmente, cuyas diferencias internas están más referidas a los particularismos insulares que a otra cosa. Tal era, al menos, la concepción que el canario tenía de sí mismo hasta los años 80. Hoy en día, sin duda la sociedad canaria es más heterogénea, debido fundamentalmente a la inmigración y es dudoso que las comunidades de origen foráneo, incluso las hispanohablantes, se hallen plenamente integradas en la sociedad isleña, como prueba la escasez de familias mixtas en las Islas: algo de racismo habrá cuando las minorías étnicas, por lo general, constituyen comunidades más bien cerradas. Pero el colmo de esta situación, habitualmente no conflictiva, lo constituyen los episodios claramente racistas y xenófobos acaecidos en Canarias a propósito de la inmigración irregular que viene afectando a las Islas en los últimos meses. Se dirá que son casos aislados, pero basta con echar un vistazo a las redes sociales o prestar atención a las conversaciones en los bares, para darnos cuenta de que en Canarias, el racismo, para nuestra vergüenza, es una realidad.