jueves, 29 de octubre de 2020

No todos los miedos son iguales

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ice Emmanuel Macron, presidente de Francia, que el miedo va a cambiar de bando. Es lo mismo que hace unos años afirmaba Pablo Iglesias, cuando aún no tenía asiento en el Consejo de Ministros y Podemos aspiraba a asaltar el cielo. Entonces a Iglesias lo criticaron desde la derecha, el centro y hasta la izquierda con la que hoy comparte gobierno en calidad, nada menos, que de vicepresidente segundo. Y es que, según los críticos, las proclamas de Iglesias sonaban poco democráticas, amenazantes para todo aquel que no comulgara con sus ideas. Por supuesto, nada de ello era cierto, como el tiempo ha demostrado, amén de si las políticas del Gobierno y su gestión de la pandemia nos parecen más o menos acertadas. A Macron, en cambio, que ha dicho lo mismo pero en francés, no solo no se le critica sino que hasta se le aplaude por la contundencia de sus palabras después del vil asesinato de un profesor por defender la libertad de expresión.

Cuando Iglesias afirmó que el miedo iba a cambiar de bando no me pareció mal, pues, francamente, no veía yo, y sigo sin verlo, qué tiene de malo que en vez de que millones de personas tengan miedo a perder su empleo, a perder su vivienda o a caer en el pozo de la pobreza, los más adinerados temieran no ya dejar de ser multimillonarios sino solo serlo un poco menos, que las grandes fortunas temieran tener que pagar los impuestos que les corresponden, que las grandes empresas tuvieran miedo de no poder seguir defraudando… en fin, que los más privilegiados tuvieran miedo de que si Podemos llegara al poder se pudiera avanzar en la construcción de una sociedad menos injusta. Que el miedo cambiara de bando, ya digo, no me pareció mal; me resultó inverosímil, altamente improbable. Tras nueve meses de Gobierno de coalición, yo diría que el miedo sigue estando en el mismo sitio.

Las palabras de Iglesias en la boca de Macron cobran un significado distinto, pues el presidente de la république, tan centrado, tan moderado, tan transversal, seguro que no tiene en mente la lucha de clases, así que los bandos a los que se refiere han de ser otros. Quiero pensar que la lucha que Macron tiene en mente es la de los demócratas frente a los totalitarios y que, a partir de ahora, serán los terroristas quienes hayan de temer a los demócratas. Ello ya sería suficientemente grave, pues implicaría que la ciudadanía francesa ha vivido atemorizada en los últimos tiempos frente a la barbarie del fundamentalismo islámico. En la defensa de las libertades no se debe ceder ni un milímetro, el sagrado derecho a la libertad de expresión incluye, no faltaba más, el de criticar cualesquiera creencias, incluidas las religiosas, lo mismo da que se trate del cristianismo, el islam, el judaísmo o la religión que sea. Mas sería un grave error confundir la lucha por la libertad con la lucha identitaria, confundir, sin más, terrorista con musulmán. Y es que el miedo debe cambiar de bando, sí, pero hemos de tener cuidado para no librar la lucha equivocada, pues no todos los miedos son iguales, ni los bandos tampoco. 


miércoles, 21 de octubre de 2020

La fragilidad del ser humano

S

i algo ha revelado la pandemia que asola al planeta es la fragilidad del ser humano. Fragilidad ante la enfermedad, por supuesto, pero también fragilidad ante la realidad que se mantiene, en algunos aspectos, inextricable. Y es que el hombre, ya lo decía Aristóteles, tiene la necesidad de saber, de comprender el mundo que le rodea y de comprenderse a sí mismo. Se trata de una necesidad, en primera instancia, teórica, pues queremos saber por el mero afán de buscar la verdad. Pero además demandamos el conocimiento por su utilidad, porque solo desde el conocimiento certero de la realidad se pueden afrontar con cierta esperanza de éxito algunos de los problemas de la humanidad, entre los que las enfermedades que tanto dolor han causado a lo largo de la historia ocuparían un lugar destacado.  

En esta búsqueda de la verdad, el papel de la ciencia en los últimos siglos ha sido fundamental. Hasta el punto de que, ya lo hemos dicho en otras ocasiones, la ciencia moderna ha venido a sustituir en cierta medida a la religión. No es solo que la ciencia haya desplazado a la religión como forma más fiable de explicar el mundo, al menos en lo que a la realidad empírica se refiere, sino que el hombre moderno, a priori habitante de un universo postmetafísico, mantiene con la ciencia una relación similar a la que los antiguos mantenían con la religión. Si en tiempos premodernos se asumían los dogmas religiosos y se aceptaba la verdad revelada de modo inquebrantable, hoy pretendemos que la ciencia nos provea de las verdades absolutas que antaño nos proporcionaba la religión y aceptamos por lo general de forma acrítica las verdades científicas, en lo que no deja de ser un acto de fe: fe en la ciencia y en la comunidad científica, pero fe al fin y al cabo.

Esta actitud generalizada hacia la ciencia muestra la falta de cultura científica que aún existe en la sociedad actual. Pues una mínima comprensión de la ciencia permitiría entender que ésta no aspira a encontrar una verdad absoluta, incuestionable, sino que ha de conformarse con hallar, a lo sumo, una verdad objetiva, y que, en muchos casos, la objetividad de la ciencia no va más allá del acuerdo intersubjetivo entre los miembros de la comunidad científica. Es por ello que la ciencia constituye una forma de conocimiento crítica, pues asume que no se puede aceptar nada como verdadero sin que haya algún tipo de evidencia que lo respalde y que los hallazgos, teorías y procedimientos han de estar continuamente sometidos a la revisión y al análisis crítico. Hoy, atemorizada ante el avance de la pandemia, la sociedad le pide a la ciencia soluciones inmediatas que no puede ofrecer, pues la ciencia es limitada; es metódica, empírica y crítica, pero no es mágica y por ello, precisamente, es mucho más eficaz que la magia o la religión, y es, con todas sus limitaciones, el mejor recurso que tenemos para luchar contra el Covid-19, aunque no podamos asegurar que finalmente consiga vencer al virus y, desde luego, sea incapaz de poner fin a la fragilidad del ser humano.


domingo, 4 de octubre de 2020

La joya de la corona

 

H

ubo un tiempo en el que en los medios de comunicación se afirmaba taxativamente, jornada tras jornada, que la liga de fútbol española era la mejor liga del mundo. Y sin duda es posible que en algunos años esto fuera así, pero dejó de serlo hace tiempo, más o menos desde que la selección española ganó su última Eurocopa, aunque, obviamente, el nivel de la selección y de los clubes son cosas distintas. Ahora ya nadie osa afirmar que nuestra liga es la mejor del mundo, mucho menos después del papelón que la aristocracia futbolera española hiciera en la pasada campaña europea, pero se siguió repitiendo durante años y los aficionados, a qué negarlo, nos lo creíamos, a pesar de las señales evidentes de que el nivel de nuestra liga iba deteriorándose cada temporada un poco más. Y es que, como decía Goebbels (me perdonarán el lugar común), una mentira repetida mil veces acaba convirtiéndose en verdad, sobre todo, añadiría yo, si el destinatario de la misma está deseando creerla.

            Viene esta reflexión a cuento del sistema sanitario español al que, me temo, le ocurre como a la liga de fútbol. No sé cuántas veces ni desde hace cuánto tiempo, décadas, he oído decir que nuestra sanidad pública es la mejor del mundo. Y sin duda en algún momento fue, si no la mejor, una de las mejores. Podemos incluso conceder que todavía hoy ocupe un puesto destacado en la escala global, pero lo que ya no se puede seguir sosteniendo es que España disponga de un sistema de salud pública de calidad. Y es que más allá de las tristemente célebres listas de espera, que en España en general son vergonzosas pero en Canarias son un ultraperiférico escándalo, la crisis de la pandemia del Covid-19 ha servido para ilustrarnos del verdadero estado en el que se halla nuestro siempre laureado sistema sanitario, la joya de la corona. 

        Según el estudio de seroprevalencia elaborado por el Ministerio de Sanidad, el Instituto de Salud Carlos III y el Instituto Nacional de Estadística, a principios de verano el virus había infectado solo al 5,2 por ciento de la población, lo que bastó para que oficialmente, contando solo los diagnosticados, murieran más de 28.000 personas y que el sistema sanitario colapsara. Está claro que no estábamos preparados. Se dirá que la pandemia fue algo sobrevenido y que nadie estaba preparado, que nadie podía estarlo. Sin embargo, la situación en otros países de Europa, siendo también muy grave, no ha sido tan calamitosa y eso que las restricciones no fueron tan rigurosas como en España. Para colmo, vista la evolución de la pandemia a la vuelta de las vacaciones, con más de 31.000 fallecimientos, resulta evidente que no hemos hecho los deberes: la joya de la corona sigue oxidada y para volver a abrillantarla hacen falta más recursos materiales y sobre todo humanos. Y hacen falta ya.