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inalmente el Congreso, gracias a la mayoría absoluta de la que goza el
Partido Popular, la cual, dicho sea de paso, fue obtenida con menos de la mitad
de los votos, maravillas de nuestra democracia,
rechazó la retirada del anteproyecto para la reforma de la ley del
aborto diseñada por el ministro de Justicia, el moderadísimo Alberto
Ruiz-Gallardón. Tan moderado es nuestro ministro, nuestro de ellos, se
entiende, que en cuanto se conoció el resultado de la secreta votación se
apresuró a presentar su victoria como si de un triunfo de la democracia se
tratara. Y es que en democracia, según Gallardón, hay que respetar siempre el
derecho de las minorías, pero se debe acatar la voluntad de la mayoría, la
cual, cómo no, se expresa a través de los representantes con sillón en el
Parlamento.
De lo dicho por el
ministro se desprende, y acaso sea esa su intención, que quienes no estén
dispuestos a aceptar la ley antiaborto elaborada por el Gobierno para
satisfacer las exigencias del fundamentalismo católico español, actúan en
contra de la voluntad de la mayoría y por ende atacan a los fundamentos mismos
de la democracia. Mas olvida el ministro que del hecho de que la mayoría de los
diputados haya rechazado la propuesta de retirar el anteproyecto de ley
antiabortista no se sigue, en buena lógica, que la mayoría del pueblo español,
el soberano, como bien recuerda el ministro, esté de acuerdo. Pues bien pudiera
ocurrir que la mayoría de los ciudadanos estuvieran en desacuerdo con sus representantes
en este asunto, como tantas veces sucede. Y para dirimir esta cuestión sólo se
me ocurre un método: el tan legítimo como poco empleado referéndum.
Con esto no pretendo, nada
más lejos de mi intención, abogar por la celebración de un referéndum para que
el conjunto de los españoles se pronuncie sobre la dichosa ley antiaborto de
Gallardón, sino sólo señalar que lo que aprueba la mayoría en el Parlamento no
tiene por qué coincidir con la voluntad de la mayor parte de los ciudadanos. Y
si no estoy de acuerdo en que la ciudadanía se pronuncie sobre la ley de marras
es sencillamente porque en una genuina democracia hay cuestiones que no se
pueden votar porque no pueden quedar sometidas a la regla de la mayoría: tal es
el caso siempre que lo que esté en juego sea la dignidad humana. ¿Acaso puede
la mayoría aprobar legítimamente
cualquier medida que atente contra la dignidad de una minoría siquiera sea que
esta esté constituida por un solo individuo? Puesto que el sentido último de la
democracia es la protección de la dignidad, la ley antiaborto del moderadísimo
y demócrata de toda la vida Gallardón, aun si contara con el respaldo de la
mayoría de los ciudadanos, cosa por lo demás harto improbable, seguiría
careciendo de legitimidad porque constituye un atentado contra la dignidad de
las mujeres.