miércoles, 29 de enero de 2014

Cada mujer decide

L
a ley antiaborto pergeñada por el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, tan moderado él, está tan cargada de moralina que sólo cuenta con el apoyo de los católicos más reaccionarios. Es una ley tan rancia antes de nacer que se ha ganado el rechazo no sólo del resto de los partidos, sino también de parte importante de los miembros del Partido Popular, pues ni siquiera en el seno de las filas conservadoras ha encontrado esta controvertida ley un apoyo unánime. Y es que Gallardón, una vez más, nos ha mostrado su lado más oscuro al pretender elevar a rango de ley algunos de los valores de la doctrina moral del catolicismo, lo que lo acerca más al fundamentalismo religioso que al liberalismo que presume defender.
            La razón por la cual (sandeces económicas aparte) Gallardón se ha propuesto arremeter contra los derechos reproductivos de las mujeres, en lo que supone un atentado inadmisible contra su autonomía, no es otra que la defensa del derecho a la vida de los aún no nacidos. Un argumento falaz que sólo tiene sentido si se considera que desde el momento de la concepción existe un ser humano. Mas tal afirmación carece de fundamento científico alguno y contradice al propio sentido común: una semilla germinada no es un árbol, ni un huevo un pollo, ni un embrión un ser humano. Y sólo se puede afirmar lo contrario apelando a razones metafísicas, como aquella según la cual el alma humana se instala en la materia, el embrión, desde el mismo momento en que el óvulo es fecundado. ¿Puede ser legítima una ley que encuentra su fundamento último en las creencias metafísicas, religiosas, de un sector de la ciudadanía?
          Sin duda es respetable que haya mujeres que debido a sus creencias se nieguen a abortar incluso cuando padezcan un embarazo no deseado o cuando esté en riesgo su propia vida. Mas tal actitud forma parte de su concepción de la vida buena, que, como tal, no puede ser impuesta al resto. Es lo que la filósofa española Adela Cortina denomina una ética de máximos, constituida por aquellos valores que cada uno asume pero que no puede exigir a los demás y que jamás pueden ir contra los valores de lo que sería una ética de mínimos, es decir, contra aquellos principios mínimos de justicia que cualquiera querría para sí y que, en tanto que universales, cabe exigir a todo el mundo. Y entre estos ocupa un lugar destacado la autonomía, la libertad, desde la que, a mi juicio, cada mujer ha de poder decidir, en la irreductible soledad de su conciencia, si aborta o no sin temor alguno a ser castigada por ello, sea cual sea su decisión.   

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