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a ley antiaborto pergeñada por el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón,
tan moderado él, está tan cargada de moralina que sólo cuenta con el apoyo de
los católicos más reaccionarios. Es una ley tan rancia antes de nacer que se ha
ganado el rechazo no sólo del resto de los partidos, sino también de parte
importante de los miembros del Partido Popular, pues ni siquiera en el seno de las
filas conservadoras ha encontrado esta controvertida ley un apoyo unánime. Y es
que Gallardón, una vez más, nos ha mostrado su lado más oscuro al pretender
elevar a rango de ley algunos de los valores de la doctrina moral del
catolicismo, lo que lo acerca más al fundamentalismo religioso que al liberalismo
que presume defender.
La razón por la cual (sandeces
económicas aparte) Gallardón se ha propuesto arremeter contra los derechos
reproductivos de las mujeres, en lo que supone un atentado inadmisible contra
su autonomía, no es otra que la defensa del derecho a la vida de los aún no
nacidos. Un argumento falaz que sólo tiene sentido si se considera que desde el
momento de la concepción existe un ser humano. Mas tal afirmación carece de
fundamento científico alguno y contradice al propio sentido común: una semilla
germinada no es un árbol, ni un huevo un pollo, ni un embrión un ser humano. Y
sólo se puede afirmar lo contrario apelando a razones metafísicas, como aquella
según la cual el alma humana se instala en la materia, el embrión, desde el
mismo momento en que el óvulo es fecundado. ¿Puede ser legítima una ley que
encuentra su fundamento último en las creencias metafísicas, religiosas, de un
sector de la ciudadanía?
Sin duda es respetable que
haya mujeres que debido a sus creencias se nieguen a abortar incluso cuando
padezcan un embarazo no deseado o cuando esté en riesgo su propia vida. Mas tal
actitud forma parte de su concepción de la vida buena, que, como tal, no puede
ser impuesta al resto. Es lo que la filósofa española Adela Cortina denomina una
ética de máximos, constituida por aquellos valores que cada uno asume pero que
no puede exigir a los demás y que jamás pueden ir contra los valores de lo que
sería una ética de mínimos, es decir, contra aquellos principios mínimos de
justicia que cualquiera querría para sí y que, en tanto que universales, cabe
exigir a todo el mundo. Y entre estos ocupa un lugar destacado la autonomía, la
libertad, desde la que, a mi juicio, cada mujer ha de poder decidir, en la
irreductible soledad de su conciencia, si aborta o no sin temor alguno a ser
castigada por ello, sea cual sea su decisión.
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