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viernes, 23 de octubre de 2015

El suicidio del viejo escritor

E
l viejo escritor se sentó a su mesa de trabajo y encendió el ordenador, dispuesto a poner en práctica el plan que había estado pergeñando desde hacía algún tiempo. A decir verdad, no estaba seguro de que su plan funcionara, pero era lo único que podía hacer, cansado ya como estaba de esperar a que la muerte viniera a buscarle. Y es que hacía tiempo ya que había perdido las ganas de vivir. Desde que el alzhéimer se llevara a su esposa ya no le quedaba ninguna razón para seguir en el mundo. Cuando ella murió, lo sintió muchísimo, se le quebró el alma, pero pensó que quizás entonces podría encontrar un nuevo sentido a su existencia, pues llevaba ya varios años en los que el cuidado de su esposa enferma había ocupado el centro de su vida. Incluso los familiares y amigos íntimos trataron de animarle diciéndole que la muerte de su mujer era lo mejor que podía haberles pasado a los dos, que ella estaba ya muy deteriorada y que ahora había llegado por fin el momento de descansar. Y él, hundido como estaba, les daba la razón, convencido de que era sólo cuestión de tiempo reponerse y afrontar de nuevo la vida, con nuevas ilusiones aún por aflorar. Pero el tiempo pasó y a la zozobra causada por la pérdida la fue sustituyendo una sensación de desánimo imposible de soportar. Sencillamente, los últimos años de su vida los había consagrado a cuidar a su esposa enferma y se había olvidado de vivir. Al menos eso es lo que pensó en un principio, pero más tarde reconoció su error: no es que no supiera vivir sin tener que cuidar a su esposa; es que no sabía vivir sin su esposa, enferma o sana. Cuando cobró conciencia de ello abandonó la búsqueda de nuevas emociones, nuevos proyectos que le dieran sentido a su vida y se dedicó rutinariamente a esperar su muerte. Pero la muerte no llegaba, así que comenzó seriamente a pensar en suicidarse. Por su cabeza habían pasado todas las formas de suicidio posibles, pero no se atrevió con ninguna. Deseaba morir, mas no tenía el coraje suficiente para quitarse la vida. Y es que, él lo sabía muy bien, para matarse había que tener un valor inmenso, por mucho que los biempensantes de turno se empeñaran en repetir que el suicidio es propio de cobardes, que sólo los valientes tenían los arrestos suficientes para afrontar la vida. ¡Menuda estupidez!, pensaba cada vez que desechaba quitarse la vida de un modo u otro, ya fuera por el pánico que le producía el morir con dolor, ya fuera simplemente por el terror que la muerte le inspiraba a pesar de que la deseara profundamente. Tan contradictorio como el ser humano mismo. Querer morir y no atreverse a dar el paso.
            Había transcurrido algo más de un año cuando tomó conciencia de que deseaba morirse, de que ya no podría ocurrir nada en el mundo que le hiciera tomarle el pulso a la vida. Y eso que había ido recuperando poco a poco las actividades habituales de cuando su esposa aún no había caído enferma. Se despertaba involuntariamente, cosas de la edad, sobre las seis de la mañana, pero permanecía en la cama un par de horas escuchando la radio. Sobre las ocho, desayunaba en el bar de enfrente de su casa leyendo el periódico y después salía a pasear por Las Canteras. Tras el paseo matutino, que duraba alrededor de una hora u hora y media, se daba una buena ducha y luego se sentaba a escribir. Después de almorzar, se echaba una cabezadita antes de ponerse a leer. Las tardes las pasaba leyendo y al anochecer, antes de cenar, algunos días salía a dar otro paseo, otras veces, cuando había fútbol, se quedaba en el bar. Por las noches solía escribir otro rato antes de meterse en la cama con sus viejos compañeros de siempre: la radio y sus libros.
            Era de noche y el viejo escritor se puso delante del ordenador como de costumbre. Estaba enfrascado en un relato propio del género negro en el que un tipo debía matar a otro por encargo. Pasada la media noche, el asesino se plantó delante de la puerta del domicilio de su víctima y forzó la cerradura tan suavemente que se diría que había abierto con una copia de la llave. Sin duda era un profesional, estaba tecleando el viejo escritor en el ordenador en el mismo momento en que oyó cómo alguien abría la puerta de su propio domicilio. Aunque se le cortó el aliento al constatar que su descerebrado plan estaba funcionando, no se inmutó y siguió escribiendo, frenético, consciente de que la realidad brotaba de su escritura. El piso estaba totalmente a oscuras salvo por una tenue luz que provenía de la habitación situada al fondo del pasillo. En el silencio de la noche, mientras se deslizaba por el corredor hacia la estancia del fondo sin hacer el menor ruido, podía oír el chasquido de las teclas del ordenador en el que el viejo escritor escribía sin parar. Cruzó el umbral de la puerta y lo vio allí, de espaldas, sentado en el escritorio situado debajo de la ventana, escribiendo.
            - Le esperaba- dijo el viejo escritor sin parar de escribir.
            - Tengo un encargo para usted, viejo.
            - Haga lo que tenga que hacer sin demorarse. No tenemos toda la noche- contestó sin volverse mientras seguía escribiendo compulsivamente.
            Entonces, sin mediar más palabras, el asesino cumplió su encargo y acabó con la vida de su víctima de un único disparo letal. El viejo escritor cayó muerto sobre el escritorio. Sólo entonces paró de escribir y en ese mismo instante el asesino se esfumó.
          A la semana siguiente la policía irrumpió en el domicilio del viejo escritor alertada por un vecino, quien, extrañado por no verlo salir a dar sus habituales paseos, tocó insistentemente a su puerta sin recibir respuesta y ante el hedor que salía de su casa se temió lo peor. No estaba equivocado. Los agentes lo encontraron con las manos y el rostro empotrados sobre el teclado del ordenador aún encendido con un tiro en la nuca. Desde luego era un caso de lo más extraño. La cerradura no parecía haber sido forzada y tampoco había nada que indicara que hubiese sufrido un robo. Pero lo más raro de todo era aquel dichoso cuento en el que se encontraba trabajando el viejo escritor cuando lo asesinaron y que aún permanecía en la pantalla del ordenador en el momento en que la policía lo encontró: “El viejo escritor se sentó a su mesa de trabajo y encendió el ordenador, dispuesto a poner en práctica el plan que había estado pergeñando desde hacía algún tiempo”, comenzaba el que parecía ser el relato de su propia muerte.

martes, 28 de julio de 2015

Amores inconfesables

S
i yo fuese un gran escritor podría decir sin menor reparo que la literatura ha marcado mi vida, ya que aunque se tratara de una evidencia, sería la evidencia propia que se espera que todo gran escritor diga algún día, o que repita en cada entrevista que concede. Si yo fuese un gran escritor, podría incluso decir que alguna obra completa leída en mi juventud, o aun en la infancia, ha sido determinante para el devenir de mi existencia, por más que ello pudiera ser falso, porque éstas son el tipo de sentencias que los grandes escritores gustan de proferir en los círculos intelectuales repletos de personajes esnobs que frecuentan y también a través de los medios de comunicación. Por lo demás se trata generalmente de libros de una densidad abrumadora, obras que casi nadie ha leído y que, paradójicamente, todos coinciden en calificar como genuinas obras de arte, libros que, en suma, forman parte de eso que se ha dado en llamar la gran literatura.
            Pero como yo no soy un gran escritor sino que trabajo como redactor en la sección cultural de un periódico local de estas islas que dejaron de ser colonia para transformarse en ultraperiferia, se considera que todo lo que escriba poca trascendencia puede tener, así que cuando digo entre mis amistades que la literatura ha marcado mi vida, ello no deja de percibirse como una pedantería más de un escritor frustrado; cuando además señalo una obra concreta como el libro cuya lectura ha sido determinante para el devenir de mi existencia, al menos en los últimos dos años, no falta quien afirme que desde que trabajo en el periódico no hay quien me aguante; cuando encima el libro que propongo como el causante de un giro copernicano en mi modo de aprehender la realidad es De Madrid al infierno, de Guacimara Robayna, hasta los compañeros de la redacción se descojonan de risa y creen que lo digo de coña, por más que yo hable totalmente en serio, porque este libro no forma parte de los clásicos. Y es que la propia autora es la primera que ha bregado por desmitificar el mundo literario, huyendo siempre de los tópicos y del lenguaje que por mor de querer ser poético se torna en la mayoría de los casos en verborrea empalagosa y vomitiva. Ella misma ha expresado públicamente su discrepancia frente a quienes se consideran instalados en el tribunal superior de la literatura, desde donde se erigen en jueces para dictaminar qué es arte y qué no, qué puede ser considerado una obra literaria y qué no pasa de ser un folletín o un mamotreto con ínfulas.
            Seguramente fue esa actitud ante los convencionalismos de los ambientes literarios lo que me atrajo hacia sus libros. La primera novela suya que cayó en mis manos fue Un paseo por Madrid y tengo que decir que desde entonces me enganchó. Fueron muchos los ingredientes de su forma de hacer literatura que me cautivaron: la manera desenfadada con la que narra sus historias, los saltos en el tiempo sin que ello sea obstáculo para garantizar la cohesión de la narración, los temas que aborda donde el sexo, las drogas, las inestabilidades emocionales, las relaciones familiares, amorosas y entre amigos ocupan siempre un lugar central, como ocurre en la vida real a las personas de su generación que es también la mía... Supongo, en definitiva, que el hecho de compartir generación fue determinante para que me gustara tanto esta narrativa sin duda original, aunque lo cierto es que mucha gente treintañera como yo repudia sus libros y que más de un jubilado se ha sentido fascinado con Guacimara Robayna.
            El caso es que, dejando los gustos personales al margen –porque en literatura al final todo se reduce a una pura cuestión de gustos- tras haber leído Un paseo por Madrid, me propuse seguirle la pista a esta autora, de lejos, no es que fuera a hacer una tesis doctoral sobre ella, pero sí estar expectante ante las nuevas novelas que fuera publicando. Fue así que al cabo del tiempo me hice con La noche, título que le valió el premio Nadal, el cual, dicho sea de paso, no le sirvió para quedar eximida de las críticas de los veladores de la gran literatura ni para que los moralistas más recalcitrantes vieran en ella la misma encarnación de la transgresión en el sentido más peyorativo que se pudiera imaginar. No me defraudó, aunque si he de ser sincero, reconozco que me gustó más la primera. Pero, como les decía, se trata de una cuestión de gustos. Finalmente llegó a mí el libro que ya les advertía había dado un giro total a mi vida, De Madrid al infierno, que aun siendo merecedor del premio Planeta no ha conseguido sacar a su autora de ese grupo de escritores que tienen un halo de malditos, a los que rara vez se les invita a leer una conferencia precisamente porque arrastran siempre consigo la polémica.
            A estas alturas, aquellos que no hayan decidido abandonar la lectura de este relato, es posible que estén pensando que la finalidad del mismo es sencillamente homenajear a esta autora, o que simplemente pretendo expresar mis opiniones en torno al mundo literario, opiniones que, por otra parte, son ciertamente subjetivas y no tienen más valor que las de cualquier otro lector. Antes de que decidan ustedes también no terminar de leer la historia que me propongo narrarles, quiero aclararles que si me he entretenido contándoles cómo me enganché a la literatura de esta canaria afincada en Madrid y cuáles son mis fobias en lo que al mundo de las letras se refiere, es porque he considerado que así podrán entender mejor por qué De Madrid al infierno marcó indefectiblemente mi vida. Por lo demás, no quiero desaprovechar la ocasión para advertir a aquellos que no estén de acuerdo con las valoraciones que aquí se expresan, que centren sus críticas única y exclusivamente en tales opiniones y no en quien las profiere, pues de lo contrario me estarían dando irremisiblemente la razón en mis planteamientos. O sea, que no vale decir que esta crítica contra los veladores de la gran literatura no tiene valor porque quien la hace carece de prestigio alguno, ya que de esa forma, como es obvio, sólo se conseguiría descalificar al que opina, es decir, a mí, pero no a las opiniones.
            A medida que fui adentrándome en De Madrid al infierno fui experimentando unas sensaciones que jamás había sentido al leer ninguna otra novela. Sabido es que ante cualquier narración el lector suele identificarse con el protagonista y que ello le produce un rechazo con respecto a los personajes con los que aquél mantiene algún tipo de conflicto. Cierto es que en obras de mayor complejidad, en las que los personajes se asemejan más a las personas reales, el lector desarrolla una relación con los actores distinta, pues se siente atraído por algunos aspectos de los personajes y repele otros. Pero lo que me ocurrió a mí es algo diferente y difícil de explicar: mientras más iba conociendo a Lucía, la protagonista de la novela, es decir, mientras más nos iba revelando Guacimara Robayna sobre la persona de Lucía, más iba aumentando mi fascinación por ella. Y es que Lucía, con todas sus contradicciones, era una mujer apasionante, capaz de amar como pocas personas son capaces, y se vino a encoñar con un imbécil que ni siquiera tuvo el valor de amarla, porque aun estando perdidamente enamorado de ella, prefirió volver al lado de su novia de toda la vida, haciéndole un flaco favor, para complacer a su madre.
            El tipo, candidato a convertirse en uno de esos veladores de la gran literatura, no veía el momento de acariciar la gloria y de que los periodistas lo acribillaran a preguntas cuando sus libros se convirtieran en referentes de la nueva literatura nacional; era tan idiota y soberbio que en lugar de alegrarse por los éxitos que Lucía cosechaba en su carrera como escritora, se sentía dolido porque nadie se fijaba en lo que él consideraba su enorme talento literario; hasta le molestaba que Lucía se convirtiera casi siempre en el centro de atención de una manera tan espontánea. Es por ello que, acomplejado ante la imponente personalidad de Lucía y para mitigar su rencor, la hacía sentirse mal y eso era algo que a mí me ponía de los nervios, porque no entendía cómo era posible que una mujer de la fuerza vital de Lucía no mandara al carajo a semejante tipejo y se arrastrara por él de esa manera. 
            Estas sensaciones, lógicamente, no pasaban de ser exaltaciones de un lector apasionado, similares a las que sufren los espectadores de esos culebrones que se pueden ver en la tele a la hora de la sobremesa, pero en otro contexto. O quién no ha oído a alguien insultar al malvado que le ha destrozado el corazón a la protagonista de alguna de esas series interminables. Sin embargo, la fascinación que sentía por Lucía no me la había producido ningún otro personaje de ninguna otra novela o película; llegué a sentir tan tremenda atracción por ella que hasta se podría decir que me enamoré perdidamente de la creación de Guacimara Robayna. Supongo que Lucía encarnaba, o más bien representaba, todo lo que yo esperaba de una mujer y que ello, unido a mis dificultades para entablar relaciones estables, había hecho incrementar mi pasión por una mujer que en realidad no era más que un personaje de ficción. Yo era plenamente conciente de eso pero al mismo tiempo pensaba que no tenía nada de malo este extraño sentimiento, al fin y al cabo no hacía daño a nadie y tampoco nadie tenía por qué enterarse nunca.
            Pero miren por dónde un día, concentrado en plena lectura, me encuentro entre las páginas del libro la dirección del correo electrónico de Lucía, con una nota de Guacimara Robayna en la que nos exhortaba a los lectores a escribir a la famosa escritora. Eso sí que no me lo esperaba. Como comprenderán no iba a dejar pasar la oportunidad y enseguida solté De Madrid al infierno para ponerme con el ordenador. Le escribí a sabiendas de que no existía ningún destinatario, pero mantenía la esperanza de que al menos Guacimara Robayna recibiría mi carta; en ella me sinceré casi totalmente, como nunca lo había hecho con ninguna mujer real, le expresé cuánto la admiraba y hasta me permití el lujo de aconsejarle que pasara de aquel mediocre que sólo pensaba en sí mismo y en la manera de convertirse en un gran escritor; en fin, que me extendí escribiéndole todo lo que se me había pasado por la cabeza y lo que le hubiese querido decir mientras leía la novela y la iba conociendo. Incluso le dije que me moría de ganas de conocerla personalmente aunque sabía que ello no tenía ningún sentido, pero, ya puestos a escribir una carta a un ser de ficción, por qué habría que considerar el sentido de lo que le dijera.
            Una semana después de enviar la carta, me llevé una agradable sorpresa al abrir el correo electrónico y encontrar una carta de Lucía. Desde que envié la carta supuse que a esa dirección habrían llegado miles de mensajes y que no serían contestados, pero allí estaba aquel correo para contradecir mis infundadas sospechas. Después de leerla varias veces, sobre todo aquellos párrafos en los que Lucía me agradecía mis elogios y donde me decía que estaría encantada de conocerme personalmente, me puse rápidamente a escribirle de nuevo.
Desde entonces hemos seguido carteándonos y con el paso del tiempo llegamos a intimar muchísimo, tanto que puedo asegurarles que, al menos por mi parte, yo nunca había intimado tan profundamente con nadie. Durante todo este tiempo he estado amándola en la distancia y aunque ella nunca me lo ha dicho, yo creo que también, a su manera, me ama, porque si no habría dejado de responder a mis apasionadas cartas hace ya mucho tiempo. Pensarán ustedes que había llevado demasiado lejos mi pasión por un personaje, pero a mí me parecía un juego inocente, aunque, si he de ser franco, debo reconocer que encontraba algo oscuro en ello, pues sólo así se explica que no le contara a nadie la correspondencia mantenida con Lucía.
Llevaba ya varios meses escribiéndome con Lucía, cuando me enteré de que Guacimara Robayna venía a la isla a dar una conferencia invitada por el área de literatura y mujer de la Universidad. Era evidente que una visita de este calibre no podía pasar inadvertida en el periódico, así que le supliqué al redactor jefe que me encargara hacerle la entrevista. Al principio se mostró reticente, pues siempre que viene algún escritor importante es él quien se encarga de entrevistarle, pero como mi insistencia fue tanta y sobre todo porque sé que a él la literatura de Guacimara Robayna no le gusta demasiado, incluso tengo para mí que la considera una escritora procaz, prepotente y encima isleña, finalmente me concedió el honor de que fuera yo quien la entrevistara. Concerté la entrevista con la autora canaria que era la revelación de la narrativa en español de los últimos años el día anterior a su conferencia, por la tarde, en la cafetería del hotel donde se hospedaba. Como aquel lugar le pareció demasiado sobrio, fue ella quien me propuso irnos a otro lugar más cálido, así que cogimos mi coche y nos dirigimos a Las Canteras, a una de las tantas terrazas que hay con vistas a la playa. Me parecía increíble verla sentada en el sillón desvencijado de mi cochambroso y sucio coche, pero ella no pareció darle a esto ninguna importancia.
La entrevista transcurrió con normalidad, ella se mostró tan segura de sí misma como habitualmente, arremetiendo contra los mitos creados en torno a la literatura, contra los excesos de conservadurismo de la ortodoxia literaria y, sobre todo, contra los gestores culturales que apartan a todos aquellos autores discrepantes de lo que ellos consideran que deben ser los cánones estéticos universales. A pesar de su elocuencia y afabilidad, al principio se mantuvo bastante distante, supongo que porque tampoco le resultaban demasiado simpáticos los medios de comunicación, pero con unas cervecitas y unas tapas, mientras contemplábamos cómo el sol se sumergía en el mar, ambos nos fuimos relajando, el ambiente se fue distendiendo y entre nosotros se entabló una fuerte empatía que percibíamos incluso cuando, después de dar por finalizada la entrevista, quedamos los dos en silencio.
Era ya de noche cuando la alcancé de nuevo a su hotel; antes de que se bajara del coche quise aprovechar la ocasión, probablemente no volvería a tener otra y estaba convencido de que ella también lo deseaba, de darle las gracias por haber respondido las cartas que yo le había enviado a Lucía a la dirección que aparecía en la novela. Entonces me miró con cara de sincera sorpresa, me dijo que no sabía de qué cartas le estaba hablando y me aseguró que aquella dirección en realidad no existía, que sólo había sido un guiño a los lectores, una pequeña trampa sin importancia. Me quedé durante unos instantes, que a mí me parecieron eternos, sin capacidad de reacción y luego, para salir de aquella situación tan embarazosa, le dije que se trataba de una broma un tanto mal intencionada, que sólo quería saber si de verdad se había tomado la molestia de responder a los lectores que habían escrito a Lucía y que ésa era la única forma que tenía de averiguar la verdad, pero que si le molestaba podía estar tranquila porque no lo publicaría. Ella me miró con desprecio, me espetó que la había defraudado, que era igual que el resto de los periodistas y se alejó del coche después de dar un soberano portazo. Definitivamente, la empatía entre nosotros se había ido al carajo por mi culpa, pero cómo decirle que el agradecimiento era del todo en serio y que no sólo le había escrito cartas a Lucía sino que efectivamente éstas habían tenido respuesta.
Aquella noche salí tarde de la redacción terminando la entrevista y cuando llegué a casa lo primero que hice fue mirar en el ordenador el archivo en el que guardaba todas las cartas que Lucía me había enviado para comprobar algo de lo que ya estaba seguro, que las cartas estaban allí. Como supondrán, no pude conciliar el sueño y me pasé toda la noche dándole vueltas a aquel embrollo, tratando de encontrar una explicación racional que no hallé. Así que al día siguiente acudí a la conferencia con la esperanza de poder aclarar aquella situación con Guacimara, iba dispuesto a decirle toda la verdad, incluso le iba a proponer que fuera a mi casa y comprobara la lista de correos enviados y recibidos en los últimos meses si no me creía. Pero ella estaba realmente ofendida y ni siquiera me concedió un minuto, con lo que me fue imposible darle ninguna explicación.
Desesperado, esa misma noche volví a escribir a Lucía para contarle lo que me había sucedido. Un par de días más tarde recibí respuesta de ella donde me hizo saber que se había enfadado bastante porque, en su opinión, yo no tenía que haberle dicho nada a Guacimara sobre nuestra correspondencia, que aquello era un asunto entre nosotros dos y que nadie tenía por qué saberlo. Por lo demás, el resto de la carta mantenía el tono vitalista y alegre habitual, e incluso me felicitó por la entrevista. Ante la insistencia de Lucía en que mantuviera en secreto nuestra relación, supuse que en realidad era Guacimara quien me respondía a las cartas, que no quería que su relación conmigo saliera a la luz, pero no alcanzaba a comprender por qué entonces había actuado de una manera tan extraña la noche en que le hice la entrevista, tal vez no se fiaba enteramente de mí, o quizás no fuera ella quien me estuviera respondiendo. Sea como fuere estaba dispuesto a averiguar quién estaba recibiendo las cartas que yo le escribía a Lucía y quién era la persona que me escribía a mí.
Tenía un amigo en el periódico que a su vez tenía otro amigo que trabajaba no sé exactamente dónde, ni quería saberlo, el cual podía facilitarme el nombre del titular de cualquier dirección electrónica, cosa que ya había hecho en otras ocasiones. Esto me costaría cubrir un par de ruedas de prensa más y hacerle un par de trabajos a mi colega, pero merecía la pena porque además, como les decía, ya me había dado buenos resultados en otras ocasiones en las que, por motivos de trabajo, había tenido que echar mano de estas artimañas. Al cabo de un par de días llegó la información requerida por mí: el amigo de mi compañero de trabajo le había confirmado que la dirección que yo le había dado no existía. Insistí en que hablara de nuevo con él, que tenía que haber algún error, pero no había posibilidad de que esto sucediera, de hecho mi amigo me sugirió que lo más probable es que la dirección que yo le había dado no fuera correcta, quizás alguna letra... Pero yo sabía que le había dado la dirección de Lucía, estaba completamente seguro, así que le hice los trabajos acordados y le pedí que se olvidara del tema, que no tenía importancia.
Desde entonces he seguido carteándome con Lucía, no sé qué clase de ente es, o si en efecto el mundo literario que inventamos tiene una existencia real paralela, lo que sé es que nunca antes había amado tanto y no estaba dispuesto a renunciar al amor de mi vida, a mi amor platónico en todos los sentidos, por temor a lo desconocido. Yo no era un cobarde como el novio de Lucía y no la iba a defraudar. Poco me importa que cuando comento que la literatura cambió mi vida nadie me escuche, o que cuando alguien lo hace sea para reírse o para tratarme de pedante; sé que no puedo contar a nadie a qué me refiero cuando digo que leer a Guacimara Robayna ha sido determinante para mi existencia porque me tomarían por loco, tal vez si algún día llego a ser un gran escritor me decida a contar al mundo lo que sé, porque sólo a las estrellas se les permite decir estas cosas en serio sin encerrarlas, ya que en esos casos se consideran extravagancias de genios.


lunes, 4 de junio de 2012

Kubanda


El 15 de abril se conmemora el día de la independencia de Kubanda. Yo nací ese mismo día en el año en que se cumplió el décimo aniversario de la constitución de mi país como Estado soberano, de ahí que mi madre decidiera llamarme igual que a la patria, algo de lo que cuando era niña me sentía orgullosa porque mi padre había sido uno de los hombres que hicieron posible la liberación de mi pueblo, o al menos eso es lo que yo siempre creí. Ella a menudo decía que quien me había engendrado formaba parte de ese grupo de grandes hombres a quienes les debíamos la libertad de nuestra gente, y yo me acostaba todas las noches pensando en las grandes cosas que mi padre había realizado antes de que sacrificara su vida por liberar a la patria del yugo de los europeos. Fueron años bonitos los de mi niñez, años de ilusiones y esperanzas, aunque también de disciplina y rigor, porque yo, Kubanda, llevaba el mismo nombre de mi país, por el que tanta gente había inmolado su vida, y si deshonraba a mi persona deshonraba a la patria, y eso era el peor crimen que alguien podía cometer, aunque se tratara de una niña.
Hoy, desde la relativa objetividad que proporciona la distancia, creo que mi padre no fue lo que mi madre siempre me contó, o al menos estoy segura de que no era ninguno de los grandes héroes de la patria, porque de ser así, mi madre no habría ejercido toda la vida de sirvienta en una de las mansiones coloniales que una vez finalizada la guerra de la independencia correspondieron a los auténticos próceres nacionales. Probablemente haya algo de cierto en lo que mi madre me contaba, mi padre seguramente participó en la sublevación, quizás fuera un pobre soldado anónimo o tal vez incluso llegara a ostentar algún rango militar... Esto último seguramente fue lo que ocurrió, y así es como mi madre debió de conseguir su empleo, porque no era fácil en aquellos años, recién instaurada la república, entrar a servir en la casa de uno de los héroes de la patria.
Lo cierto es que gracias al trabajo de mi madre yo pude viajar a Europa. Pero no me malinterpreten, no vine a París en plan turista, ni mucho menos, ni llegué para estudiar en La Sorbona, como hicieron a la sazón los libertadores de la patria y hoy hacen sus hijos; tampoco clandestinamente como sucede en la actualidad con muchos compatriotas y personas del África negra que se juegan la vida para llegar al paraíso en busca de una vida decente, huyendo del hambre y de la guerra. No, ése no es mi caso, aunque, según se mire, tampoco es menos dramático.
Cuando apenas tenía doce años, el embajador de Kubanda en París falleció a causa de un infarto, no se sabe si debido a los excesos o cuál fue la causa que desencadenó el trágico incidente, porque en realidad era un hombre bastante joven, pero ésa es otra historia, que ya les contaré en otro momento si es que llego a enterarme de qué fue lo que sucedió en realidad. Lo importante para el asunto que nos concierne ahora mismo es que, al morir el embajador, el Gobierno de Kubanda designó a uno de los líderes del movimiento independentista para ocupar su lugar: se trataba de un señor de edad bastante avanzada -yo diría que por aquel entonces sobrepasaba los sesenta- que, por lo que pude saber al cabo de algunos años, comenzaba a perturbar los intereses de la segunda generación de dirigentes del país, así que se decidió darle el carpetazo enviándolo de embajador a París. Hay que reconocer que se trataba de una solución inteligente, porque el viejo mantenía todavía buenas relaciones y seguía ejerciendo su influencia en sectores muy poderosos, amén de su gran carisma y del gran apoyo popular con que contaba. Es por ello que se consideró que para quitárselo de en medio lo mejor era darle una salida digna, y qué mejor que ofrecerle la plaza de embajador en la antigua metrópoli. El amo para el que trabajaba mi madre era amigo del viejo prócer y en agradecimiento por tantos años de servicio intervino para que éste me llevara consigo a París.
A mí no me hacía ninguna gracia separarme de mi madre para ir a vivir a ese país de blancos y, además, no podía comprender cómo después de tantos años de lucha por la liberación, Kubanda mantenía relaciones diplomáticas con los que se suponía habían sido los causantes de todo nuestro sufrimiento. Pero mi madre opinaba de una manera bien distinta y me animaba diciéndome que iba a conocer mundo, que París había sido durante siglos la capital cultural del planeta, que viviendo en Europa tendría la oportunidad de adquirir una buena educación, casi como la de los dirigentes nacionales, y que, en definitiva, para ejercer de sirvienta en Kubanda era mejor hacerlo en París, en donde la gente es mucho más civilizada y a los criados se les da un trato más humano y digno. A mis doce años no entendía por qué si los franceses eran tan humanitarios nos habíamos empeñado en echarlos de Kubanda y me confundía enormemente que mi madre pensara que en Francia podría adquirir una mejor educación que en mi propio país, cuando tantas veces la había oído disertar sobre el valor de nuestra cultura tradicional. Pensarán ustedes que esos planteamientos eran tal vez demasiado maduros para una niña de mi edad y que los razonamientos de mi madre eran más propios de una universitaria que de una sirvienta, pero en Kubanda las cosas no son como en Europa y en aquellos años de glorificación de la patria los argumentos de mi madre eran el credo nacional y mis elucubraciones eran las propias de una chiquilla que no entiende las cosas de los mayores, pero en aquel contexto de grandes euforias y contradicciones nacionales.
Lo primero que me llamó la atención al llegar a París fue el frío y el mal olor del ambiente. No entendía cómo aquellos franceses tan refinados podían respirar aquel aire tan fétido, y pensé de veras que quizás fuera ése el motivo de que pareciera que siempre estaban asqueados, con el rostro arrugado y la boca comprimida al hablar. Yo me imaginaba que la casa del embajador iba a ser distinta de aquella en la que me había criado en mi país natal, pero cual fue mi sorpresa al comprobar que el edificio que estaba a punto de convertirse en mi residencia en París era prácticamente una réplica del hogar de mi niñez, y, en general, de todas las mansiones de los próceres nacionales de mi país. Claro, yo, pobre ingenua, pensaba que aquellas construcciones eran algo de lo más auténtico de Kubanda, porque había asociado los palacetes coloniales con los discursos patrióticos de los libertadores: no se me podía ocurrir que en realidad aquellas impresionantes viviendas habían llegado a África junto con los bárbaros europeos y que eran las propias de las clases dirigentes de Francia.
Aquella impresionante mansión, ya les digo, contaba ya antes de mi llegada con una legión de sirvientes, por lo que consideré que en realidad el embajador había consentido que yo me uniera al servicio como un mero favor personal hacia el amo de mi madre, ya que, era evidente, a mí allí no me necesitaban para nada. Por ese motivo quedé encantada y me sentí profundamente agradecida por la oportunidad que se me estaba brindando, y desde el instante en que comprendí esto, empecé también a entender las palabras de mi madre. Poco podía sospechar entonces que mis servicios en aquella casa iban a ser considerados por el embajador de la máxima importancia.
Como todavía era una niña, y además era la única de la casa, el viejo prócer en el exilio, bueno, casi en el exilio, decidió que debía compartir mis tareas domésticas con los estudios. Por ello, y dado que no era políticamente correcto que asistiera a los colegios franceses, ni tampoco que acudiera a las escuelas donde iban los niños de origen kubandés, pues allí sólo iban los hijos de los grandes hombres de la patria, ni mucho menos que me integrara en uno de esos planes de inserción social diseñados por el gobierno francés no se sabe bien si para integrar a los inmigrantes o para terminar de segregarlos, se me asignó un profesor tutor que me daba clases por las tardes. El profesor en cuestión no era de Kubanda, ya que no había profesores de Kubanda en Francia, así que hubo que contratar a un profesor nativo de París, un hombre blanco de unos treinta años que debía de ser hijo de algún amigo del embajador o algo así, algún licenciado en una de esas carreras humanísticas que ya en aquellos incipientes años ochenta garantizaban a los que las cursaban un largo futuro en el paro, y que empezaba a revelarse como uno de los principales problemas de Francia y de otras potencias de Europa. Ojalá todos los problemas de Kubanda fueran como ése... Lo cierto es que aquello motivó ciertos recelos en el resto de los sirvientes, pues consideraban que era una privilegiada y la favorita del amo, y no les faltaba razón porque la verdad es que el embajador sentía debilidad por mí, algo de lo que yo, con la inocencia propia de mi edad, me aprovechaba, pues esto me daba la oportunidad de dejar un poco de lado mis obligaciones en la casa y, lo que era aún mejor, me permitía extorsionar a mis compañeros que no dudaban de mi capacidad para poner al amo en su contra e incluso para convencerle de que los retornara a Kubanda, lo que significaba el regreso a la miseria y al subdesarrollo, a la poca comida y la carencia de agua potable, al calor tropical continuo, ineludible, que parece recordar la inalterabilidad de la existencia en Kubanda.
La vida no me fue mal en París durante los primeros años de mi estancia en la casa del embajador, incluso tenía la suerte de poder hablar con mi madre de vez en cuando por teléfono, a quien llamaba una vez cada mes a la casa donde ella aún servía y yo había pasado mi primera infancia. Por lo demás, seguía prosperando académicamente con mi tutor personal hasta el punto de que una vez acabados los estudios primarios comencé a estudiar el bachillerato. Como mi tutor no podía impartir todas las asignaturas que se exigían en enseñanzas medias, el embajador contrató a nuevos profesores para que se hicieran cargo de mi educación en aquellas materias en las que Pierre, que así se llamaba mi querido tutor, no tenía los conocimientos necesarios: matemáticas, física, química... y, en definitiva, todas aquellas que tienen un carácter científico. El embajador parecía empeñado en que alcanzara el más alto grado de formación posible y yo comenzaba a entender la importancia que aquello podría tener para mí, y, aunque nunca dije nada, se lo agradecía profundamente todas las noches mentalmente al tiempo que me preguntaba por qué había tenido ese trato diferencial conmigo, por qué me había concedido el privilegio de estudiar.
El día en que cumplí quince años se hizo una gran fiesta en la casa del embajador, por su puesto no para celebrar mi cumpleaños sino para conmemorar el XXV aniversario de la independencia de Kubanda. A la celebración asistió la flor y nata de París: grandes empresarios, diplomáticos de todo el mundo, artistas, intelectuales, expertos africanistas... Bien entrada la noche, la fiesta fue decayendo y los criados nos pudimos retirar después de que los últimos invitados se marcharan, al fin, tambaleándose por el exceso de alcohol y todo tipo de drogas. Antes de acostarme me di una buena ducha y cuál fue mi sorpresa cuando, al salir del baño del que disponía en mi propia habitación, tal era el grado de privilegio del que gozaba, encontré al embajador sentado al borde de mi cama. “Ven, Kubanda, acércate, quiero contarte algo”, me ordenó amablemente. Yo sentía por el viejo mucho aprecio aunque también me infundía un gran respeto. Por eso me aproximé despacio, temerosa, desconfiada, ya que nunca antes el embajador había entrado en mi habitación, menos aún a esas horas de la noche.
Cuando me senté a su lado el albornoz que llevaba puesto se me abrió un poco, lo cual me produjo cierto pudor, pues aunque apenas se me podía entrever la parte baja de mis muslos, justo por encima de las rodillas, se intuían líneas sinuosas de carnes prietas y jóvenes que empezaban a sentir el fuego del deseo. Mi primera reacción fue tratar de volver a cerrar el albornoz, mas, sin embargo, no lo hice, en parte porque no quería que el embajador sospechara que yo pensaba mal de él, en parte porque algo dentro de mí disfrutaba con aquella situación, ya que desde hacía tiempo me había percatado de la admiración que mi cuerpo esbelto causaba en el viejo, y no perdía ocasión de lucirme delante de él porque ello me proporcionaba cierto placer morboso.
El embajador había bebido bastante pero tenía la suficiente lucidez como para hablarme sin que se le trabaran las palabras. “Ha sido una gran fiesta”, me dijo, “hoy celebramos el XXV aniversario de la independencia de Kubanda. Sí... Kubanda. Muchos hombres dieron su vida por liberar a Kubanda de los europeos y ahora, ya ves, aquí hemos estado todos bebiendo, europeos y africanos, para conmemorar la independencia de la patria. ¿No te parece gracioso? Con lo que nos costó echar a los franceses, el sacrificio de tanta gente, para que ahora llegue el Gobierno, la sangre nueva, y se la venda a los americanos; y a los que como yo fundamos el país nos mandan al exilio. Con todos los honores, eso sí, como si yo fuera estúpido. ¡Kubanda me pertenece!, ¡es mía!”. Y al decir esto se echó sobre mí y comenzó a besarme y a lamerme por todo el cuerpo y de vez en cuando susurraba: “Eres mía, Kubanda, mía”. Yo no podía sentir placer con aquel hombre de carnes fláccidas, pero tampoco me resistí, en parte porque me sentía acongojada pero también porque me sentía obligada a complacer a aquel viejo por el que en ese momento más que asco sentía una gran pena. Él continuó lamiéndome y apretándome; estaba como enajenado, fuera de sí; me colocó de espaldas, la cabeza contra la almohada y la grupa levantada, y me tomó por detrás como un poseso; parecía que al hacerme suya se adueñara a la vez de toda Kubanda, como si al poseerme a mí poseyera también al país; mientras recibía sus empellones él no dejaba de gritar: “¡Eres mía, Kubanda, mía!”. Al mismo tiempo, en la lejana Kubanda un grupo de militares al servicio del embajador y con el apoyo de los servicios secretos franceses se levantaron en armas y dieron un golpe de Estado; mientras el viejo embajador cabalgaba sobre mí las calles kubandesas eran tomadas por los insurrectos a golpes de fusil y de machete. Él continuaba con sus violentos empellones a la vez que en la distancia los militares disparaban y ejecutaban al compás de los movimientos impúdicos del viejo. Como si de un extraño ritual se tratara, la violencia se adueñó de las calles de Kubanda hasta que el nuevo tirano se derrumbó sobre mi espalda tras un estruendoso orgasmo con el que puso fin a la primera de las muchas noches en las que anduvo entre mis sábanas[1].


[1] Accésit en el II Certamen de Relatos Cortos de Mujer, Ayuntamiento de Telde, 2004. Mención de Honor en el IV Certamen de Relato Breve “Melpómene”, Ayuntamiento de Ingenio, 2004.

jueves, 3 de mayo de 2012

Añoranza


Llegó a Madrid una tarde de otoño, a finales de septiembre o principios de octubre. Traía consigo una mochila en la que había metido toda la ropa de abrigo que había podido conseguir en Las Palmas y algunos libros -novelas y poesía fundamentalmente- con los que junto a las dos o tres casetes de autores canarios pensaba que iba a poder combatir la añoranza. No sabía ella todavía que la añoranza de las islas no se puede combatir con nada, sino que simplemente se siente y se sufre y se llega a soportar aunque nunca se consiga superar del todo. Por otra parte, tampoco había decidido  irse a estudiar a Madrid pensando en que iba a echar mucho de menos su tierra, antes bien, todo lo contrario. Estaba harta de Las Palmas: a sus veinte años la isla se le hacía chica; el mar, sin dejar de ser estimulante, la estaba ahogando; la sangre le fluía por todo el cuerpo y le pedía salir de allí, buscar nuevas experiencias, nuevos horizontes y, sobre todo, nuevas gentes. Sentía simplemente, con la inocencia y la pasión propias de la juventud, ansias de libertad.
Así que cuando aquella tarde otoñal llegó a Madrid, lo hizo con el talante de quien cree estar en disposición de comerse el mundo. En cuanto se instaló en la residencia de estudiantes salió a la calle y estuvo horas y horas deambulando sin rumbo fijo, contemplando los escaparates, las librerías, los cafés, las tiendas de discos... todo era tan nuevo para ella. Incluso el triste color gris propio de la contaminación y de la época del año que rezumaba el ambiente le resultaba fantástico; los árboles lánguidos, sin hojas, que recordaban más a la muerte que a la vida, también se le antojaban maravillosos, tal era el estado de ánimo en que se encontraba.
         Supongo que fue esa jovialidad lo que me atrajo de ella. Cuando la miraba era como si me enfrentara a un espejo que reflejara mi pasado. Doce años atrás yo también había llegado a Madrid un día del color del plomo, el mismo que empiezan a tener mis cabellos, impaciente por conocerlo todo, por beberme la vida en un instante. Recuerdo que a mí también me agobiaba la isla y que tampoco podía imaginar entonces cuanto echaría de menos Canarias. Nunca renegué de mis orígenes isleños pero ansiaba hasta la exasperación llegar a espacios más abiertos. Con el tiempo, después de muchas tardes de frío y lluvia sobrellevadas a fuerza de beber café y lágrimas, sin más compañía que un gato y mis libros, comprendí que la tragedia del ser canario consiste en que mientras estamos en las islas nos vamos sintiendo paulatinamente atrapados y desesperamos por partir, pero al poco tiempo de vivir fuera somos víctimas de la añoranza de la tierra, del sol y del mar, y sobre todo, de la gente. 
         Aún recuerdo perfectamente el día que la conocí. Yo estaba pasando lista en clase, lo habitual en los primeros días del curso, cuando identifiqué su nombre como algo cercano. “Guacimara Robayna”, leí en voz alta y ella al responder me dirigió una mirada cómplice de canariedad compartida. Ahí estaba, sin haber perdido aún el moreno característico de su piel, desafiante, irradiando aquella falsa seguridad con la que trataba de disimular su natural timidez. 
          Supongo que ella también se sintió atraída por mí porque era la única persona que le resultaba familiar en aquella ciudad tan nueva y desconocida, y porque, al fin y al cabo, yo también representaba, en cierta medida, la imagen de lo que Guacimara creía en ese momento que quería llegar a ser: acababa de cumplir treinta años y además de dar clases de literatura contemporánea en la universidad tenía dos novelas publicadas, aunque sin demasiado éxito, una de las cuales fue editada cuando yo aún era estudiante. Ella, aspirante a escritora como tantas otras, me admiraba. Debo reconocer que aproveché esta situación, aunque no de una manera intencionada, ni siquiera del todo consciente, para seducirla. 
        Lo cierto es que desde los primeros días del curso se estableció entre ella y yo una relación de empatía, que con el tiempo se transformó en amistad, y posteriormente en auténtico amor, al menos por mi parte. No le reprocho nada porque tengo la certeza de que aunque en el fondo nunca me amó, se había convencido de que estaba locamente enamorada de mí, cuando lo que realmente le fascinaba era mi obra, incluso mi vida, pero no yo. Hoy, desde la objetividad que proporciona la distancia, reconozco que siempre lo sospeché pero nunca quise reconocerlo, porque a quién no le gusta que le admiren. Cuando en clase disertaba sobre alguno de los autores de los que luego, en la intimidad de mi casa, compartíamos apasionadas lecturas, notaba cómo se esforzaba en disimular la admiración que me profesaba.
           Recuerdo qué cortas se nos hacían las largas noches del invierno de Madrid. Yo le leía fragmentos de novelas, también de poemas de mis autores preferidos y ella no se cansaba de leerme páginas de mis propios libros. En alguna que otra ocasión nos sorprendimos evocando imágenes de nuestras islas, entonando canciones de autores canarios, incluso de temas folclóricos. Aquellas veladas literarias solíamos terminarlas haciendo el amor. Aún tengo impregnado el sabor de su boca, la frescura de sus besos, el olor de su cuerpo. Después de amarnos intensamente yacíamos durante varias horas en la cama y yo me dormía jugando a enredar los caprichosos rizos de su pubis entre mis dedos.
         Una de aquellas noches en las que habíamos quedado para compartir amor y literatura ella trajo consigo el manuscrito de la novela que había estado escribiendo desde antes de que nos conociéramos. Yo ya sabía algo de su proyecto literario porque me lo había comentado, mas hasta ese momento no había consentido en dejármelo leer. Decía que nadie lo leería hasta que no estuviera terminado, pero que en cuanto lo concluyera yo sería la primera persona en leerlo. Y así fue, aquella noche se presentó en mi casa tan excitada que apenas tuve tiempo de hablar con ella: me entregó el manuscrito y me pidió por favor que lo leyera despacio, con frialdad, y que cuando terminara emitiera un juicio objetivo, que no me dejara influir por mis sentimientos hacia ella. Después me besó, dio media vuelta y se marchó.  
         Invertí toda la noche en leer su novela y justo cuando empezaba a clarear acabé de leerla. Un bodrio. La historia que contaba no era del todo mala, aunque a mí, francamente, no me atraía en absoluto. Por lo demás estaba muy mal escrita, con un estilo pésimo y un lenguaje muy poco fluido. La verdad es que no entendía cómo una criatura tan apasionada, fresca y espontánea podía haber escrito algo así, de un aburrimiento tal que si no llego a saber quién era su autora jamás habría finalizado su lectura. Durante el resto de la semana no supe nada de ella, ni siquiera apareció por clase para darme tiempo a elaborar mi crítica. Yo era plenamente consciente de lo importante que era para Guacimara mi opinión, con lo que me encontraba ante un gran dilema moral. Finalmente se presentó en mi casa por sorpresa y yo me vi en la obligación de decirle lo que de verdad pensaba de su obra, aunque casi me doliera más a mí que a ella. Le dije que no tenía el talento necesario para ser escritora pero que eso no debía preocuparla demasiado, que había muchísimas maneras de disfrutar de la literatura, incluso de dedicarse a ella profesionalmente, sin escribir. No fui nada convincente, ella se fue deshecha y yo la perdí para siempre.
           Aunque a nivel personal considero que fue un acierto mostrarle mi sincera opinión, no cabe duda de que ése ha sido el mayor error de toda mi carrera. Ella es hoy Guacimara Robayna, la joven escritora que está de moda en los círculos literarios y editoriales gracias a su recién publicada novela Un paseo por Madrid, y yo sigo siendo una lúgubre profesora de literatura en la universidad, dedicada a la crítica literaria por no haber sabido conquistar al público con sus novelas y poemarios. Las noches han vuelto a ser extremadamente frías y largas y ya nadie me brinda su calor a cambio de mis lecturas. Tan sólo mi viejo gato se duerme sobre mis pies y es a él a quien, de vez en cuando, leo poemas que yo misma escribo, y siempre me responde con un cálido ronroneo que mitiga la ausencia de los otrora abundantes susurros de amor al oído[1].


[1] Publicado por primera vez en la revista Anarda, nº 40, Las Palmas de Gran Canaria, Canarias Siglo XXI, 2002.
  . 








sábado, 31 de marzo de 2012

Paranoia


La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia
                                                                                                                                                      E. A. Poe.

I
Hace diez años que ingresé en este hospital psiquiátrico, a pesar de que soy una persona totalmente cuerda, a causa del capricho de unos incompetentes. Fui educado en la creencia de que la justicia siempre prevalece y que, salvo excepcionales casos de corrupción, los jueces son personas honestas y aun cuando no lo son, el propio sistema jurídico, que es siempre superior a los individuos encargados de administrar la justicia, está dotado de los recursos suficientes para restablecer el orden y colocar a cada quien en el lugar que le corresponda, de tal forma que los ciudadanos honrados estaremos siempre al amparo de la justicia. A pesar de la educación recibida, he de decirles que desde hace bastante tiempo he perdido la confianza en la protección que el sistema de derecho brinda al ciudadano, sobre todo a raíz del vejatorio trato recibido por mi persona. Por si fuera poco, esta situación se ha prolongado durante diez años, y lo que es peor aún, no tiene visos de ser solventada. Así, pues, dadas las circunstancias, el único consuelo que me queda es contar mi historia a todos aquellos que quisieran escucharla, ya que los médicos de este centro no parecen mostrar el menor interés, razón por la cual he decidido escribirla para que puedan juzgar ustedes, queridísimos lectores, si soy o no merecedor de este enclaustramiento. Si no lo he hecho antes es porque durante todo este tiempo no se me ha permitido escribir.
            Mi nombre es Jaime del Bosch y soy escritor. Nací hace treinta y dos años en el seno de una familia acomodada. Inicié mi educación en el mejor colegio de la ciudad y posteriormente mis padres me enviaron a Londres a un internado donde cursé los estudios de bachillerato. Siguiendo la tradición familiar, comencé a estudiar Derecho y concluí brillantemente los dos primeros cursos. Pero aquello no era para mí, así que abandoné la carrera para dedicarme a lo que realmente me gustaba hacer. Sí, desde niño me ha fascinado el arte de inventar y contar historias y quizás por ello me gané cierta fama de chico muy imaginativo, demasiado exagerado o incluso de incorregible mentiroso.
            Aquella decisión mía no fue bien recibida en el seno familiar. Mi padre se llevó un serio disgusto y trató de convencerme por todos los medios, cuando no de coaccionarme, de que siguiera con mis estudios y me dejara de pamplinas. Mas mi decisión era firme y estaba convencido de que triunfaría como escritor. Esta situación desembocó en una especie de guerra fría en el interior de mi casa entre mi padre y yo; nos evitábamos mutuamente y no nos dirigíamos la palabra más que lo estrictamente necesario. Para ser franco, debo decirles que en realidad este ambiente tenso no afectaba para nada al resto de la familia, ya que mis hermanos, todos menores que yo, estaban en una edad en la que sus preocupaciones giraban en torno a otro tipo de cuestiones. Tan sólo mi madre estaba realmente preocupada. Ella fue la que desde un principio, quién si no, me brindó todo su apoyo y actuó como intermediaria entre mi padre y yo.
            Durante algunos meses asistí a cursos sobre creación literaria y al cabo de un año comencé a escribir mi primera novela, la cual había ido yo esbozando al tiempo que acudía a los cursos mencionados. A lo largo de seis meses trabajé sin parar en esa novela. Para ese entonces mi padre cobró conciencia de que lo mío no era un capricho y nuestras relaciones volvieron a ser cordiales. Mi madre, por su parte, se dedicó con esmero a colaborar conmigo en todo lo que estuviese dentro de sus posibilidades. Trabajamos muy duro durante aquellos seis meses, pero al fin, la novela quedó terminada. A pesar de la indudable calidad de la obra, debo reconocer que si conseguí que el director de una importante editorial la leyera, fue gracias a las influencias de mi familia. Pero lo cierto es que se quedó entusiasmado y después de realizar las debidas correcciones, mi primera novela salió a la luz. La baraja incompleta, como muchos de ustedes recordarán, fue un rotundo éxito. A ella le siguió una serie de novelas de estilo similar, o sea, de misterio, con las que conseguí consolidarme, por qué no decirlo, como el más destacado escritor nacional del género. Nunca olvidaré aquellos años en los que el éxito me tendió la mano. Acudía continuamente a fiestas en las que me codeaba con los mejores escritores del momento, asistía a tertulias en las que artistas e intelectuales comentaban sus últimos proyectos; en suma, fueron los mejores años de mi vida, a pesar de la infinidad de horas que le dedicaba al trabajo.
            Todo iba de maravilla hasta que comencé a escribir un nuevo relato en el que, sin apartarme del género de suspense que había caracterizado mis anteriores obras, quise incluir algunas dosis de realismo social y de crítica, al tiempo que pretendía darle cierta proyección filosófica. Fermín: Historia de un muchacho de barrio iba a titularse este relato, y digo iba porque nunca logré terminarlo.

II

Fermín era un chico de dieciséis años que se había criado en uno de tantos barrios periféricos de la ciudad. Su madre era limpiadora y no tenía padre, al menos el nunca lo conoció. Era un muchacho delgado, de piel morena y cabello rizado a la altura de las orejas; sus ojos castaños denotaban cierta agilidad mental igual que su rápido andar, pero aquella mirada también expresaba una profunda tristeza.
Fermín había abandonado la escuela a los once años y desde entonces se pasaba el día correteando por las calles del barrio. Ahora, como tantos otros chicos de su edad, fumaba heroína. Por ello bajaba todos los días al centro de la ciudad para apostarse en una de aquellas calles atestadas de tráfico, su calle, e indicarle a los conductores dónde podían estacionar sus vehículos al tiempo que se les ofrecía para limpiarles los cristales o lavarles sus respectivos automóviles. Allí pasaba toda la jornada para al atardecer regresar a su barrio y “fumarse” todo el dinero conseguido, y de esta manera se le iba yendo la vida.
            Una noche que volvía del centro después de haberse pasado todo el día trabajando, porque aquello en realidad era un trabajo, se tropezó con dos tipos del barrio que pretendían robarle su dinero. Fermín no se amedrentó, sacó la navaja que llevaba siempre consigo y se la enterró en el vientre al primero de los asaltantes; el otro, al ver a su compañero muerto en el suelo, salió huyendo.
            - Lo siento mucho Jaime pero me niego a matar a nadie.
            - ¿Cómo dices?
            - Digo que yo nunca llevo navaja, que aunque viva en un barrio periférico yo no consumo heroína, tengo veintitrés años no dieciséis y estudio en la universidad, porque aunque mi madre sea limpiadora he obtenido una beca que me cubre los gastos, y no estoy dispuesto a matar a nadie y arruinar mi vida después de lo que me ha costado llegar a tener esta oportunidad, sólo para que tú vendas una estúpida novela.
            - Tú eres mi creación y harás lo que yo diga. No puedes rebelarte porque careces de voluntad, ni siquiera existes, eres sólo un producto de mi imaginación.
-          Es posible que yo no exista pero, ¿qué te hace pensar que tú sí existes?

      III


No podía creérmelo. Mi propio personaje ya no era como yo lo había creado, se enfrentaba conmigo y encima me insinuaba que tal vez yo no fuera más real de lo que lo era él. Interrumpí mi relato y decidí tomarme un par de días libres para reflexionar. Pensé que tal vez debería darle otro enfoque a la novela. Al cabo de una semana, más calmado, retomé el manuscrito y lo releí con la esperanza de que las últimas frases se refirieran a la pelea entre Fermín y los dos atracadores, pero no, aquel estúpido diálogo entre mi personaje y yo estaba aún allí. Seguramente pensarán que si tanto me angustiaba aquel diálogo lo más fácil hubiera sido suprimirlo sin más, pero aunque parezca increíble, había algo superior a mí, algo que no podría describir, pues ni siquiera yo sabía exactamente qué era, que me lo impedía. Por si no bastara con eso, esa especie de fuerza ajena a mí me empujaba a seguir escribiendo.

IV

 

            - Noto que esta semana de vacaciones no ha servido para calmar tu ansiedad.- dijo Fermín.

            - ¿Y tú cómo sabes eso?

           - Igual que tú lo sabes todo sobre mí yo lo sé todo sobre ti. De hecho he estado hablando con Pedro y me ha contado la sarta de mentiras que has ido diciendo por ahí.
            - ¿Se puede saber quién es ese Pedro?
            - Pedro es precisamente quien tú sospechas. Se puede decir que su relación contigo es más o menos la misma que tú creías tener conmigo. A él le debo el haber podido cambiar la mezquina vida que tú me tenías reservada. Ahora, si me lo permites, voy a narrarles a aquellos que tú llamas tus queridísimos lectores, la realidad de tu mísera existencia.
            Jaime del Bosch nació, ciertamente, en el seno de una familia acomodada. Su padre, Miguel del Bosch, es un importante hombre de negocios mientras que su pobre madre murió en el momento de dar a luz a Jaime. Se llamaba Claudia Borjas y era escritora. El ser huérfano de madre y el hecho de que su padre tuviera que pasar la mayor parte del tiempo fuera de su casa por razones profesionales fueron las razones por las que Jaime estudió en un internado. Nunca tuvo hermanos, pues él era el primogénito y su padre no volvió a casarse.
            Al terminar los estudios de bachillerato ingresó en la Facultad de Derecho, pero no para seguir ninguna tradición familiar, ya que como acabo de contarles, su padre no era abogado sino un hombre de negocios.
            Cuando llevaba cursados los dos primeros años de la carrera sufrió su primera crisis nerviosa, por lo que hubo de estar apartado de los estudios durante un año. Poco después de reincorporarse, aparentemente recuperado, comenzó a alardear delante de sus compañeros de ser escritor y de codearse con los más importantes artistas e intelectuales del país. Fue este hecho lo que motivó que su padre lo instara a que siguiera visitando al psiquiatra que lo había tratado anteriormente y por lo que, finalmente, hubo de ingresar en el hospital psiquiátrico después de casi haber matado a su padre de una paliza, acusándolo de querer acabar con su carrera como escritor.

V


Aquel relato mío no logré terminarlo debido a que fui víctima de una crisis existencial. Debido a esta depresión comencé a visitar al doctor Cifuentes, un prestigioso psiquiatra amigo de la familia. Lo visitaba una vez por semana y en las primeras sesiones nos dedicamos a repasar la historia de mi vida, que por lo demás ya él conocía.
            Tras estas primeras consultas comenzamos a abordar más directamente mi problema. Le comenté que había sido el intentar escribir el relato de Fermín lo que me había conducido a caer en el abismo de la depresión.
            - ¿Por qué piensas que ese relato ha sido el detonante de la crisis?.- me preguntó el doctor Cifuentes al escuchar mi comentario.
            - Verá usted, doctor. En ese relato quise yo plasmar la inseguridad del ser humano ante su propia existencia, reflejar la angustia existencial que todo sujeto sufre alguna vez. Por ello planteé la posibilidad, mientras dialogaba con Fermín, de que yo mismo no fuera más real de lo que lo era él, la posibilidad de que mi ser no existiera sino como producto de la imaginación de otro ser superior a mí.
            - ¿Y bien?
            - Hubo un momento en que llegué a estar convencido de que yo no era yo, sino el personaje de una novela y que el cambio producido en mi personaje no era obra de mi voluntad como escritor, sino que respondía a la voluntad de ese otro ser superior a quien yo debía mi efímera existencia. Es por eso que solicité su ayuda, para recobrar la confianza en mí mismo, en que yo existo.
            Al principio todo iba bien con el doctor; juntos conseguimos que yo me volviera a autoafirmar como persona, pero luego todo cambió. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, el doctor Cifuentes y mi padre se empeñaron en hacerme creer que yo no era escritor, que La baraja incompleta nunca había existido, ni ninguna de las demás novelas con las que, como ya expuse más arriba, logré consagrarme como el mejor escritor nacional de novelas de misterio.
            No lograba entender por qué el doctor Cifuentes, después de ayudarme a superar mi crisis, tomó la determinación de que, si bien era cierto que mis dudas acerca de la posibilidad de no ser más que el fruto de la imaginación de una conciencia externa habían desaparecido completamente, aún no había quedado del todo resuelto mi problema de identidad.
            Empezaron a decirme que la historia de mi vida no era la que yo creía recordar, sino precisamente la que yo había hecho contar a Fermín en aquel maldito relato, que según ellos tampoco existía.
            Primeramente me sentí confuso, pero luego fui vislumbrando lo que en realidad estaba ocurriendo. A mi padre nunca le hizo gracia que yo me hiciera escritor. Recordarán ustedes que cuando decidí dedicarme a escribir mantuvimos un fuerte enfrentamiento y que fue mi madre, la que ahora ellos se empeñaban en afirmar que murió en el momento de nacer yo, la única de mi familia que me apoyó.
            Al alcanzar la fama él aparentó reconciliarse conmigo y yo le creí. Ése fue mi error. En el fondo de su ser sentía unos celos insoportables de mí debido a mi triunfo. No soportaba que con mi éxito lo hubiese relegado a un segundo plano en el interior de mi familia, y el muy astuto aguardó pacientemente su oportunidad. Cuando sufrí la crisis sobornó al doctor Cifuentes para que trastornara mi personalidad.
            Al comprender lo que había sucedido me enfurecí tanto que fui directamente al despacho de mi padre para exigirle explicaciones. El muy hipócrita no sólo lo negaba todo sino que mantenía una actitud hacia mí como la del que siente lástima al escuchar las incongruencias de un demente. Eso me enfureció aún más y comencé a golpearle hasta dejarlo inconsciente. En ese momento salí corriendo hacia casa en busca de mi madre, pero no la encontré. A las pocas horas vinieron a detenerme y por orden judicial ingresé en el hospital psiquiátrico, gracias a la eficiente labor del doctor Cifuentes.
            Ahora ya conocen ustedes mi historia y por qué me encuentro encerrado tan injustamente. Durante estos diez años no he recibido ni una sola visita, amén de las del fariseo de mi padre, a quien, como ustedes comprenderán, no he consentido en ver. No entiendo cómo es que mi madre no ha venido nunca a verme; supongo que no sería capaz de soportar verme aquí encerrado. La echo muchísimo de menos y, sin embargo, hace tanto tiempo que no la veo, que ni tan siquiera logro recordar su rostro[1].



[1] Publicado por primera vez en la revista Disenso, nº 36, La Laguna, Sociedad de Estudios Canarias Crítica, 2002. 

sábado, 24 de marzo de 2012

Vampiros


“La boca (...) tenía una expresión cruel y los dientes, relucientes de blancura, eran extraordinariamente puntiagudos, avanzando de manera muy prominente sobre los labios (...) color rojo escarlata”
                                                                                                                                                      B. Stoker.

La historia que voy a contarles sucedió una cálida noche en el verano de mil novecientos ochenta y siete. En aquellos años yo era joven y no tenía un trabajo estable, así que dedicaba mi tiempo a elaborar ensayos que casi nunca terminaba, o que, cuando lo hacía, nadie se interesaba en publicar. Pero lo que realmente me gustaba hacer por aquel entonces era salir por las noches con un par de amigos a tomar algunas copas y a discutir, ¡cómo me gustaba discutir! Encontraba yo un placer especial en la discusión, un placer que no sabría describir. Para muchas personas el valor del diálogo se encuentra en las conclusiones comunes, en el consenso al que se puede llegar entre los participantes; en cambio, para mí, la discusión, el debate, alcanzaba un gran valor en sí mismo. De la misma manera que el maestro de ajedrez se deleita mientras va arrinconando a su contrincante hasta conseguir darle el jaque mate, me regocijaba yo argumentando discursivamente contra las tesis de mis contertulios. Aquello, ya les digo, era algo que me fascinaba de tal forma, que el tema sobre el que se discutiera generalmente carecía de importancia para mí; es más, llegaba al culmen del disfrute cuando argüía con éxito en favor de posiciones contrarias a mis propias convicciones. 
Fue así que una noche me encontré envuelto en una discusión en torno a la existencia del alma, y, figúrense ustedes, yo, que soy un materialista convencido, me lancé a defender con todo el énfasis que pude, que no sólo el ser humano está dotado de alma, sino que, ésta, una vez que ha abandonado el cuerpo, puede regresar a nuestro mundo para el tormento de algunos y el goce de otros. En la euforia de mi imaginativa argumentación, llegué a distinguir entre espíritus bondadosos y espíritus malignos, y aseguré que dentro de estos últimos, los más mezquinos de todos son aquellos que toman la forma de vampiros, los cuales se aparecen a sus enemigos terrenales para atormentarlos y condenar sus almas eternamente.
            Posteriormente la conversación siguió por otros derroteros y al cabo de un rato decidí que había llegado el momento de retirarme. Como había tomado algunas copas, pensé que lo mejor sería ir dando un paseo hasta mi casa, y así lo hice. En el trayecto que va desde el café de Augusto hasta mi casa no me crucé con nadie, a excepción de un borracho que dormía en un portal y un travestí al que aún le quedaban varias horas para terminar su jornada.
            Cuando llegué a mi apartamento lo primero que hice fue abrir algunas ventanas para que corriera el aire, porque aunque me encontraba ya totalmente despejado, hacía un calor insoportable. Una vez me hube metido en la cama llevé a la memoria la discusión que había mantenido en el café, y ensimismado en estos pensamientos me quedé dormido.
            Me desperté de madrugada, sobresaltado y empapado en sudor. Al principio atribuí este hecho al calor que hacía aquella noche, pero luego fui tomando conciencia de lo que estaba ocurriendo: estaban allí, en mi habitación, podía sentir su malévola presencia. Traté de ignorarlos con la frívola idea de que si no los tomaba en cuenta podría volver a conciliar el sueño. Fue inútil. Aunque en la oscuridad nocturna todavía no podía verlos, oía el ruido infernal que producían sus alas mientras revoloteaban en derredor mío, notaba con las yemas de mis dedos las marcas que sus mordeduras habían dejado en todo mi cuerpo. Encendí la luz y pude observarlos. Estaban posados en el techo, mirándome, hinchados a costa de mi sangre, eran realmente espantosos. Me abalancé sobre ellos embravecido por la furia, pero tenía la certeza de que aquella era una batalla perdida. Estaba desesperado, sabía que si lograba resistir hasta el amanecer ellos se marcharían y yo podría descansar, pero aún faltaban por lo menos cuatro horas para que saliera el Sol. Entonces recordé que en uno de los armarios de la cocina, junto a los productos de limpieza, guardaba un arma infalible con la que ellos no contaban. Fui corriendo a por ella; cerré la ventana y la puerta de mi habitación y la rocié con el insecticida que acababa de traer. Los malditos vampiros no volverían a perturbar mi sueño aquella noche[1].



[1] Este relato fue publicado por primera vez en la revista Anarda, nº 31, Las Palmas de Gran Canaria, Canarias Siglo XXI, 2002.

lunes, 14 de febrero de 2011

La mano izquierda





"(…) el cuchitril del pobre es una vivienda hostil, que constriñe como una potencia extraña que sólo se le entrega a cambio de su sangre y sudor”.
K. Marx.

M
anuel Quintana murió a los cuarenta años asesinado por su propia compañera. Llevaban siete años viviendo juntos y aunque el desenlace final fue trágico, su relación durante los primeros años fue bastante buena.
            Manuel trabajaba en unos astilleros en el puerto, en unos malditos astilleros que a la larga acabarían por arruinar su vida y también la de ella. Todas las mañanas salía de casa alrededor de las siete y media y se despedía de Clara con tiernas y cariñosas caricias. Ella, por su parte, se pasaba todo el día en casa aguardando el regreso de su compañero. A la salida del trabajo, Manuel tenía por costumbre pasarse por el bar de la esquina a tomar una cerveza con los amigos del barrio, de aquel barrio portuario en el que había nacido y que tenía impregnado un olor a sal y grasa de barco; a peleas callejeras, sexo barato, alcohol y contrabando; a drogas y a muerte. Manuel no tomaba nunca más de dos cervezas. Había visto morir a su padre reventado por el alcohol cuando todavía no había cumplido los cincuenta años, y se había jurado a sí mismo no acabar igual que él.
            Cuando después de abandonar el bar llegaba de nuevo a casa, Clara lo recibía envuelta en una alegría inmensa. Saltaba sobre él y se lo comía a besos y él le respondía con gestos cariñosos y caricias. Después cenaban y salían a dar el largo paseo de todas las noches. En esta rutina fueron transcurriendo los primeros años de su convivencia, aquellos en los que llegaron a ser casi felices. Pero no piensen ustedes que fue esta rutina de todos los días y todas las noches la que con el tiempo llegó a arruinar sus vidas; no, que va… Fue precisamente el día que se rompió la rutina cuando todo su mundo comenzó a derrumbarse. Porque hay personas a las que la rutina las va consumiendo poco a poco, pero hay otras, en cambio, que necesitan de ella para afrontar la existencia, que no sabrían vivir de otro modo.
            Una mañana Manuel se encontró, en lugar de en su puesto de trabajo habitual, en el despacho del director de personal de la empresa. Hacía tiempo que entre los trabajadores se oían rumores de que iba a haber una reducción de plantilla, así que Manuel auguraba ya que era aquello tan importante que el hombre vestido con chaqueta y corbata, peinado con fijador y que lucía un reloj en su mano izquierda que costaba dos o tres veces lo que él ganaba en un mes, iba a decirle con tan buenos modales.
            - Querido Manuel- le dijo como si lo conociera de toda la vida, mientras le entregaba la carta en la que constaban las condiciones de su despido- créeme que lo siento en el alma, pero tú sabes que el puerto ya no es lo que era; es cosa de los políticos que han acabado con la actividad portuaria, y ahora, a nosotros, no nos queda más remedio que llevar a cabo esta reestructuración de personal, muy a pesar nuestro, si queremos sobrevivir. Si no lo hiciéramos así la empresa tendría que quebrar y entonces sería aún peor, porque no sólo perdería la empresa sino que todos nuestros hombres se quedarían sin empleo. Ya te digo, es cosa de los políticos.  
            Aquel día le permitieron a Manuel que se tomara el resto del día libre. Por lo poco que había podido entender de lo que ponía en aquella carta, debía seguir trabajando hasta el último día del mes, después su relación con la empresa habría terminado para siempre.
            Esa misma mañana acudió al sindicato, a uno de ellos porque a Manuel nunca le había interesado la política, y allí le dijeron que la situación era legal y no se podía hacer nada. Así que el pobre Manuel ya se estaba viendo en el paro, con treinta y nueve años y una cantidad de dinero entre la indemnización y demás ridícula.
            Durante los días siguientes no dejó de pensar en aquel problema, tenía que encontrar una solución antes de que finalizara el mes. El tiempo se agotaba y el monstruo del paro estaba cada vez más cerca. Cuando ya sólo le quedaban dos días decidió llevar a cabo un plan que había ideado una semana antes, pero que no había tenido el valor de poner en práctica. Se encontraba cortando una pieza metálica cuando tomó la determinación. Tenía la pieza sostenida con la mano izquierda, mientras que con la derecha manejaba la máquina cortadora; entonces, al tiempo que pensaba para sus adentros -hijos de puta, a mi no me joden ustedes- decidió con rabia prolongar el trayecto de la máquina hasta rebanar en un instante eterno cuadro dedos de su mano izquierda, todos menos el pulgar. Y así fue como Manuel Quintana se vio a sus treinta y nueve años cobrando una pensión por invalidez permanente a causa de un accidente laboral.
            Durante los primeros meses que transcurrieron después del incidente, Manuel llevaba más o menos la misma vida rutinaria que antes: acudía al bar de la esquina a hablar con los amigos del barrio, cenaba en su casa y paseaba todas las noches con Clara. Pero cada vez que miraba para su mano izquierda se sentía presa de la furia y del odio y de la impotencia. ¡Cómo deseaba cortarle cuatro dedos a aquel maldito repeinado! A causa de ello la rutina comenzó a variar hasta convertirse en otra muy distinta. Las horas en el bar se habían multiplicado al tiempo que aquellas dos cervezas se habían transformado en infinidad de aguardientes. Entonces, cuando Paco cerraba el bar, Manuel volvía a casa y Clara, la fiel Clara, salía a recibirle con la misma alegría de siempre y le daba besos, pero él ya no respondía con gestos tiernos y cariñosos sino con insultos y golpes que llegaban a convertirse en palizas. Luego caía derrotado en el sofá del salón y aunque su mirada se quedaba fija en la pantalla del televisor encendido, por su mente pasaban los tristes recuerdos de su padre, de su padre borracho y muerto antes de cumplir los cincuenta, del llanto de su madre y del juramento que él siendo joven le había hecho a ella y a sí mismo, y de ese modo se quedaba dormido llorando él también y pensando en cambiar al día siguiente. Pero ese día nunca llegó y el último año de su vida lo pasó entre borracheras, palizas a Clara, que ya no lo recibía alegre sino que se escondía cuando por las noches lo oía llegar rezumando alcohol, y el recuerdo de su padre y de aquel cabrón que seguía sentado en su lujoso despacho y le había arruinado la vida.
            Una noche que Manuel llegó borracho y maldiciendo, Clara no se escondió, saltó sobre su pecho derribándolo al tiempo que le hundía sus caninos en la yugular, liberándose así del miedo y las palizas, aunque no por mucho tiempo.
            Ya ven, aquella perra blanca que un día Manuel Quintana encontró en la calle y que había sido su fiel compañera durante tantos años, acabó con la vida de su amo y días después moría ajusticiada en la perrera municipal[*].












[*] Publicado en la revista Anarda, nº 21, Las Palmas de Gran Canaria, Canarias Siglo XXI, 2000.